Joseba Zabalza
nombres para recordar-gogoan hartzeko izenak

Una mirada cercana a las víctimas del conflicto vasco

Posiblemente, el fotógrafo navarro Joseba Zabalza no podría contabilizar la de kilómetros, tiempo y fotografías que ha dedicado al proyecto «Nombres para recordar-Gogoan hartzeko izenak» (Euskal Memoria Fundazioa), una labor de investigación plasmada en un libro de esos que obligan al lector a una lectura detallada. Las páginas de este trabajo, que recoge 105 casos, surgieron de la necesidad de rescatar del olvido a las víctimas silenciadas del conflicto armado y político vasco. Zabalza nos lo narra en primera persona en este reportaje.

Han pasado más de cuatro largos años desde que comencé este trabajo que parecía no tener fin. Algunas semanas tengo tres o cuatro viajes para presentar principalmente el proyecto a las familias; no tantos para fotografiar, que es lo que quisiera. Otras veces me quedo días esperando una respuesta. Hay que medir los tiempos con precisión, con un calibre que te ayude a mantener el equilibrio y dominar la ansiedad. Si te apresuras puedes dar la sensación de irrespetuoso, quizás importunar y cada cual tiene que tomar su decisión; y me muerdo las uñas, consciente e intranquilo de saber que todos andamos entre la aceleración, la improvisación y el despiste. Hoy por la noche tendré otro nombre en el morral, me voy acercando a la centena, aunque está claro que serán algunos más.

Esta mañana he quedado con Susi, la hermana de David Álvarez Peña, quien murió en 1977 custodiado en el hospital un mes después de resultar herido cuando atacaba las instalaciones de la monstruosa central nuclear de Lemoiz. La vez anterior que nos acercamos hasta el lugar, nunca había llegado más allá de donde empezaban las cargas de la Guardia Civil en las marchas antinucleares; un guardia de seguridad de una empresa privada nos echó del lugar, advirtiéndonos de que las fotografías estaban prohibidas, para después hacernos un seguimiento por la zona. Habíamos sido unos canelos al dejarnos ver tanto. Al lado de la entrada, descubrimos que había una garita de vigilancia abandonada por el cuerpo militar y decidimos que volveríamos allí a hacer la foto. Quién sabe si no sería aquella la instalación que asaltó el comando de David.

Para el viaje tengo todo lo que preciso: la cámara y los objetivos, uno de ellos un gran angular que me pasó hace un par de días un compañero. La garita seguro que me obliga a utilizarlo. Llevo botas de monte, para el barro y las zarzas. Y una bolsa de pipas que, desde que me aconsejaron ir comiéndolas, me ayudan a que no me entre la modorra al volante, porque desde Iruñea a Barrika hay un buen trecho y son las siete de la mañana. Y por supuesto, una botella de agua. El coche sigue tan sucio como siempre, me gusta decir que los caminos de la memoria son polvorientos. Tan importante como todo lo demás es la banda sonora que me acompaña, que se repite en estos últimos viajes: “La tierra está sorda”, de Barricada, que sonará prácticamente durante todo el trayecto. Primero pondré la canción número dos, “Sotanas”, y luego pasaré directamente a la ocho, “La estancia para llegar hasta la once” y después sonarán “Llegan los cuervos”, “Cierra los ojos”, “Las siete de la tarde”, para volver a empezar con el disco de nuevo. Utilizaré el navegador para llegar hasta Barrika, no quiero perderme aunque tengo una ligera noción de por dónde debo de ir. Mientras tanto, a la “señorita” del GPS, que me aconseja tomar la tercera salida en la primera rotonda, la silenciaré hasta que me acerque al Gran Bilbao.

Estoy llegando a Basauri, donde asesinaron a Vicente Antón Ferrero (muerto el 8 de marzo de 1976, a los 18 años, a tiros de la Guardia Civil en una asamblea en protesta por la masacre de Gasteiz). Hace un par de años que estuve allí con Alfonso, su hermano. Mientras bordeo la ladera abigarrada de casas, a mi izquierda veo la salida que tomé para llegar hasta el alto de Miraflores, donde acribillaron en un control a Javier Batarrita Elexpuru con 49 balazos realizados con total premeditación (27 de marzo de 1961). Se confundieron de persona, pero no erraron en su objetivo. Muchos de los nombres de los carteles me son familiares, durante estos años he recorrido estas carreteras a menudo.

Recuerdo el día en que encontré a la familia Contreras-Gabarri. Los cuerpos de su hija mayor, María, una joven de 17 años embarazada de 8 meses, y de su hermano Antonio quedaron destrozados el 23 de julio de 1980. Estaban buscando chatarra cuando explotó la bomba colocada por la Triple A en una guardería regentada por el teniente alcalde de HB de Zeberio, en la plaza Amezola. También falleció junto a ellos el empleado municipal Anastasio Leal Serradillo. Esa era toda la información de la que disponía. En un estudio de víctimas del Gobierno de Gasteiz, los calificaban de “transeúntes”. En un pie de foto de una imagen del funeral descubrí que se había celebrado en el barrio bilbaíno del Peñascal, donde estuve con unos chavales de la asociación de vecinos que les conocían. Pero, aparte de saberse que se dedicaban de vez en cuando a la venta ambulante, allí se perdía la pista. Uno que se acercó a tomar una cerveza dijo que había oído que andaban por Etxebarri. Fui al pueblo, hablé con algunos paisanos que pensaron que hacía preguntas muy extrañas y me pasé por el cementerio buscando las tumbas más floridas para no descubrir nada. Para acabar, decidí hacer una última intentona por Zorroza, donde me habían dicho que vivían bastantes familias gitanas. Cuando bajaba hacía la ría y asomé el morro del coche por una callejón sin salida vi a unos gitanicos jugando con un móvil sentados en medio de la calle. «¿Por qué no?», pensé. «¿Los Contreras-Gabarri? Sí viven en esta casa de ahí, en el balcón que está abierto. Tienes que preguntar por Frasco, que es el patriarca».

–¡Frasco! ¡Frasco!

–Sí, ¿Quién es?

–¿Es usted de los Contreras?

–Sí… ¿Qué quiere?

–Les he buscado mucho tiempo. Quería hablar de lo que les pasó a sus hijos, que murieron con lo de la bomba.

–Pase usted.

Francisco Contreras y María Gabarri son los padres de María y Antonio. Se referían a ellos como losniñosqueengloriaestén con esa gracia de las frases hechas que tienen los suyos. María me ofreció un café de puchero, fuerte a más no poder. Cuando empecé a hablar de porqué había llegado hasta allí, la madre soltó un suspiro y me dijo: «Mire, le agradecemos que se haya interesado, pero ya sabe usted cómo somos nosotros para los muertos. Queremos dejarlos en paz. Por favor se lo pido señor, no queremos que se publique nada». Francisco añadió: «Ahora están enterrados en un pueblo de Navarra, donde compré un panteón. Allí les llevamos flores cuando podemos. Aquí ya ve que le invitamos a café y que le abrimos la puerta de casa, pero pórtese bien, que nosotros también lo hacemos». Les hice la promesa de que no diría ni dónde están enterrados sus hijos ni cuál era su dirección. En el informe del Ayuntamiento de Bilbo sobre víctimas de vulneraciones del derecho a la vida fechado en abril del 2015, la licenciada en historia encargada de su realización, señala que no se pudo contactar con la familia. Si te quedas en casa ojeando el listín telefónico, seguro que no. Qué poca dedicación según quién sea la víctima. Yo, quizás con mucha fortuna, los localicé en un día.

Sigo atravesando el Botxo y recuerdo el momento en el que me reuní con Manu y Fina, el padre y la madre de Iñigo Cabacas. ¡Qué mal lo pasé cuando llegamos a su casa! Aquello era el santuario de Pitu, con un montón de fotos en las paredes, balones firmados por los jugadores del Athletic. Solo habían pasado dos años desde su muerte (5 de abril del 2012) y estaban en pleno duelo. Cuando abrimos los álbumes familiares vi a Iñigo con su padre jugando a médicos en la furgoneta de vacaciones, pero cuando le reconocí de chaval y vestido con el traje del Athletic tuve que hacer un esfuerzo para no llorar. «Yo sé lo que es recibir un pelotazo en la cabeza, el dolor que se siente. Desde que murió Iñigo lo he soñado cientos de veces», me dijo el padre. Aquella frase la he recordado en muchas ocasiones.

Voy atento al GPS, aunque no me fío demasiado: la “señorita” intentará meterme en alguna de esas circunvalaciones de pago. Tengo que seguir recto. Cruzo Barakaldo, allí estuve con Asun, la madre de Iñaki Ojeda, acribillado en 1984 en un piso cuando se había rendido, y llego cerca de Erandio, donde estuve con la familia de Josu Murueta Moratilla, uno de los dos vecinos asesinados en los “Sucesos del gas” de 1969. Al otro lado queda ya Ezkerraldea: Sestao, el pueblo de Juan Manuel Iglesias (fallecido el 9 de enero de 1977). ¿Cómo puede morir un chico de 16 años de un infarto perseguido por la Policía? Portugalete, a su lado, me evoca a Víctor Pérez Elexpe (joven comunista muerto a tiros por la Guardia Civil el 20 de enero de 1975 mientras repartía octavillas) y a Felipe Baz González (acribillado en un control en el día de Reyes de 1977). Ahora que veo el desvío para Erromo me acuerdo de Félix Arnaiz Maeso (2 de agosto de 1969) y, siguiendo la carretera, te plantas en el lugar donde remataron el 19 de abril de 1973 a Eustakio Mendizabal Txikia. Casi a la par se ve Santurtzi, el pueblo de Normi Mentxaka, a la que tirotearon el 9 de julio de 1979 los Guerrilleros de Cristo Rey. Tengo la cabeza llena de controles, emboscadas, torturas, asesinatos; rebosante de lugares henchidos de magia lúgubre, lugares que duelen. Mientras pienso en ello veo un ramo de flores en el arcén, la epidemia de los muertos en accidente de tráfico.

Ahora que el nudo de Bilbo lo he dejado prácticamente atrás, subo el volumen del móvil para no despistarme, porque esto de conducir en solitario es como meditar, igual que hacer cincuenta largos en una piscina: pensar, mirando la línea azul debajo del agua. Todavía me quedan unos meses para terminar el trabajo. Conseguí hacer una fotografía a Alberto, el hermano de María José Bravo del Valle, en el lugar donde en 1980 la violaron y mataron los asesinos del Batallón Vasco Español, pero no tengo ninguna imagen suya que no sea de carnet. El hermano me dijo que su madre, en un ataque de dolor, les dio fuego. ¿Se pueden quemar las fotos de una hija, de toda una vida? Me imagino que sí, según hasta donde te duela el alma y el recuerdo. Parece que Xabier, un amigo de María José, me va a conseguir una, aunque llevamos cuatro meses con ello. He preguntado por ahí si no existiría alguna en la que saliese con Javier: eran novios y quisieron matarlos a los dos. De hecho, los mataron. Javier Rueda vivió ocho años más después del ataque con unas secuelas irreversibles. ¿Por qué lo hicieron? Nadie lo sabe… Quizás por puro sadismo y para extender el terror.

Quedan doce kilómetros para llegar hasta Barrika y vuelvo a rumiar que, después de la jornada, quedará menos camino para completar este trabajo, que se ha convertido en un desafío contra mí mismo. En algunos casos reconozco que la satisfacción ha sido muy grande y, quizás con cierta pedantería por mi parte, he creído que rescataba a alguien del olvido. ¿Quién conocía el caso de Pedro Jesús Etxeandi Iturri, de Luzaide, asesinado el 23 de octubre de 1975 en un control en Ibañeta y con aquellas balas dum-dum que eran munición prohibida? Solo había una noticia escueta en un periódico de la época informando de su muerte. En su pueblo, con Franco agonizando, poco se dijo, ni de puertas para afuera ni para adentro.

 

¿Y el volante del coche de «Naparra» con el que aparecen Celes y Eneko? Me parece una fotografía atrayente, pero un volante para ir… ¿hacia donde? Seguramente para seguir buscándolo. Es el único recuerdo tangible de José Miguel, que sigue sin aparecer, seguramente enterrado en una fosa, como lo estuvieron Joxi y Joxean. Cal en la dictadura y cal en la democracia para tapar sus vergüenzas. Y la trompeta de Txomin Letamendi que trajo su hija Ikerne para que sacase la fotografía en el árbol donde esparcieron sus cenizas. Aquel trompetista bilbaíno que se hizo gudari y murió por las torturas sufridas en el año 50. Hay una imagen estupenda en la que se le ve en París tocando para el lehendakari Agirre. Recuerdo el bolso con el que fotografié a Fermín, agujereado con un balazo, de aquellos de las Olimpiadas de Montreal 74, donde su hermano Víctor Pérez Elexpe llevaba los panfletos que repartía en solidaridad con la huelga de Potasas. Aquel acto de apoyo y de defensa de clase le costó la vida, lo tirotearon a quemarropa. O las gafas de Txabi Etxebarrieta (muerto el 7 de junio de 1968), que su sobrina Aitziber llevó a Benta Haundi ¿Eran aquellas gafas de pasta las que lo convirtieron en un icono? ¿Tenían el poder de cambiar su apariencia, como le sucedía a Superman, o eran las que le hicieron ver aquello que teníamos todos delante, pero que él solo verbalizó, para comenzar a llamarnos “Pueblo Trabajador Vasco”? Objetos que se convierten en reliquias del ser amado.

Susi me llama por teléfono. Sí, estoy a punto de llegar, le digo. Por la carretera ondulante me voy asomando a los recovecos del litoral. Por allí solían faenar David y su hermano Mario en busca de un dinero extra para mantener la precaria economía familiar. Los salmones, pulpos, cabrachos y lubinas que pescaban los vendían a las vecinas o en las pescaderías de la zona. No me extraña, al ver tanta belleza, que los dos muriesen peleando contra el monstruo de Basordas y que navegar por aquella agua tan limpia, con aire fresco acariciando sus caras y la sensación de libertad cabalgando entre las olas en su viejo gasolino, fueran decisivos para que se jugasen la vida defendiendo la costa de aquella pesadilla que vomitaba veneno y que algunos se empeñaron imponer a nuestro pueblo, para alimentar sus bolsillos y emponzoñar nuestras vidas.

«Hoy no nos pillan», me dice Susi. «Vamos a aparcar más arriba y desde allí bajaremos a la garita». Se ve que algunos la utilizan para sus botellones nocturnos. Entramos y todo está por el suelo, da la impresión de que se largaron corriendo. Papeles tirados, mobiliario abierto y desconchado, mamotretos que parecen viejos computadores. También hay botellas, latas de cerveza y restos de comida. Por mucho que miramos, no hemos podido descubrir entre aquellos restos ni el cogollo de una berza.