IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

En defensa del derecho más íntimo

Cuando pensamos en tener miedo, nos viene a la cabeza la imagen de alguien congelado sin mover un músculo o que sale corriendo en sentido contrario, hacia lo conocido. Siendo más sutiles, alguien que evita tomar una decisión (congelando la mente) o decide no emprender ese cambio, sino afianzar su postura anterior (salir corriendo hacia lo conocido). Ambas decisiones pueden ser fruto de la voluntad, motivadas por el resultado de un análisis concienzudo del estado de las cosas y, al mismo tiempo, cuando el miedo aparece, da forma a dicha voluntad hacia la acción que preserve nuestra integridad. El miedo es una fuerza emocional determinante a la hora de acercarnos a o alejarnos de una situación ambigua, y junto a él, otra fuerza se activa en esas encrucijadas que nos pone la vida: la curiosidad.

Si observamos a una niña de unos tres años, estas dos fuerzas la guían por su entorno cercano. Y entre ambas, midiendo el impacto y la importancia de lo que va encontrando, se instala la sorpresa, el asombro. Entonces, la boquita se le abre casi tanto como los ojos ante algo nuevo y, superando su temor, se acerca muy despacio a participar de lo que sea que se haya cruzado en su camino, observando las reacciones de los adultos.

Años más tarde y por multitud de razones, la curiosidad y el miedo empiezan a relacionarse de forma diferente y la precaución, el temor o la preocupación se adelantan, al mismo tiempo que los modelos externos van disminuyendo. Quizá como adultos nos es más difícil girar la cabeza y encontrar miradas de aliento para que participemos de aquello que nos da curiosidad. Quizá la mirada ya es solo la nuestra, hayamos podido o no incorporar ese aliento a nosotros mismos con frases como «aunque tengas miedo, prueba de todos modos, no va a pasar nada terrible». Y a la vez, los otros y la “sensatez general” no lo ponen nada fácil y el mundo poco a poco se convierte en un lugar con creciente peligro.

Cuando la balanza se inclina de este lado, la exposición constante a estas sensaciones termina teniendo un silencioso efecto sobre nuestra curiosidad, sobre el ímpetu hacia la aventura, disminuyen nuestros descubrimientos potenciales y el mundo se nos reduce a un conjunto de precauciones un tanto insípidas e incluso deprimentes.

Quizá entonces, tras esa insatisfacción, lo que esté empezando a dejar de ser “sensato” sea ceder tanto terreno propio a las amenazas potenciales y a la seguridad. Quizá entonces sea el momento de salir en defensa de uno mismo, de una misma, y construir por dentro una reserva natural para la curiosidad. Es un bien precioso, porque es la expresión de un impulso vital, irrenunciable en el fondo. Cercarlo pensando en las veces que hemos dejado de hacer algo que nos gustaba «por si salía mal» y evaluar los costes y beneficios que ha tenido, las probabilidades de haber disfrutado frente a la certeza de haber renunciado.

Merece la pena preservar esa parte menos razonada, más visceral de nuestra persona e interés, porque probablemente sea una de las expresiones más espontáneas de quiénes somos. Valga la siguiente metáfora. El temor de darnos el permiso de zambullirnos en nuestras curiosidades aventureras –por lo menos un rato– se cuela como una planta invasora que hay que ir arrancando para que no colonice, destruyendo el ecosistema. Porque merece la pena ser precavidos, pero no a costa del ímpetu de vivir, no a costa de nuestra capacidad para asombrarnos, de la confianza en nuestra propia acción de descubrir, de disfrutar de ello, de estar alegres. Y parece mentira, pero a veces tenemos que defender nuestro derecho a sentirnos vivos, «defender la alegría como una certeza/defenderla del óxido y la roña/de la famosa pátina del tiempo/del relente y del oportunismo/de los proxenetas de la risa», como señala Mario Benedetti en “En defensa de la alegría”.