Mariasun Monzon
Elkarrizketa
Vicente Serrano Marín

«Facebook es una fábrica de identidades a gran escala»

Facebook no es como nos lo venden. Ni es gratuito ni es inocuo. El profesor y ensayista Vicente Serrano Marín (Valladolid, 1959) analiza en su último libro el fenómeno de las redes sociales y cómo estas han comenzado a formar parte de nuestras vidas, «hasta el punto de encontrarnos con personas que buscan en el entorno digital un bienestar que no creen poder alcanzar en la vida real». Más allá de los conocidos riesgos de control y manipulación, “Fraudebook: Lo que la red social hace con nuestras vidas” es un ensayo que indaga en las dimensiones ocultas y aparentemente inocuas e inocentes que articulan la vida en Facebook: la idea de biografía, el concepto de amistad, la aprobación del «Me gusta»...

Licenciado en Derecho y Filosofía, Vicente Serrano Marín compatibilizó durante un tiempo el trabajo como abogado de oficio con la docencia. En la actualidad, es profesor en la Universidad Austral de Chile, donde dirige el Instituto de Filosofía y la Escuela de Graduados de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Especialista en filosofía clásica alemana, ha editado y traducido a autores clásicos como Hegel, Fichte, Schelling o Nietzsche. En 2011 fue galardonado con el premio Anagrama de Ensayo con “La herida de Spinoza. Felicidad y política en la vida posmoderna”; y entre su obra ensayística destacan, además del anterior, títulos como “Nihilismo y modernidad” (2004), “Soñando monstruos” (2010) o “Naturaleza muerta. La mirada estética y el laberinto moderno” (2014). “Fraudebook” (Plaza y Valdés, 2016) es su último trabajo.

¿Por qué «Fraudebook»?

El título no deja de ser un juego de palabras. Trato de resumir de la forma más directa y expresiva posible el efecto «fraudulento» que se descubre en Facebook cuando se reflexiona sobre la distancia entre lo que dice ser y lo que realmente es. No se trata obviamente de un fraude en sentido jurídico, pero sí en el sentido de adulterar algunas dimensiones que no son tan perceptibles para los usuarios. La primera, el hecho de que aparezca como un servicio que, como se nos dice, es gratis y lo será siempre. Porque esa gratuidad no es tal si se piensa que el supuesto servicio lo es a cambio de ceder un producto, que es la intimidad y la vida afectiva del usuario convertidas en mercancía. Hay, además, otras dos dimensiones que me parecen falseadas y que son claves para la red porque la estructuran: la idea banal de amistad y de biografía que utiliza.

¿Se podría decir que Facebook es una fábrica de ficciones?, ¿una especie de gran Matrix?

La comparación con Matrix es muy oportuna en el sentido de que Facebook es también una fábrica de identidades a gran escala. Pero la diferencia más destacable es que Facebook las construye con información «real», al absorber y articular lo que el propio usuario entrega al dispositivo. En el universo digital, las fronteras entre lo que llamábamos ficticio y lo real se han modificado. Nadie podría decir que las identidades que construye cada usuario sean a partir de simples ficciones y que las «biografías» que resultan de ello sean ficticias; sin embargo, producen un efecto ficticio en nuestras vidas, hacen de ellas un artificio. Eso es más peligroso que la pura ficción en la hipótesis extrema de Matrix, porque en Facebook esa condición ficticia, artificial y fraudulenta queda oculta. El usuario se cree dueño de una realidad que aparentemente ha creado él y que sin embargo ya no es suya. Es una forma de «alienación», en el viejo sentido de esa palabra, que podríamos llamar «blanda», casi invisible y paulatina, pero enormemente efectiva.

 

En su libro comenta que Facebook es la versión digital de una «segunda naturaleza» y, como tal, una máquina de producción de moralidad de nuestro tiempo…

La expresión «segunda naturaleza» era la usada por Aristóteles para hablar de la vida moral y de la ética como una construcción de uno mismo. Facebook, como máquina, va objetivando nuestros impulsos afectivos plasmados en fotos, comentarios, expresiones... Todo eso se va depositando y va construyendo esa biografía que se ha convertido en pieza clave del dispositivo. Nos la encontramos ahí objetivada y reflejada, además, en comentarios de los otros usuarios, y finalmente reforzada mediante el uso del «Me gusta». Se trata de una segunda naturaleza, ahora, en un sentido literal, en la que aparecemos reflejados y respecto de la que corremos el riesgo de entregar nuestra tarea de hacernos a nosotros mismos, lo que constituye el corazón de nuestra libertad. Porque, en último término, aunque somos nosotros los que subimos los contenidos y somos libres y dueños de hacerlo o no, en realidad delegamos el resultado final en un dispositivo ajeno que se nos impone.

Usted defiende que Facebook se parece demasiado a una cuenta corriente y se reapropia de las dimensiones íntimas en términos acumulativos. ¿Puede afirmarse que el dispositivo es un banco/fábrica que produce y regula la afectividad?

En el libro uso las nociones de «fábrica» y de «banco» como metáforas. La palabra «cuenta» que inaugura el acceso a Facebook es la misma que se usa para el más usual de los contratos bancarios, que es la cuenta corriente. Y la estructura de funcionamiento es similar, solo que no se deposita dinero sino acontecimientos, sentimientos, opiniones... En definitiva, la trama afectiva de nuestras vidas, que se objetiva en un dispositivo creado para acumular ese tipo de «depósitos». A eso se le añade la tensión permanente por acumular adhesiones en forma de «Me gusta», que se ha convertido en una pieza clave de Facebook. El resultado de ello es que la tendencia acumulativa se interioriza y acaba por estructurar la identidad del usuario invadiendo una esfera que hasta ahora había quedado a salvo. Y la dimensión de fábrica tiene que ver con la riqueza que generan más de mil quinientos millones de usuarios a partir de esa vida que van depositando y que se convierte entonces en mercancía.

«Facebook es una máquina de hacer dinero… y tú le ayudas», titulaba recientemente un artículo del «New York Times». Se refería a los ingentes ingresos de publicidad de la red gracias a las interacciones de los usuarios. ¿Somos conscientes de esto los usuarios? ¿Dónde ha quedado el espíritu crítico del ser humano?

La red tiene algo más de una década de vida y todos hemos asistido a un crecimiento espectacular y hemos disfrutado de muchas de las ventajas que nos ofrece. El pensamiento y el espíritu crítico necesitan un tiempo para darse cuenta de lo que está en juego en los fenómenos, y una década es muy poco tiempo. Ahora empezamos a ver otras dimensiones, y mi ensayo es un intento en esa dirección. En todo caso, el espíritu crítico, el de la mejor Ilustración, no se ha modificado ni creo que llegue a morir, al menos mientras sigamos siendo humanos. Es la sociedad moderna la que lo hace constantemente mutando sus formas y obligando así al pensamiento a seguir esas mutaciones, a despojarlas de los efectos fraudulentos y de los espejismos que genera o de los efectos perversos y no previstos. Ha pasado otras veces con avances que, con el tiempo, fueron presentando su lado oscuro. De hecho, la mejor parte del pensamiento crítico de los últimos dos siglos ha tenido que ver con desvelar facetas ocultas de acontecimientos y fenómenos que al comienzo se consideraban extraordinarios beneficios.

¿Podríamos hacer una analogía entre la tecnología digital y las máquinas de la Primera Revolución Industrial?

Es sabido que el capitalismo industrial ha corrido paralelo a los avances de la Revolución Industrial. Cada impulso tecnológico da lugar a nuevas transformaciones que afectan al conjunto de la sociedad en todos los ámbitos y esferas. Lo digital es un avance más, una nueva vuelta de tuerca y, en mi opinión, una de sus primeras manifestaciones es el nuevo capitalismo de los afectos, esa posibilidad de conquistar el último estrato que creíamos ajeno al régimen de mercantilización generalizada. Las máquinas de la Primera Revolución hicieron posible la producción de lo que podemos llamar las mercancías tradicionales, más tarde masificadas para el consumo a partir de la llamada Segunda Revolución Industrial a finales del siglo XIX. La nueva tecnología digital desplaza la creación de riqueza al ámbito de la información y de la comunicación, generando una nueva mercancía como la que elaboran los usuarios de las redes sociales, y que da lugar a esa riqueza desde su afectividad.

¿Es Facebook una nueva expresión del capitalismo?

Lo primero que hay que considerar es que Facebook es una empresa que actúa en un mercado capitalista globalizado y que genera beneficios a partir de toda la información que se deposita en la red, información sobre la que el usuario cede derechos de uso y explotación. Lo llamativo y lo relevante es que su producción la generan los usuarios mediante la información de sus vidas. Como formalmente no son asalariados, cabe entender por analogía que su «salario» lo constituye el servicio que reciben a cambio de producir esa información. Pero esa información no es cualquier cosa, ni es tampoco una mercancía al uso del capitalismo del XIX que analizó Marx. Tiene que ver con la amistad y la biografía, con la vida afectiva e íntima. Lo que autores como Rifkin llaman «eclipse del capitalismo» a partir de la idea del coste marginal cero es, en realidad, una mutación del capitalismo, consistente en que el productor lo es sin ser consciente y bajo el espejismo de una mayor libertad. La libertad de la fuerza de trabajo para venderse se muta ahora en un nuevo grado de supuesta libertad de comunicación y expresión, pero integrada igualmente en la producción. Y la mercancía producida no es ya el producto clásico, sino la vida afectiva, pues en el caso de la red social esa producción lo es desde la afectividad, una esfera que tradicionalmente no era productiva ni había sido mercantilizada, al menos de ese modo masivo. Por lo demás, como señalaba más arriba, al interiorizar el principio acumulativo de forma transversal a creencias e ideologías, el capitalismo se convierte adicionalmente en una especie de pensamiento o mente común en la que todos habitamos.

 

¿Qué tiene Facebook que no tienen el resto de redes sociales? ¿Por qué es la expresión más exitosa de las redes sociales?

Creo que es la dimensión afectiva a la que me he referido de forma reiterada, el hecho de actuar sobre la amistad y la sociabilidad básica de los humanos y también el de ofrecer un espejismo de la identidad en interacción. Eso falta en las otras redes. A su vez, esa condición la ha convertido en una máquina publicitaria sin precedentes, que es lo que genera la riqueza y la expansión. Ambas dimensiones, publicidad y afectividad, se retroalimentan hasta alcanzar las dimensiones descomunales que hoy tiene lo que empezó como una simple red de estudiantes.

Es un hecho que las redes sociales, y Facebook en particular, tuvieron gran importancia en movimientos como el 15-M o las revueltas árabes. ¿Somos más libres hoy que hace veinte años, cuando no existían las redes sociales?

Facebook en cuanto herramienta de comunicación, como otros medios digitales, tiene una enorme capacidad para movilizar de forma instantánea. Eso se puso de manifiesto en los acontecimientos que menciona, como también en el movimiento estudiantil chileno del año 2011. Pero hay que preguntarse de qué modo moviliza y desde dónde, y eso lleva a una reflexión sobre lo que entendemos por libertad. Es sabido que hay muchos conceptos de libertad. Facebook ofrece, entre otras, esa posibilidad de movilización y comunicación, pero al precio de hacerlo en un formato que afecta a otra dimensión de la libertad, que es la capacidad de articular tu vida afectiva. En mi opinión, esta última es la fuente de todas las demás libertades, la más íntima. Y tengo mis dudas del valor de una movilización mediante un dispositivo que te inocula inadvertidamente una jerarquía de afectos y, al hacerlo, contamina ya todo lo demás.

Una de las críticas, quizá la principal, a Facebook es la falta de privacidad, sobre todo a raíz de 2013, cuando se descubrió que la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU y otras agencias de Inteligencia vigilaban los perfiles de millones de usuarios y sus relaciones con amigos y compañeros de trabajo. ¿Es este dispositivo el sueño cumplido de todo totalitarismo, el control absoluto de las biografías y las emociones de los ciudadanos?

Esa faceta de control es indudable y no afecta únicamente a Facebook, sino a toda nuestra actividad en el universo digital. Es de enorme importancia, pero yo no me ocupo especialmente de ella en el libro. A mí me interesaba destacar los aspectos más novedosos y menos evidentes o, si se prefiere, los más ocultos de lo que se llamó la sociedad de control. Lo decisivo no es tanto el aspecto represivo y de vigilancia, sino precisamente la apariencia de una ampliación de libertad que acaba por uniformar a los usuarios, incluso más allá de ideologías, creencias y de cualquier otra diferencia. Y eso se hace mediante la «fabricación» de las vidas, en el sentido en que podemos decir que nuestras vidas quedan articuladas en un mecanismo o dispositivo aparentemente inocuo, pero que finamente nos lleva a interiorizar una determinada manera de estar en el mundo.

¿Apuntala Facebook las ideologías dominantes, o todo lo contrario?

Es como un sumidero que aparentemente las absorbe todas. Eso me parece uno de los elementos más interesantes del fenómeno. Facebook surge en el seno de lo que se llamó la sociedad de la información, la cual a su vez iba acompañada del discurso en torno al fin de las ideologías, que en realidad era el predominio final de una de ellas, pero que se hacía invisible en su condición de ideología. Facebook refuerza y consolida definitivamente ese fenómeno. Aparentemente transversal y global, sus miles de millones de usuarios profesan religiones, creencias e ideologías muy diferentes y, sin embargo, todos ellos comparten el mismo dispositivo con las características que he descrito y se sitúan en el riesgo de interiorizar el discurso de esa ideología dominante que no se presenta como tal. Y en un sentido no es ya una ideología, sino otra cosa. Esa cosa nueva, que actúa en el mismo estrato donde operaban tradicionalmente las religiones, en el ámbito de la afectividad, es lo que hay que pensar…

¿Por qué esa necesidad de espectacularizar, o exhibir nuestra intimidad?

En Occidente estamos expuestos a las pantallas desde hace décadas y sabemos bien que quienes aparecen en las pantallas se convierten en semidioses. De pronto, gracias a la digitalización y las redes todos tenemos la posibilidad de alcanzar esa condición, o al menos ese es el reclamo. Por lo demás, la necesidad de comunicación, siendo una necesidad básica de los humanos, se alimenta de forma exasperada y acaba por convertirse en un fin en sí mismo, al margen del contenido a comunicar. Y es lógico que así sea, puesto que genera riqueza. Hay cierto paralelismo con la compulsión constante a producir y consumir las mercancías tradicionales. En este caso, esa compulsión afecta a la nueva mercancía y ahí se produce la espectacularización, que ha ido mucho más allá de lo que los clásicos de la Escuela de Francfort llamaron industrias culturales, o incluso más allá de lo que Guy Debord llamó sociedad del espectáculo. Ahora el espectáculo somos cada uno de nosotros y casi de forma constante, y justamente a partir de aquello que era lo que no se exhibía tradicionalmente.

Lo cierto es que hoy, en algunos ámbitos profesionales, el de la comunicación entre ellos, no eres nadie si no estás en Facebook…

Ese es el indicio del éxito de la red, pero también el síntoma de que no es lo que se nos vende como una simple herramienta de libertad que además, se nos dice, es gratis y lo será siempre. Hoy ya podemos afirmar que hay dos clases de usuarios. Los que siguen introduciendo en ella su vida afectiva, que es lo que hizo posible la expansión de la red en sus inicios, y los que se sirven de esa expansión. No digo que esto último no sea legítimo, pero sí creo necesario que el primer grupo adquiera conciencia de lo que la red hace con nuestras vidas, como señalo en el subtítulo de la obra.

En conclusión, ¿qué nos da y qué nos quita Facebook?

No hay duda de que es una potente herramienta de comunicación y expresión. Eso es incuestionable. Como tal, ofrece una ampliación de esa capacidad y necesidad humana, que, no olvidemos, es un derecho fundamental. La cuestión es el precio que se paga por ello. Y creo que ese precio es muy alto. Puede parecer excesivo, pero se podría afirmar que nos quita nuestra propia vida. El usuario vuelca en la red acontecimientos, pensamientos, sentimientos, estados anímicos; y estos le son expropiados para pasar a objetivarse en el dispositivo. Siendo más concreto, diría que nos quita nuestra intimidad y nuestro tiempo en términos generales, mediante la uniformidad a la que somete los aspectos más íntimos de nuestras vidas en ese dispositivo banal. A ello añadiría el riesgo de control de la información que subimos a la red y que perdemos para siempre. Más allá de eso, y en función de cada usuario, hay muchos casos en que genera ansiedad y perturba la propia identidad. En este punto está una de las claves de lo que yo trato de expresar en el libro.