IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Prisa por empezar

El verano trae un ritmo diferente de por sí. Todo aquel que haya intentado mantener su actividad regular durante el mes de agosto habrá comprobado que gran parte del resto del mundo alrededor parece haber mutado por un rato. Y al igual que a finales de año, no es extraño que mucha gente de esa que se ha tomado unas semanas de vacaciones vuelva con propósitos para el nuevo “curso”, con fuerzas renovadas, o todo lo contrario: temiendo a la rutina que ha estado ahí esperando a que la vida vuelva a regirse por el reloj en lugar de por el sol.

Artificialmente, al volver de un periodo estival, reajustamos incluso la velocidad a la que nos movemos para ir del punto A al punto B. La calma y la despreocupación dan paso –a veces drásticamente– a una prisa injustificada por acortar ese trayecto, para pasar a lo siguiente, y de ahí a lo que continúa y a la cama; y así hasta el próximo periodo de descanso.

De algún modo, hemos empaquetado el año en periodos, que nos dan estructura para organizarnos, pero que por otro lado nos “obligan” a adoptar unos modos que parecen ser exclusivos de uno u otro momento. Por ejemplo, nos cuesta regresar a la actividad regular manteniendo alguno de los beneficios adquiridos durante el descanso, o mantener la proactividad cuando empezamos a descansar. Entonces, estos periodos de actividad y descanso se convierten en momentos de todo o nada, en los que nos es difícil integrar incluso lo que nos gusta o pertenece y que normalmente reservamos para uno de esos momentos –y no el otro–.

Y ahora toca darnos prisa… como si algo nos esperara, y como si para lograrlo tuviéramos que separarnos de nosotros mismos, como si el ritmo de vida fuera “algo que hacer” en lugar de que ese ritmo sirva para cubrir nuestras necesidades. Nos subimos al tren rápido de la rutina también con cierta comodidad; la comodidad de lo conocido, aunque nos vuelva a resultar desagradable. En este curioso equilibrio, miles de personas pasarán este mes de setiembre con la queja como fiel de una balanza que es difícil decantar. Parece más asequible quejarnos de lo que nos espera y que no nos gusta un pelo antes que francamente diseñar un modo nuevo, no ya de vida, sino de estar en esa vida, que ayude a cubrir necesidades emocionales y personales cotidianas.

Evidentemente tenemos que trabajar, cuidar, organizar, esforzarnos, continuar afrontando los escollos insalvables, en fin, seguir viviendo nuestra vida, pero quizá no haya nadie que nos obligue a mantener el grado de tensión interna que nos hizo anhelar las ya pasadas vacaciones como agua de mayo, o como si no pudiéramos aguantarlo más.

Es una tarea individual –no exenta de dilema– observar la propia vida y detectar las fricciones que nos hacen caminar a paso cambiado a lo largo del año, y no hablemos de hacer algo con ellas. Pero sin llegar a una ejecución sumarísima de lo que nos incomoda –aunque a veces sea imprescindible–, quizá la vida no sea sufrimiento como en el pasado se empeñaron en que creyéramos, quizá el esfuerzo pueda disfrutarse o no pase nada si nuestra presión arterial no está por las nubes al hacer lo que tengamos que hacer en este inicio de año.

A veces los ajustes pueden ser mucho más sencillos y con consecuencias más asequibles que pegarle fuego a todo en términos de estilo de vida, aunque sea una fantasía también necesaria a veces. ¿Qué me sienta bien? ¿Haciendo qué me siento uno en lugar de estar dividido en dieciséis facetas? ¿Con quién quiero pasar más tiempo? ¿Qué facetas de mi como individuo quiero preservar pase lo que pase fuera? ¿Qué calma me reservo? ¿Qué estímulos? ¿Cómo quiero vivir a pesar de tener que hacer cosas que me desafían? Ojalá no siguiéramos asociando el descanso o el juego solo con las vacaciones… que siempre son pasadas.