Karlos Zurutuza
UN RINCÓN A LAS AFUERAS DEL MUNDO

Nimroz, ecos desde la periferia afgana

El contingente internacional se retira tras apuntalar a un gobierno corrupto frente al caos. Cuando el mundo se vuelve a olvidar de Afganistán, 7K viaja a Nimroz, un rincón del país del que nadie se acordó jamás.

Las demandas de los congregados en la plaza principal de Zaranj se podrían resumir en una sola palabra: «agua». Todavía no han dado las diez de la mañana, pero la temperatura supera ya los 40 grados. Hoy es otro de esos viernes que empiezan con un mulá cargando contra el Gobierno de Kabul. Lo hace a través de la megafonía de la mezquita central:

«¿A qué bolsillos ha ido a parar todo el dinero que llega de países extranjeros? ¿Han sido nuestros pecados tan grandes que no merecemos ni siquiera agua potable?», espeta el sacerdote, con una voz ronca y airada que retumba por las calles vacías de la ciudad. Los manifestantes, apenas un centenar de hombres, sudan, se mesan las barbas y asienten con la cabeza.

A más de un día de coche de la capital afgana, en el extremo suroccidental del país, Zaranj es la capital de la provincia de Nimroz, la única que comparte fronteras con Irán y Pakistán. Se trata del distrito más remoto y despoblado del país; un rincón en el que el azote de la sequía más extrema ha sido incluso mayor que el de esa guerra que parece no tener principio ni fin en Afganistán.

«¿Acaso es esa la voluntad de dios?», insiste el mulá, justo antes de acusar a Teherán de «robar el agua de los nimruzíes». Desde las destartaladas oficinas del Departamento de Suministro de Agua de Nimroz, la administración da la razón a la autoridad religiosa: «Nuestra mayor fuente de agua es el río Helmand, pero Irán desvía la mayor parte de su cauce a un depósito gigante. Puede usted verlo fácilmente a través de Google Earth», explica Amanullah Barak, principal responsable de este departamento, donde los ventiladores de aspas cuelgan inmóviles del techo. Al igual que el agua, la electricidad también llega desde Irán y, aparentemente, en la misma proporción.

Han pasado eones desde que el profeta persa Zaratustra (nacido en la actual Mazar-e Sharif, al norte del país) calculó que, cuando el sol alcanzara su altura máxima sobre este arenal, sería de día en todo el hemisferio oriental. Así, llamó a este punto Nim Roz, «mediodía» en lengua persa. Mil años más tarde llegaría el islam y Zaranj se convertiría en una de las principales paradas en la Ruta de la Seda hasta que Tamerlán, otro persa ilustre, la destruyó por completo en el siglo XIV. Desde entonces, este enclave en mitad del Dasht-e Margo, el «desierto de la muerte», quedaría relegado a la periferia de los sucesivos imperios: desde el safávida hasta el soviético.

En el siglo XXI, el único objeto digno de pertenecer al escudo de armas de la ciudad sería uno de esos bidones de plástico omnipresentes por toda la ciudad. Pueden ser amarillos o verdes, con agua o gasolina de contrabando, siempre descargados de carros tirados por un burro o de los moto-rickshaws. Quitando las granadinas de Kandahar, o las uvas y sandías que llegan de la vecina Helmand, casi todo lo que allí se compra llega de Irán y se paga en moneda iraní. Son 900 kilómetros hasta Kabul, pero apenas dos hasta el puesto de frontera persa.

Abandono sistemático. Cuando no lo impide una de las frecuentes tormentas de arena, un único vuelo comercial a la semana conecta este remoto confín con Kabul. Operado por una compañía aérea afgana de nombre tan sugerente como East Horizon (Horizonte del este), se trata de un aparato de hélice de fabricación china alquilado a una compañía tayika y cuya tripulación –un afgano, un azerí y un ucraniano– utiliza el ruso como lengua franca.

Como si de un macabro mensaje en morse se tratara, las piedras que golpean el fuselaje de la aeronave durante el despegue y el aterrizaje nos recuerdan que en Nimroz nunca hubo un Equipo de Reconstrucción Provincial (PRT, en sus siglas en inglés). Así se conoce a los contingentes civiles y militares extranjeros supuestamente responsables del desarrollo y la seguridad de todas las provincias afganas, menos dos. La otra es Dai Kundi, en el centro del país.

«No le puedo decir por qué Nimroz ha sido olvidada, porque desconozco la razón», admite el Gobernador provincial, Amir Mohammad Akhudzada, un mulá procedente de la vecina provincia de Helmand. Y resulta sorprendente, porque si esta última alberga los mayores cultivos de amapola del país y, por ende, del mundo, la práctica totalidad de la producción de opio y heroína atraviesa Nimroz en su ruta hacia Occidente.

Haji Abdullah Baloch, comandante de la Policía de Zaranj, tampoco se lo explica: «Las carreteras principales están bajo control talibán, porque éste es uno de los mayores puntos de paso de drogas y armas de toda Asia. ¿Cómo se entiende que la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán) se desplegara por todo el país menos aquí?», se pregunta este baluche local.

Un documento publicado en 2010 por la consultora de seguridad norteamericana IDS International aporta algunas claves sobre dicha particularidad, asegurando que «la mayor parte de Nimroz resulta inaccesible para las tropas de la ISAF por razones tanto de seguridad como políticas». La región, subraya el manual, «está fuertemente minada y alberga numerosos puntos de cruce para los talibán –‘caminos de ratas’ en la jerga militar– entre la vecina región de Helmand e Irán». Los obstáculos políticos tienen que ver con la frontera con Irán.

Precariedad y muros. Desde la oficina de prensa de la ISAF en Kabul, el comandante Paul L. Greenberg traslada a 7K que la ausencia de tropas internacionales en Nimroz es «una prueba del progreso de las fuerzas de seguridad afganas, y su capacidad de ser autosuficientes e independientes». Sin embargo, el responsable de la Policía de Frontera de Nimroz, el comandante Zahir Gul Moqbel, contradice la versión de su homólogo norteamericano de forma tajante: «Nos faltan hombres. Necesitaríamos diez policías por cada kilómetro de frontera y solo tenemos 1.100 para más de 400 kilómetros», lamenta este pastún de la provincia de Ghazni, que también reconoce tener problemas de combustible. «A menudo nuestras patrullas se tienen que quedar en la base porque no tenemos gasolina para nuestros vehículos: esa, y no otra, es la realidad de nuestro contingente».

A la acuciante precariedad se le añaden las fricciones que provoca con el vecino la construcción del muro levantado por las autoridades iraníes a lo largo de la frontera. «Por el momento cubre 50 km de los 225 que compartimos de frontera común», explica Moqbel sobre un mapa de la zona desplegado sobre su mesa.

Aparentemente, la barrera de hormigón, de cinco metros de altura y flanqueada de torres de vigilancia está asfixiando a las aldeas colindantes. «Muchos de los campesinos locales tienen vínculos familiares con la gente del otro lado. La gente depende los escasos pastos para su ganado o, simplemente, del contrabando. Cuando esa forma de vida desaparece la gente se marcha por pura supervivencia», acota el oficial. Y no hay muchos sitios donde ir. Las opciones pasan por mudarse a los arrabales de Zaranj, donde cabras famélicas enloquecen entre el polvo bajo un sol abrasador, o los de Kabul; esos en los que rebaños enteros pastan a sus anchas entre montañas de basura.

Amanecer baluche. Además de por su sequía endémica y por el contrabando en todas sus versiones, Nimroz es también conocida por ser la única provincia del país en la que la minoría baluche es mayoría. Prueba elocuente de ello es que la radiotelevisión pública de Zaranj incluye un programa en lengua baluche (una hora al día, de 5 a 6 de la tarde). Puede parecer una iniciativa modesta, incluso simbólica, pero Sadulá Baloch, su responsable, habla de un esfuerzo «titánico»: «Tuvimos que luchar durante años para conseguir superar la cuota de 10 minutos diarios para el único programa de televisión en lengua baluche de todo el país», explica este licenciado en Periodismo por la Universidad de Dushanbe (Tayikistán). «Hoy emitimos en un radio de 100 kilómetros, así que nuestro programa se puede ver en casi toda la provincia», añade desde el estudio.

El primer canal de televisión en baluche fue establecido en 1978, una iniciativa sin precedentes a la que sucedió la publicación de los primeros libros y revistas en dicha lengua de Afganistán. Sin embargo, la caída del régimen comunista provocó un brusco frenazo de la actividad cultural, a la vez que una campaña de represión indiscriminada contra los baluches por su relajada visión del islam. El mismísimo mulá Omar, líder de los talibán hoy en paradero desconocido, decretó una fatwa (edicto islámico) llamando a la limpieza étnica de chiítas y baluches en Nimroz.

La Guerra Fría. Abdul Sattar Purdely, intelectual y antiguo parlamentario durante el Gobierno de Najibulá (1987-1992) recuerda bien aquellos terribles años. No en vano, fue uno de aquellos pioneros que escribieron en su lengua materna antes de verse forzado al exilio en Irán. Volvió a su tierra tras la invasión del país en 2001 con la idea de retomar lo que ya había empezado más de 10 años atrás: «En coordinación con el Ministerio afgano de Educación, he escrito los libros escolares en baluche hasta el octavo grado y ya están siendo usados en tres escuelas en Nimroz», explica Purdely desde su residencia en Zaranj, mientras despliega orgulloso los volúmenes sobre una mesa. El intelectual subraya que el suyo es «el único pueblo en Afganistán que mantiene relaciones fluidas con todos los demás». Tampoco disimula su satisfacción cuando saca una foto en blanco y negro que dice llevar siempre encima, y en la que posa junto a Fidel Castro durante una recepción en Cuba.

Se trata de un retrato que le acredita como testigo directo de uno de los capítulos más desconocidos de la Guerra Fría, cuando el apoyo soviético a un Baluchistán independiente (o la eventual anexión de éste a Afganistán) habría de alterar radicalmente el equilibrio militar del estrecho de Hormuz. A pesar de las dificultades para armonizar el marxismo-leninismo convencional con las ansias independentistas de los baluches, la URSS gozó siempre de una visión favorable por parte de este pueblo oprimido. Sea como fuere, la aventura de Moscú hacia las playas del Índico acabaría estrellándose contra las montañas de Afganistán, privando a los baluches de un aliado potencialmente decisivo para contrarrestar la presión persa y punyabí.

Oportunidades. A sus 24 años, Samim no conoció la época que Purdely recuerda con nostalgia, pero comparte con éste la defensa denodada de los derechos de su pueblo. Hoy compagina el activismo con su trabajo en una de las escasas organizaciones internacionales con sede en Nimroz. Aprendió inglés de forma autodidacta lo cual, dice, ha abierto una puerta de salida a su familia que permanece cerrada a la mayoría. La suya, no obstante, no es una familia afgana al uso.

«Con los 900 dólares que gano al mes (unos 800 euros) me da para mantener a mis dos hermanas en Kabul mientras estudian Medicina en la universidad», relata Samim, que sigue trabajando para reunir el dinero suficiente que le permita cursar también a él estudios universitarios. Hasta que llegue ese día vivirá con sus padres, y con Arián, el pequeño de la familia.

La de Arián es una historia que resume la esencia brutal de este rincón inhóspito; esa «periferia» donde la mera supervivencia es una batalla que se libra a diario: «Hace dos años un pariente que teníamos ingresado en el hospital nos llamó para decirnos que una mujer de Zabol (Baluchistán bajo control de Irán) acababa de parir gemelos. No tenía medios para mantener a los dos, así que pidió a los médicos que abandonaran a uno de los recién nacidos en el desierto», recuerda el joven baluche desde la casa familiar. Dice que siempre se emociona cuando cuenta esta historia.

«Mi madre me dijo que sacara todo el dinero que tenía y me pidió que la llevara a ver a esa mujer», continúa. «Le dio todos mis ahorros y le dijo que esa cantidad era para cuidar a uno de los bebés. Del otro nos hicimos cargo nosotros».

Samim se pregunta a diario qué habrá sido del hermano gemelo de Arián, incluso si seguirá vivo. La madre, dice, volvió a su casa en el lado iraní de la frontera, «un lugar exactamente igual que éste». Un rincón a las afueras del mundo.