Igone Mariezkurrena
Elkarrizketa
ESSAM DAOD

«Europa está siendo testigo pasivo de una catástrofe de salud mental que le afectará directamente»

En los últimos tres años, el egoísmo, la indiferencia e hipocresía europeas han matado a más de 12.000 personas migrantes. Cientos de miles se han dejado la cordura en el camino. La perdieron atravesando hacinados la inmensidad del desierto, o se les fue con aquellos que se tragó el mar. Se la arrebató su violador, o el sadismo de aquel carcelero. Se desvaneció junto con su dignidad, o quedó enterrada bajo los escombros.

Desde que comenzaran a operar en Lesbos en noviembre de 2015, los psicólogos y psicoterapeutas de la organización Humanity Crew han ofrecido 26.000 horas de apoyo a más de 10.000 refugiados. Actualmente trabajan también en Atenas y dirigen un servicio online, todo con el objetivo de ayudar a quienes padecen trastornos por estrés postraumático u otros problemas mentales a recuperar sus capacidades psicosociales. Su fundador y director, el psiquiatra infantil y psicoterapeuta Essam Daod (Kufor Yassif, Palestina, 1982), fue uno de los veinte elegidos por el exclusivo programa TED Fellow para impartir una breve conferencia en el marco de los TED Talks 2018, ante empresarios, filántropos, artistas y familias influyentes de todo el mundo. El pasado abril, desde Vancouver, el doctor Daod alertó a la comunidad internacional sobre la urgencia de desarrollar un nuevo concepto de ayuda humanitaria que contemple la salud mental como una necesidad básica y la incorpore a la primera línea de acción: «No podemos permitirnos hablar de rescates, asistencia o auxilio si nos limitamos a salvar cuerpos olvidándonos de las almas».

Por obvia que suene, la suya es una visión novedosa.

Me temo que sí. Cada vez que una catástrofe natural ocurre, cuando estalla una nueva guerra, o en la propia gestión de la crisis de los refugiados, la gran mayoría de las organizaciones dirigen sus esfuerzos a mejorar técnicas y optimizar recursos: cómo repartir más comida y mantas o montar un hospital en el menor tiempo posible. Sin embargo, apenas vemos profesionales de la salud mental trabajando sobre el terreno. Somos personas porque tenemos espíritu y mente; por lo tanto, nuestras necesidades básicas van más allá del alimento y el abrigo; se trata también de dignidad, seguridad y humanidad.

¿Qué mensaje principal lanzó a las personas asistentes a su intervención en el TED Talk de Vancouver?

Llamé la atención sobre una evidencia que la comunidad internacional parece ignorar: Europa está siendo testigo pasivo de una catástrofe de salud mental que le afectará directamente. Hablé de los motivos y las circunstancias de la huida de los casi dos millones de refugiados que han arribado a Grecia e Italia, entre otros. Hablé de las bombas, de los naufragios; de los asesinatos y ahogamientos que han presenciado; de las torturas, las violaciones, la esclavitud, las extorsiones, de los huérfanos… Denuncié que todas estas personas viven aisladas y abandonadas en campos de refugiados, olvidadas en Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), en asentamientos improvisados que se han perpetuado, o en casas ocupadas en los barrios más marginales de las capitales europeas. El trauma es un mal psíquico que trae consigo consecuencias gravísimas; es mucho más fácil e incluso más barato prevenirlo que tratarlo después. A pesar de ello, no existe ningún programa de integración real para estas familias, pocos se están preocupando de empoderarlos y de reactivarlos como seres humanos.

Sorprendentemente, son numerosas las ONGs que aseguran implementar la labor psicosocial en sus proyectos.

Sí. Es otro indicio claro de que Europa no reconoce ni comprende la importancia y la transcendencia de la salud mental, ni la responsabilidad que recae sobre los profesionales que ejercen en este ámbito. Mira: cuando gente voluntaria nos escribe para poder colaborar con Humanity Crew, les pedimos que nos envíen su currículum y la documentación pertinente que certifique que no tienen ningún antecedente por abuso sexual o pederastia, etc., y les informamos de que, en caso de ser seleccionados, tendrán que recibir treinta horas de formación. Muchos se molestan, y nos responden diciendo que hay decenas de proyectos que no exigen nada de esto y que prefieren unirse a cualquier otro. Y, en efecto, se trasladan a Grecia o Serbia, y realizan voluntariados jugando con niños y niñas en espacios que las propias ONGs denominan ‘espacios seguros para la infancia’. ¿Están suficientemente cualificados para interactuar con menores que han vivido la guerra? ¿Sabrán cómo reaccionar cuando les cuenten que vieron a su madre morir bajo una bomba, o que a su vecino lo asesinaron a tiros? Probablemente, no.

 

¿Cuáles son los principales errores que ha identificado en ese sentido?

La mayoría de las organizaciones humanitarias trabajan desde una actitud de supuesta superioridad blanca y occidental. En Jordania, Save The Children imparte talleres de paternidad y maternidad a los refugiados, ¿por qué? Todas estas mujeres y hombres han sido perfectamente capaces de criar y educar a sus hijos hasta que la guerra se lo arrebató todo. Si ahora no lo hacen, es porque se sienten anulados. Si los tratamos, volverán a actuar como padres y madres. Si, por lo contrario, les damos a entender que lo están haciendo mal, agudizaremos el sentimiento de culpabilidad con el que ya cargan por no haber podido salvar a toda su familia, por ejemplo. Y esto se sumará a la frustración que sufren por la incertidumbre, la inactividad, la falta de sexo con sus cónyuges… y otros tantos factores de los que numerosos cooperantes y voluntarios se olvidan. Debemos devolverles la confianza y la autoestima, volverán a ser fantásticos cuidadores, probablemente mejores que muchos europeos. Pero sucede que estos últimos no siempre se interesan por la realidad previa de aquellos a los que pretenden prestar su ayuda… ¡Incluso violentan su cultura!

¿De qué manera?

Por ejemplo: los grupos para el empoderamiento de las mujeres refugiadas. Esto a los europeos les suena muy bien y, sin duda, es necesario, pero hacerlo en un campo de refugiados iraquíes puede ser peligroso y repercutir negativamente sobre las propias mujeres. Cuando regresen a las tiendas y respondan con un ‘no quiero’ a sus maridos, éstos verán amenazado su rol de cabeza de familia, y las pegarán. Por eso insisto en que debemos trabajar para cambiar las cosas, pero siempre a través de la mentalidad de aquellos a los que queremos ayudar, no desde la nuestra, y nunca en contra de la suya.

¿Cómo intervendría usted en una situación como la que describe?

Teniendo en cuenta la manera en que tradicionalmente han sido construidas estas familias, lo más acertado es trabajar en primer lugar con ellos. Estos hombres arrastran grandes traumas, viven deprimidos, muchos ni siquiera salen de sus tiendas y barracones. Si conseguimos ponerlos en marcha, las familias enteras se reactivarán. Sé que pensar siguiendo este orden crea un gran conflicto de principios, ésta tampoco es mi mentalidad, pero no es el momento preciso para cambiar la suya, no en un contexto tan enfermo. Hagámoslo más adelante. Primero debemos conocer y asumir cuál es su normalidad, y tratar de ayudarles a recuperarla. Después podremos empoderar a las mujeres sin que sus maridos frustrados las peguen. Tres mujeres sirias han sido asesinadas a manos de sus maridos en Alemania en lo que va de año. ¡Esto no ocurría en Siria!

Precisamente esa deriva violenta fruto de la frustración es una de las consecuencias que, según apunta, traerá consigo esta catástrofe de salud mental.

El mayor problema que presentan las enfermedades mentales es que podemos ser testigos de las causas, pero que los efectos no siempre son inmediatos. No podemos ligar inmigrantes o refugiados y delincuencia o terrorismo, pero si analizamos los ataques terroristas que han tenido lugar en Europa estos últimos años, veremos que han sido perpetrados por personas que pertenecen a segundas generaciones de familias de inmigrantes que, en la inmensa mayoría de los casos, han sufrido problemas de integración, desempleo, drogadicción y enfermedades mentales derivadas de dicha marginalidad. Ahora tenemos la responsabilidad de estar creando una nueva generación. Y no es una generación de terroristas, tal y como la extrema derecha pretende hacer creer. No en vano, son la gente más fuerte que Europa jamás ha conocido; han cruzado mares, han sobrevivido a las peores penurias. Europa debería mirarlos como gente que puede hacer de este continente y sus países algo aún mejor. Pero, si no canalizamos este potencial, si los excluimos, es altamente probable que muchos de ellos caigan en la trampa de las adicciones, delincan, se vuelvan agresivos y padezcan enfermedades; y entonces sí supondrán un gran gasto para los países europeos porque, entre otras razones, dependerán por completo de las ayudas públicas. Ahora hablamos de Isis y del Estado Islámico, pero da lo mismo quién esté detrás; si gobiernos, lobbies, motivaciones religiosas, movimientos de extrema derecha o de extrema izquierda… El terrorismo no recluta, sino que llena vacíos; los grupos terroristas ofrecen una narrativa, un relato que puede dar significado a la vida de muchas personas que en Europa se sienten ignoradas. Por otro lado, no olvidemos que todo refugiado sueña con regresar algún día a su hogar y reconstruir su país, siempre y cuando su seguridad y el cumplimiento de sus derechos estén garantizados. Pero para que desarrollen ese impulso, es imprescindible que se sientan mentalmente fuertes y emocionalmente equilibrados. De modo que, aunque suene paradójico, incluso la extrema derecha que quiere a estas personas fuera de Europa debería, para ello, invertir en programas de integración social y salud mental.

A pesar de su discurso actual, también usted acudió a Lesbos, en primera instancia, pensando en salvar cuerpos…

Acudí a título personal y como médico. De todas formas, te diré algo aún más feo: aunque no era consciente de ello, también fui a por imágenes para mi perfil de Facebook. No lo neguemos, ocurre. La pornografía en torno a los refugiados existe, y existe gente que busca la aceptación social; alimentan su ego colgando en sus perfiles fotos en las que aparecen sosteniendo niños en brazos. Al cabo de tres-cuatro días en Lesbos, siendo testigo de tanto sufrimiento, me maldije y mi actitud cambió radicalmente. Dejé las cámaras a un lado, me olvidé de los periodistas y me limité a trabajar 20 horas al día en el agua o en la orilla, si bien seguía realizando una labor estrictamente médica.

¿En qué momento cambió su visión y comenzó a preocuparse por «salvar almas»?

El 28 de octubre de 2015 hubo un gran naufragio. Trasladamos muchísimos cadáveres, bebés muertos, practiqué innumerables RCPs (Reanimación Cardiopulmonar), incluso hubo momentos en los que tuve que elegir a quién asistir y a quién dejar morir porque no dábamos abasto. Fue terrorífico. A raíz de aquello, comencé a tener pesadillas, lloraba, me sentía perdido. Mi mujer, María, también se había trasladado a Lesbos a ofrecer asistencia en los campos de refugiados; desde el principio, ella tuvo mucho más claro que yo cuáles eran las verdaderas prioridades (sonríe). Le dije que necesitaba volver a casa, respirar, digerir todo lo ocurrido. Me dijo que ella se quedaba, que tenía mucho trabajo. No la entendí. Habían pasado cuatro días desde aquel terrible naufragio, para mí todo había terminado, ya no había nada que hacer allí, era incapaz de ver que los vivos eran los que más nos necesitaban. Pero esa misma tarde acompañé a María a uno de los campos, y todo dio un vuelco.

¿Qué ocurrió?

Nos asomamos a una tienda. Era un matrimonio sirio, los dos estaban sentados, discutiendo en árabe a viva voz mientras su hija revoloteaba fuera. Tan pronto la vio, la mujer se abalanzó sobre María y comenzó a pegarla gritando: ‘¿Por qué no viniste a vernos ayer? ‘¿Por qué nos abandonaste?’. María se disculpó, trató de calmarla y hacerle entender que había otras muchas familias en su misma situación… El hombre se apresuró a ofrecerme un cigarrillo y café. ‘Esto es una locura, vámonos a casa’, le dije a María. ‘Siéntate y deja que este hombre te sirva’, me respondió tajante en inglés. Dentro de aquella tienda, sentado junto a aquel matrimonio, comprendí que había personas detrás de los rescatados, gentes tratando de seguir adelante con sus vidas. La pareja había perdido tres hijos en el naufragio del 28 de octubre, la mujer culpaba a su marido de haber salvado otros diez niños y no dar con los suyos bajo el agua. Sollozaba desconsolada. Y, en medio de semejante escena, la única hija superviviente jugaba sola, buscando ansiosa en nosotros un contacto visual que la reconfortase. Me di cuenta de lo importante que era para aquel hombre prepararme el café y encenderme el cigarro, brindarme su hospitalidad, como lo hacía en su país, antes del horror. Una vez regresé a casa, el ‘Síndrome de Superman’ me duró aún algunos días. Ahora me avergüenzo al recordar cómo me dedicaba a mostrar a mis amigos fotografías de los rescates, de cómo les contaba a cuánta gente habíamos salvado. Así, revisando fotos, recuperé varias imágenes de un niño afgano al que sacamos del agua y que presentaba síntomas claros de catatonia. Me di cuenta de que la de los refugiados era una crisis social de consecuencias físicas pero también psiquiátricas. Para mediados de noviembre el primer equipo de psicólogos y psicoterapeutas de Humanity Crew ya volaba hacia Grecia.

La experiencia acumulada durante estos años, principalmente en Lesbos, le ha servido para desarrollar un protocolo de actuación destinado a prevenir traumas y fobias infantiles. Lo llama el «Protocolo Benigni», está inspirado el la película «La vida es bella», del cineasta italiano Roberto Benigni.

En efecto, se trata de hacer con los niños refugiados algo parecido a lo que el protagonista de esta película hizo por su hijo al idear un relato fantástico que lo protegiera de la penosa vida en un campo de concentración nazi. Las mentes infantiles son mucho más flexibles que las adultas. Al igual que en África convierten a menores inocentes en soldados sanguinarios, también podemos manipularlos en la buena dirección. Porque, en realidad, los niños no comprenden el significado de la palabra ‘refugiado’, ni entienden el porqué de las guerras, ni siquiera tienen miedo al mar… lo temen solo porque ven el miedo en los rostros de sus padres. Lloran porque sus protectores lloran. Por lo tanto, si en los propios barcos de rescate, o en los puertos, o en las playas, en los campos de refugiados, en los hospitales… alguien hace creer a estos niños que son verdaderos héroes, su percepción de todo lo vivido en su viaje hacia Europa cambiará. Es importantísimo buscar también la complicidad de sus acompañantes. Si entre todos les hablamos con admiración, si les pedimos autógrafos, si les decimos que son los niños más valientes que hemos conocido porque han conseguido sortear olas enormes y cruzar el mar, que además han sido capaces de hacerlo de noche y que, en definitiva, han superado una gran prueba, veremos que su semblante y actitud cambiarán enseguida. Basta con diez o quince minutos de ‘teatro’ inmediatamente posterior a la experiencia traumática para permutar los malos recuerdos, redefinir la historia que estos niños se contarán a sí mismos para el resto de sus vidas, y disminuir notablemente la prevalencia de trastornos que en el futuro obstaculizarían su desarrollo psicosocial normal.

Ha subrayado la necesidad de involucrar a los familiares en esto.

Claro. El objetivo de la ayuda psicosocial siempre debe ser reactivar a las familias y a los referentes parentales, nunca reemplazarlos. Desafortunadamente, esta distancia profesional no siempre se respeta.

¿Se refiere a los estrechos lazos personales que, en ocasiones, se establecen?

Exacto. Cuando los voluntarios blancos entran en los campos de refugiados, los niños corren a su encuentro, los abrazan… y los voluntarios mueren de amor. No dudo de sus buenos propósitos, pero deberían saber interpretar que esta actitud es síntoma de una familia destrozada. Son los casos más vulnerables. En circunstancias normales, cuando un desconocido entra en su casa, la reacción natural de la mayoría de los niños es esconderse tras su madre o su padre, no abalanzarse a los brazos del forastero que acaba de llegar. Lo que ocurre en los campos es que los más pequeños buscan en los voluntarios la seguridad que ya no encuentran en casa porque sus padres viven prostrados, porque están mentalmente muertos. Estos niños no nos quieren, simplemente se aferran a nosotros como a un salvavidas. No podemos decirles que seremos sus amigos para siempre a sabiendas de que al cabo de veinte días, agotado el voluntariado, volveremos a nuestras vidas y desapareceremos de las suyas. Otra oleada de voluntarios llegará, y se marchará también. Si cada uno de nosotros actúa como un padre o una madre, estaremos condenando a estos niños a una dramática y continuada orfandad.

¿Cómo trabajan desde Humanity Crew?

Actuamos siguiendo un horario determinado que las familias conocen, nunca facilitamos números de teléfono y jamás prometemos cosas que no vamos a cumplir. Ponemos en marcha espacios creadores de rutinas. Son recintos simbólicamente delimitados por piedras; un lugar adonde se puede entrar y de donde se puede salir, lo cual tiene una gran transcendencia para quienes han visto los muros de sus casas derribados, y viven ahora en lugares comunes sin intimidad. Los pequeños deben venir siempre acompañados a la escuela, de manera que ocupamos también a sus padres o hermanos mayores. A diario iniciamos actividades y juegos que involucran a toda la familia, y nos marchamos para dejar que la conexión entre ellos vuelva a fluir. En el caso de los adultos no resulta tan sencillo reemplazar los malos recuerdos por los buenos, pero inputs positivos como música, bromas, bailes o intercambios de objetos pueden ayudar. Algo tan sencillo como dejar que ellos guíen nuestras conversaciones sirve para devolverles la dignidad. Y, en vez de entregarles ropa, mantas o comida sistemáticamente y sin consulta previa, preguntémosles: ‘¿Te apetece un té?’, ‘¿Puedo ofrecerte algo para cenar?’, ‘¿Quieres una manta?’… Por muy evidente que nos parezca la respuesta y por muy estúpida que suene la pregunta, tan ínfima decisión será, probablemente, la primera que esa persona podrá tomar por su propia voluntad después de muchos meses, o incluso años.