Jaime Iglesias
Elkarrizketa
Darío Fo

«Cualquier intento de regeneración debe empezar por uno mismo. Solo así podemos revestirnos de la autoridad moral necesaria para obligar a nuestros gobernantes a cambiar»

Aunque pueda resultar una paradoja, a sus 90 años, Darío Fo (Sangiano, Lombardia, 1926) es un hombre ocupado, muy ocupado, y no en un modo pasivo. Lejos de permanecer recluido en su casa de Milán alumbrando nuevos textos (lo cual sigue haciendo, como lo prueba la reciente publicación de su segunda novela, “Hay un rey loco en Dinamarca”), el premio Nobel se pasea a lo largo y ancho de Italia con un despliegue de actividades diversas que hablan de su compromiso cívico. De un lado están los seminarios y talleres que imparte, preocupado por trasmitir a las nuevas generaciones de intérpretes y dramaturgos la necesidad de incidir en un teatro crítico de raíces populares. Por otra parte está su activismo político que, en estos últimos años, le ha llevado a apoyar abiertamente al movimiento “5 estrellas” del cómico Beppe Grillo, con quien se deja ver ocasionalmente en mítines y actos diversos. Pero para Darío Fo lo más importante es predicar con el ejemplo, de ahí que, nonagenario y todo, se haya enrolado en una gira representando el texto que, de entre todos los que ha escrito, quizá sea el que mejor defina sus inquietudes: “Misterio bufo”.

Lejos de ser un texto cerrado, esta obra, escrita a finales de los años 60, propone un espectáculo abierto con el que Darío Fo homenajea a los juglares medievales en contenido y forma. No solo rescata, adaptándolos a los nuevos tiempos, algunos de los textos con los que estos trovadores buscaban entretener al pueblo sino que, y sobre todo, pone en valor su alcance satírico contra los estamentos de poder. De este modo, su teatro, como el de aquellos juglares, termina por erigirse en una suerte de manifestación política, en un acto de resistencia.

La cita con Darío Fo es en Milán, su ciudad, a pocas horas de subirse al escenario para una nueva representación de “Misterio bufo”. Aunque su agenda nos obliga a concertar la entrevista con dos meses de antelación, una semana antes de la función, un pequeño problema de salud que amenaza la integridad de su voz (lo que para un cómico resulta fatal), le disuade de atender a los medios. Sin embargo, al final conseguimos que hable con nosotros bajo la promesa de que si, en mitad de la conversación, siente que su voz no le responde, el resto de las preguntas nos las podrá contestar por escrito, como finalmente sucede. Y es que ver a Darío Fo, a sus 90 años, vaciarse durante casi dos horas sobre el escenario, amén de resultar conmovedor, nos hace comprender que para él, más allá de otras coyunturas, su auténtica prioridad la constituyen sus espectadores; ellos son los únicos ante los que siente que no puede fallar.

En una entrevista reciente, usted confesaba que desde hace tres años ha incrementado su ritmo de trabajo ante la necesidad de dar ejemplo. ¿Volver a poner en escena «Misterio bufo» responde a esa exigencia?

Para mí, mi trabajo no es únicamente un modo de vida: casi constituye una manera de ser y de estar, una exigencia cívica. Desde este punto de vista, creo que volver a esta obra que, desde su estreno hace casi cincuenta años, ha sido vista por centenares de miles de espectadores, responde a una necesidad política más que artística. Los temas que abordo en “Misterio bufo” son atemporales, nunca dejan de estar de actualidad, ya que, por desgracia, nuestra dignidad como ciudadanos sigue estando amenazada por parte de los poderosos y ese es un riesgo que no debemos obviar y que nos debe hacer permanecer siempre alerta.

Usted, en esta obra, lleva a cabo una reivindicación de la figura del juglar atendiendo a su función histórica de tomar prestada del pueblo la rabia, la indignación, para devolvérsela filtrada a través de lo grotesco, de la sátira.

Sí, y yo creo que esa debería ser, en definitiva, la función última del teatro, al menos de aquél teatro que a mí me interesa hacer. Nosotros (el plural incluye a su mujer, la actriz Franca Rame, fallecida hace tres años) nunca hemos pretendido adoctrinar al público; al contrario, es el propio público el que nos ha venido dando la pauta de los temas y argumentos que le preocupan y sobre esa exigencia hemos construido nuestros espectáculos. Cada función que hago quiero que sea una expresión directa de esa indignación latente entre los espectadores, entre la ciudadanía.

Desde ese punto de vista, ¿cree que la figura del juglar resulta hoy más necesaria que nunca?

Según yo, sí; pero, por desgracia, esa indignación que debería de alentarnos, que debería ser motor de cambio, cada día la percibo más atenuada, tanto entre los artistas como entre los ciudadanos. Muchos, en lugar de informarse y de dotarse de argumentos para la réplica, prefieren mirar para otro lado y dejar las cosas correr. De este modo, lo que se consigue es que desde los centros de poder sientan que tienen el camino despejado para imponernos aquellas políticas que mejor se ajustan a sus propios intereses.

¿No cree, sin embargo, que cada vez son más quienes optan por tomar del pueblo la rabia y devolvérsela amplificada de una manera irresponsable, populista y, sobre todo, trágica en lugar de bufa?

Bueno, quizá se impone aclarar qué entendemos por populismo, porque el concepto viene de la palabra «pueblo» y tiene que ver con la exaltación de aquellos valores en los que el pueblo se reconoce. Visto así, no entiendo que un concepto tan noble se asuma en términos tan negativos. Parece como si quienes apelasen a esos valores fueran un ejército de demagogos, de personas carentes de escrúpulos que únicamente buscan enardecer a las masas, pero para mí es justo al contrario. Son aquellos políticos que previenen contra los riesgos del populismo los que más se aprovechan de los más íntimos temores de las personas buscando, para sí, réditos electorales. Basta con ver cómo manipulan al ciudadano con cuestiones sensibles, como la tragedia vivida por miles y miles de personas desesperadas que, cada día, llegan hasta nosotros buscando una nueva vida y que son tratadas sin el más mínimo respeto a su dignidad y juzgadas por el color de su piel.

Precisamente a ese perfil de políticos me estaba refiriendo cuando le planteé la pregunta. Porque frente a tanto discurso tremendista, ¿qué valor concede a la sátira como gesto político?

Pues un valor alto, pero eso tampoco constituye ninguna novedad. Siempre ha sido así. Desde la época de los primeros juglares, la carcajada se ha demostrado el camino más directo para burlarse del poder y confrontar a los ciudadanos con las injusticias llevadas a cabo por los gobiernos. En el siglo XIII, el poeta Ciullo d’Alcamo fue de los primeros en adaptar sus versos a un dialecto vulgar a fin de que su denuncia contra la infamia perpetrada en Sicilia por el emperador Federico II pudiera ser asumida y compartida por las clases populares. Su legado siempre ha sido un punto de referencia para mí.

¿Y no cree que esa percepción del humor como elemento para la forja de un pensamiento crítico entre la ciudadanía cotiza actualmente a la baja? Basta con ver, por ejemplo, la evolución de la comedia cinematográfica italiana. De aquél cine satírico y crítico de los Risi, Monicelli o Germi se ha pasado a un modelo de comedia de lo más banal.

Estás hablando de dos tradiciones completamente diferentes cuyo modelo de inspiración resulta antitético. De un lado, está la obra de los grandes maestros de nuestra cinematografía, quienes se servían de la comedia, en la acepción más noble del término, para espolear al espectador, para despertar en él un atisbo de conciencia crítica. Por otra parte, están esas películas que pretenden funcionar por acumulación de chistes, cuya aspiración es justamente la contraria. Es decir, pretenden saciar, cuando no directamente adormecer, a la ciudadanía para que esta, en su modorra intelectual, sea incapaz de detectar la estafa a la que se la somete diariamente. Y, aún en el caso de detectarla, se vea impotente para responder.

De ahí la justa y necesaria reivindicación de la juglaría. Pero dígame una cosa: ¿según usted el juglar viene a ser, por definición, una figura insobornable o existe el riesgo de que pueda desarrollar su labor al servicio no del pueblo sino de los poderosos?

A lo largo de mi carrera he conocido a muchos cómicos que, haciendo gala de un gran coraje, optaron por poner de manifiesto desde el escenario la corrupción existente entre los círculos de poder. Ocurre que habiendo logrado un cierto éxito, muchos se dejaron comprar, casi como si fuese un paso natural en sus carreras. Con todo, lo peor no fue eso sino su incapacidad para reconocer que habían abandonado sus postulados. En vez de eso, se dedicaron a ejercer de bufones a sueldo alabando las bondades de sus nuevos jefes con frases tipo: «¡Por fin nos encontramos ante alguien capaz de poner en práctica las reformas que todos llevamos anhelando tanto tiempo! ¡Aleluya!, ¡Aleluya!». De esta manera terminaban por conminar al pueblo a seguir como borregos al líder de turno, aunque supieran de antemano que eso nos conduciría al abismo.

Entonces la esperanza quizá sería la de encontrar un gobernante capaz de asumir las funciones redentoras que se le presuponen al juglar ¿no? Usted mismo, en su última novela, «Hay un rey loco en Dinamarca», pone el foco en la historia de Christian VII, un monarca con alma de poeta.

Desafortunadamente, entre la gran cantidad de saltimbanquis que pueblan la escena política actual, resulta difícil llegar a encontrar a alguien con ese punto de inconsciencia y de locura que tuvo Christian VII de Dinamarca a la hora de ventilar una corte que olía a cerrado e impulsar un nuevo modelo de organización política. ¿Cómo exigirles eso, hoy, a quienes son esclavos de las grandes corporaciones financieras? Toda su carrera política se la deben a ellas.

¿Y entonces? ¿Cuál sería la alternativa?

La única opción que nos queda es la de encontrar a alguien entre quienes, hasta la fecha, han permanecido ajenos a ese infame juego de intereses. Alguien limpio, sin un pasado político, que no se sienta en el deber de tener que rendir cuentas ante nada ni ante nadie, únicamente ante los ciudadanos que lo han elegido. Ese sería, hoy por hoy, el mejor perfil de gobernante del que nos podríamos dotar.

Volviendo a la novela ¿Cómo llega usted a esta historia? ¿Qué fue lo que le interesó del personaje?

Todo partió de una investigación que llevó a cabo mi hijo Jacopo. Cuando conocí la existencia de este monarca, lo que más me sorprendió es que, medio siglo antes de que aconteciera la Revolución francesa, hubo un rey en Europa que, a pesar de ser considerado por su pueblo un cabeza loca o, peor aún, un tonto sin remedio, trajo consigo la modernización del país mediante el reconocimiento de una serie de derechos civiles que convirtieron, de facto, a sus súbditos en ciudadanos. Lo más curioso, sin embargo, fue que todo esto lo consiguió sin alentar ninguna revuelta popular ni propiciar el derramamiento de sangre. Simplemente fue capaz de reunir a la nobleza del país y a los terratenientes y decirles: «Señores, ¿hemos de perpetuar por más tiempo una situación de abuso que, tarde o temprano, conducirá a los oprimidos a plantear sus demandas de justicia social mediante el uso de la violencia? No, mejor vamos a intentar cambiar las cosas antes de que las cosas terminen por cambiarnos a nosotros».

En la novela desarrolla un triángulo sentimental en cuyos vértices, junto a la locura del rey, cabe encontrar la razón de Estado de su primer ministro, Struensee y el amor incondicional de su esposa, la reina Carolina. ¿Locura, razón y amor son siempre necesarios para impulsar los grandes cambios sociales?

Bueno, en aquel caso se dio así, pero yo diría que se trata de tres elementos totalmente divergentes. A veces, al fusionarse, pueden inspirar grandes acciones de cambio, pero solo a condición de poner reglas estrictas para que, en ningún caso, uno prevalezca sobre los otros.

Lo que también llama la atención de la novela es la constatación de que en el siglo XVIII se daban los mismos vicios que cabe encontrar hoy vinculados al poder político: nepotismo, evasión fiscal, contratos turbios... Ver lo poco que hemos cambiado en todos estos años ¿no le hace perder la esperanza en la capacidad de regeneración del ser humano?

Lo que puede llegar a entristecerme es lo que te decía antes: la impasibilidad, la apatía del ciudadano a la hora de dejar que las cosas permanezcan como están. Al final, todo depende de si tenemos, o no, voluntad de cambio. Lo primero que debemos hacer es informarnos, tener elementos de juicio que nos permitan ser capaces de analizar nuestra situación. El conocimiento nos hace libres. El segundo paso sería erigirnos en portavoces de nosotros mismos, liderar nuestro propio proyecto de vida no dejando que sean otros los que decidan por nosotros.

¿Pero no cree que puede llegar a ser frustrante para el ciudadano asistir, generación tras generación, a la certificación de la famosa frase de «El gatopardo» que decía: «Si queremos que todo permanezca como está, es necesario que todo cambie»?

Yo nunca he visto un componente cínico en esa declaración. Al contrario, lo que subyace en ella es la idea de que cualquier cambio, cualquier intento de regeneración, debe empezar por uno mismo. Solo así podemos revestirnos de la autoridad moral necesaria para obligar a nuestros gobernantes a cambiar sus líneas de actuación. Luego el alcance de esos cambios podrá ser mayor o menor, generará ilusiones o decepciones, pero lo importante es que haya voluntad de cambio. Cualquier otra actitud nos lleva a aguardar que las cosas se pudran, a pretender que todo caiga por su propio peso y a esperar que los cambios se produzcan sin tener que mover un dedo.