IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Valor sentimental

Las personas somos, entre otras cosas, seres simbólicos. Somos capaces, como ningún otro ser vivo, de asociar a objetos físicos cualidades psicológicas o, mejor dicho, otorgarles efectos psicológicos sobre nosotros. Un ejemplo muy a mano es la propia escritura, símbolos gráficos con significados variopintos. La literatura en general es capaz de transmitirnos ideas complejísimas de todo tipo y de evocar las emociones más profundas al contar historias. Y en el fondo, físicamente, no dejan de ser trazos, dibujos que asociamos a sonidos, palabras con significado, frases capaces de transmitir y transportarnos. Y es que lo hacemos no solo con el lenguaje escrito, sino diariamente con muchas otras cosas que nos rodean.

El valor sentimental de los objetos es un buen reflejo de esta idea, de cómo, además de dar significados a los objetos, nos apegamos emocionalmente. Más que a lo físico en sí, a todo lo que ello evoca en nosotros. Un abrigo viejo de mi abuela, la pulsera que me regaló un antiguo novio hace veinte años, un muñeco sin brazos pero protagonista incansable de mil aventuras, las botas de rugby de cuando era crío y con las que gané aquel título. Todas esas cosas abren ventanitas al recuerdo y no solo en forma de imágenes anecdóticas, sino a toda una suerte de sensaciones adosadas y enterradas en lo más hondo del hipocampo cerebral, centro de la memoria.

De repente, volver a sostener ese objeto entre las manos nos transporta y por un instante, no solo parece que el tiempo no ha pasado, sino que aquel tiempo regresa en toda su dimensión (según lo fue para nosotros). Hay algo que revive inmutable, como si nunca se hubiera ido. Entonces, es fácil que esta sensación nos impacte y desconcierte, tanto si sentimos de nuevo la espontaneidad de la inocencia, como el dolor que trae consigo en algún momento. Es más, habitualmente esos sentimientos vienen asociados a personas cercanas con quienes compartimos ese objeto. Y curiosamente, quien viene no es la persona actual (si es que seguimos compartiendo la vida con ella), sino la que fue para nosotros entonces, con sus semejanzas y alguna sorprendente diferencia con el hoy.

Sin embargo, la reposición de esa película no acaba ahí, sino que también aparecemos nosotros mismos en aquella época. Como si de una vieja versión propia se tratara, nos vemos en conexión con ese objeto; es más, nos notamos como éramos entonces y a la vez, sentimos la diferencia del tiempo. Podemos incluso notar físicamente la presencia de ese “yo” que sigue en nosotros y que es la esencia de una época de la historia de mí mismo. Por un instante mágico, el pasado y el presente se miran en el espejo de ese objeto. La historia revive en movimiento, sentimiento, pensamiento y sensación.

Así que dichos objetos ejercen una influencia, porque activan partes de nosotros a las que ya no podemos acceder espontáneamente, que con el paso del tiempo se convierten en cerraduras sin llave. Y también activan esas partes en relación con aquellas personas, de modo que el recuerdo repentino de su olor, de la sensación de su tacto a través de ese objeto, se acerca mucho a un reencuentro. Puede ser una experiencia maravillosa o como destapar una alcantarilla, pero esa sensación honda nos retrata como seres profundamente vinculados a los símbolos de nuestra historia, hitos insignificantes capaces de trazar el mapa de quiénes somos íntimamente, históricamente e incluso espiritualmente. Al fin y al cabo, no deja de ser alucinante cómo un silbato, por ejemplo, puede convertirse en una máquina del tiempo.