Mertxe Aizpurua
la memoria de la tierra

Emociones a pie de fosa

Las fosas del franquismo no enterraron únicamente a muertos. Acumularon piedras y tierra sobre ellos y los mutaron en desaparecidos, en existencias suspendidas en un limbo extraño y frío. Al abrirse un enterramiento no solo se rescata a quien ha permanecido bajo paletadas de piedra y barro durante años; se recupera también la historia de descendientes que pueden reconstruir el pasado familiar a partir de aquello que sucedió no se sabe dónde, no se sabe cómo. Es la evidencia lo que permite abrir un caudal de emociones que se liberan a pie de fosa. Hablamos con el antropólogo forense Paco Etxeberria del ambiente que se crea cuando la memoria de la tierra se abre de par en par.

Seguir los pasos de una exhumación en una fosa del franquismo es una experiencia intensa. Desde arriba, donde se colocan quienes van a observarla, se obtiene una perspectiva especial. En la zona acotada manos expertas retiran la tierra. Lo hacen lentamente. La escena tiene un aire de intervención quirúrgica, aunque la atmósfera carente de urgencia provoca la impresión de que el tiempo se ha detenido. Hasta que algo queda al descubierto. A ojos inexpertos, pudiera ser parte de una raíz, quizá una piedra. El forense Paco Etxeberria, que dirige la exhumación, lo ha visto en menos de una décima de segundo: «Es el coxis». Señala la dirección a la joven voluntaria de la Sociedad de Ciencias Aranzadi: «Sigue por aquí. Aparecerán las dos piernas». Será el primer esqueleto rescatado en la fosa de Olabe, un lugar en el que presos huidos del Fuerte San Cristóbal (Iruñea) fueron apresados y muertos en 1938. Aparecerán más y, al día siguiente, serán un total de catorce. Los miembros de Aranzadi, armados de instrumental simple –pequeñas brochas, pinceles, horquillas y espátulas– remueven con suavidad la tierra en una actividad que requiere posturas físicas complicadas. Algunos llevan casi dos horas en la misma posición, boca abajo o en cuclillas. La tierra se va retirando en cubos con cintas de colores diferentes. Las cintas identifican al voluntario que la ha retirado y, consiguientemente, al individuo al que corresponde.

Todo lo que ocurre en torno a una fosa cobra aire de ceremonial. Con el mismo cuidado con que se amortaja a un muerto, allí, a pie de fosa, los técnicos de Aranzadi limpian con delicadeza extrema cada vértebra, cada fémur y cada cráneo horadado. Tanta atención que, terminadas las labores, los esqueletos afloran a la superficie revestidos de apariencia humana. Llegados a este punto, nadie que haya accedido al lugar puede ver solo huesos en la fosa.

Previamente, quienes se dedican a la paciente labor de cribar la tierra en cedazos, clasifican en bolsas pequeñas partes óseas y algún objeto que va saliendo a la luz: botones, monedas y retazos de tela son los más habituales. Cada descubrimiento emociona. Cualquier cosa que se encuentra, por nimia que sea, es importante si nada es todo lo que había hasta que han sido encontrados.

Paco Etxeberria ha vivido esta situación infinidad de veces y, en muchas de ellas, con familiares que observan expectantes. Dice que las vivencias en esos escenarios son infinitas. Destaca, no obstante, un rasgo común que acompaña a la general conmoción: «Lo más fuerte que yo he oído decir a un familiar cuando se enfrenta a la fosa es ¡qué injusticia!». Ni accesos de ira, ni insultos, ni palabras de venganza. «Lo que dicen es, simplemente, qué injusticia. Y qué injusticia –remarca Etxeberria– significa que su vida, la de toda su familia, la de la abuela que quedó viuda y tuvo que mendigar para sacar adelante a seis hijos, y a la que, una vez terminada la guerra, le robaron la mula y la huerta… toda esa vida, la vida de todos ellos, habría sido distinta». «Esta carga humana que se vive en las exhumaciones arrastra a otro estadio a todos los que hasta esos momentos miraban a la fosa. Esto es lo que en realidad impresiona de verdad –indica–. No es el cráneo que yo enseño, con su orificio de entrada, sino todo esto que ocurre alrededor y de lo que todavía no se ha escrito de manera suficiente».

Recuerdos y oportunidades. Etxeberria está convencido de que todavía no se entiende bien de qué trata la memoria histórica, «excepto algunos, que sí lo entienden y por eso les preocupa tanto su reivindicación». «La memoria histórica no trata de hablar de la historia, sino del recuerdo, el sentimiento o la exigencia que tienes hoy. La memoria histórica alude a cosas del pasado, pero es una cuestión que reivindica cosas en el presente; y lo que reivindica es una injusticia desatendida intencionadamente durante tantos años». Tanto durante la dictadura franquista como después.

El experto forense subraya las «oportunidades» que crea el momento de la exhumación, como el homenaje improvisado que se tributa una vez han salido ya los restos. A veces llegan personas cuya presencia no estaba prevista: «Algunas familias se sorprenden cuando ven gente que nunca hubieran creído ver allí, porque, como dicen, eran de los otros…». Se refiere también a otro efecto que, para Etxeberria, tiene importancia capital: «Cuando días después, alguien se acerca a esa mujer, a ese hijo y le dicen algo que nunca antes le habían dicho: ‘María, todos sabíamos en el pueblo lo que había pasado con tu padre; yo nunca te lo había dicho, pero creo que realmente fue muy injusto’. Esto, para la familia, adquiere una importancia incluso superior al certificado o registro oficial que puedan darte».

Oportunidades propiciadas, como la de expresar públicamente lo que se ha mantenido en silencio durante años. «Recuerdo una exhumación que fue absolutamente impresionante. Estaba grabando una televisión austríaca, y en medio del silencio, llegó de pronto una señora muy anciana. Pasó despacio, caminando, apoyada en su bastón. Un vecino del pueblo la reconoció : ‘Doña María, diga usted lo que sabe. Dígalo ahora’. Miró a unos y a otros, no conocía a muchos y, de golpe, se paró ante la fosa y lo soltó: ‘Fueron Andrés y el Rubio, ellos les cogieron y se los llevaron’. En setenta años no había tenido oportunidad de contarlo en público. Allí lo soltó todo. Para los familiares de los asesinados que estaban allí, que desconocían cómo había pasado, es importante saber la historia. Importante y necesario».

Por eso la labor que realizan ni empieza ni termina en la exhumación. El protocolo de Aranzadi contempla un apartado que, para Paco Etxeberria, tiene singular relevancia. Es la recogida de testimonios que acompaña a cada informe. Han recogido más de quinientos, en un terreno en el que, en ocasiones, se hace difícil hablar. Para muchos es la primera vez y, cuando se ha callado tantos años, cuesta encontrar las palabras. «Es más fácil preguntar a una persona ajena sobre estos hechos que a alguien de tu propia familia. Esa es la razón por la que cada uno de nosotros no hemos sabido preguntar suficientemente en la nuestra. Nosotros entramos como personas ajenas y, además, como expertos o investigadores y eso facilita las cosas. Hay de todo, gente que no tiene mucho más que decir y gente que te lo dice todo».

La penosa carga de años de presión brota a menudo en muchas exhumaciones. Se percibe más fuera de Euskal Herria. Etxeberria todavía se muestra impresionado al recordar la de Uclés, en Toledo. «Ante la fosa, la hija contó su relato. De niña pensaba que su padre era un asesino, un violador, un rojo, que si lo habían matado estaba justificado porque él era lo peor. De alguna forma le hicieron ver que lo mejor que le podía haber pasado era que lo mataran, pero con diecisiete o dieciocho años se dio cuenta de que a su madre, que era una buena persona y no hacía daño a nadie, la seguían insultando y haciendo sufrir cuando salía de casa. Cambiaba de acera si aparecían los falangistas del pueblo, que no perdían ocasión para pegarle en la calle. A medida que se hizo mayor, adquirió conciencia de aquella gran injusticia. La forma en que lo explicaba era demoledora».

Aprovecha el momento para poner el acento en las vivencias personales: «Hay historiadores que sostienen que de la Guerra Civil está todo dicho. Sí, quizá de las heroicidades de quienes ganaron la guerra y de las heroicidades de quienes la perdieron. Eso es lo que está dicho. Lo más fácil es investigar cuánto pesaban las bombas que echaron en Gernika. Ahora bien, quizá resulta que todavía no sabemos nada de los niños que quedaron mutilados por las bombas de Gernika, cómo vivieron ellos y sus familias sus vidas».

Llorar de alegría. Hay emoción y llanto entre los familiares cuando aparecen los restos óseos y también en otro momento clave, el de la entrega en cajas con su nombre. Es, sin embargo, un llanto de alegría. «Aunque sea simplificarlo mucho –matiza–, en las fosas se produce algo que las mujeres que han sido madres pueden comprender perfectamente. Y es que cuando dan a luz un niño, lloran de alegría. Es algo tremendamente contradictorio, que sucede muchas veces ante la fosa. Ese contraste brutal que se produce cuando tú sabías que eso era así, que tu abuelo, tío o padre estaba allí, pero lo estás viendo ahora, y además, estás rodeado de una serie de personas que te están comprendiendo. Es impresionante».

Tras la recuperación de los restos, se realizan las pruebas de ADN para proceder a la identificación, pero el forense donostiarra es taxativo en este aspecto: «Viendo todo lo que sucede en torno a una fosa, lo del ADN es lo menor. Es todo lo demás lo que tiene importancia colectiva y, cuando digo todo lo demás, me refiero a que hay una gran injusticia que no se ha atendido».

Con todo, el paso del tiempo y la accesibilidad a las pruebas de ADN ha hecho que las expectativas de los familiares se acrecienten. «Al principio, cuando empezamos con las exhumaciones en el 2000, el informe en el que constara el nombre y apellidos del padre era suficiente para satisfacer a las familias. Eso ya era mucho; sobre todo porque hay muchos casos en los que nunca antes su nombre había aparecido registrado en ningún papel, en ningún lugar. En la medida en que ha empezado a haber financiación, es lógico que quieran recoger los restos. Ha habido casos en los que los familiares, una vez abierta la fosa, decían que no les importaba quién de los diez que estaban allí era su padre, que todos ellos eran su padre. Las pruebas de ADN no eran algo accesible entonces. Ahora sí importa; quieren saber quién es y desean una entrega individualizada de los restos. Aunque luego se vayan a enterrar todos juntos, como ocurrió en Urbasa, que fueron devueltos a la sima porque las familias consideraron que, si corrieron el mismo destino, lo mejor era que siguieran juntos».

Objetos que hablan. Los huesos testimonian lo sucedido, pueden contar al forense la edad o las dolencias sufridas, pero el rescate de objetos personales supone toda una impresión en los familiares. «Es bastante usual que queden botones de nácar o trozos de ropa, pero cuando aparecen, por ejemplo, las tabas para jugar que llevaba en el bolsillo, la emoción es indescriptible». Desde monedas que caminaron ocultas en la suela de la alpargata, minúsculas llaves o un cubierto con cuchara y tenedor unidos, todos los objetos hablan de la persona que los portaba y ayudan a reconstruir, aunque solo sea en un detalle mínimo, la vida que alguna vez vivieron. «Hay familias que no tienen más testamento o herencia de esto que una foto sacada tras la exhumación –explica–. Por eso, los documentos oficiales que hablan de esa persona adquieren, por sí mismos, un valor extraordinario, y que aparezcan objetos tiene un valor inmenso».

De entre los objetos, son los lápices los que provocan una impresión más profunda en Paco Etxeberria. Sobre todo si pertenecían a alguien que estuvo encarcelado. En su despacho de la Sociedad de Ciencias, abre uno de sus ficheros y extrae de él un lapicero. Observa que ha sido afilado a navaja, y que perdura tal y como estaba instantes antes de que mataran a su propietario. «Este es el lápiz con el que se escribe desde el frente o desde la cárcel a la madre o a la novia» indica. Seguido, apostilla: «Porque las cartas que se escriben desde la cárcel se dirigen casi siempre a mujeres; son las que sujetan la familia y la identidad del grupo». Años después de encontrarlo, llevó ese lapicero al acto de inauguración de un curso académico en la UPV. «Acabé la conferencia poniéndolo en manos del rector, que quedó impactado. Le dije que instituciones como la Universidad también tenían la responsabilidad de atender este tipo de cosas».

Muestra un tintero con tinta en su interior recuperado en Peña Lemoa, monedas de dos pesetas del Gobierno de Euzkadi –parte de la paga recibida en el frente de Larrabetzu–, o la hebilla del cinturón de un gudari, con el escudo vasco, hallado en las primeras exhumaciones realizadas en Gipuzkoa. De este último se hicieron reproducciones para homenajear a los últimos gudaris de la Guerra del 36.

Pone de manifiesto que, de alguna forma, todo lo que se hace en torno a la fosa persigue conocer más a los vivos a través de los muertos. «Es lo que más fuerza tiene del trabajo que hacemos. Después, en el laboratorio hablamos de metacarpianos y metatarsianos, de ADN mitocondrial y todo eso… pero no, ahí no está la clave. La clave está en otro montón de cosas, que giran alrededor. La clave está en que un cantante de rock como El Drogas componga un disco sobre este particular, en que se hayan escrito novelas, filmado documentales, se organicen cursos de verano, se elaboren tesinas... Eso es lo que importa. El interés social».

La cara amarga también existe. Se presenta con toda su acritud cuando una prospección no da los resultados esperados y hay que abandonar la búsqueda. «Eso es terrible. Lo paso muy mal y, la verdad, a veces da miedo pensar que quizá estamos creando falsas expectativas». Por eso insiste en que, por mucho esfuerzo técnico y humano que se haga, «ni vamos a encontrar todas las fosas, ni vamos a poder identificar todos los restos». «Hay localizaciones en las que hemos fracasado –explica–, no hemos encontrado la fosa que teóricamente estaba allí. Nunca han sido noticia. Los familiares lo llevan mal; reaccionan con un disgusto terrible y a nosotros nos queda siempre la duda de que quizá pueda haber otra opción. Ahora mismo nos está pasando en una prospección en Nafarroa. Hemos ido cinco veces; mañana vuelve a ir el equipo. Todos dicen que está ahí… Y no sale».

De cada fosa abierta, Paco Etxeberria se lleva consigo una piedra; una piedra como la retratada en la portada de este mismo 7k. Un ritual que algunos familiares han emulado al observar al forense. «La piedra que me llevo es una de las miles que se utilizaron para ocultar el crimen. Porque no solo los mataron; trataron de ocultarlos y, cuando lo hicieron, pensaron que jamás serían encontrados. Los muertos no fueron entregados a las familias como sucede en una guerra regular. Aquí se escondieron los crímenes. Por eso me quedo con una piedra de cada sitio, porque es una satisfacción personal haberlos encontrado». Las conserva todas e, intencionadamente, no las identifica. Cada piedra representa una tumba, unos crímenes que se ocultaron y la determinación que consiguió sacarlos a la luz.