Jordi Canal-Soler
verano en Białowieża

en los bosques del pleistoceno

Hace ocho mil años, cuando el ser humano apenas acababa de salir de las cavernas, la mayor parte del continente europeo estaba cubierto por densos bosques. Con la llegada de la agricultura, los árboles empezaron a ser talados para ser convertidos en casas, barcos y conseguir tierra arable. El paisaje que vemos actualmente en casi toda Europa tiene a la mano del ser humano como artífice. Pero aislado en un margen del continente, entre la frontera de Polonia y Bielorrusia, existe un lugar que conserva todavía el estado natural de esos bosques primordiales. Se trata del bosque de Białowieża, un área protegida de casi 1.800 kilómetros cuadrados que desde 1979 es Patrimonio de la Humanidad.

En pleno verano, el sol se filtra entre las densas copas de los árboles y tiñe el aire de un halo de verdor. Esperábamos encontrarnos con una selva impenetrable, de sotobosque denso entre troncos enormes que recordaran alguno de los bosques mitológicos de “El Señor de los Anillos”. Pero el bosque primigenio europeo es distinto: fresnos, tilos, olmos y hayas están dispersos por la inmensidad boscosa, pero los hay de todos los tamaños. Estamos en el “rey” de los parques nacionales de Polonia y de Europa, el de Białowieża. No solamente es uno de los más antiguos del continente –fue creado en 1932–, sino también el único lugar donde el bisonte europeo vive en libertad –cuenta en la actualidad con más de 300 ejemplares– y donde se conserva, en la reserva estricta, el llamado bosque primitivo, parte del parque no alterado desde hace cuatrocientos años por la actividad del hombre.

En Białowieża el ciclo de la vida natural de los árboles se mantiene íntegro, y si uno se fija bien, puede verse desde una semilla que empieza tímidamente a sacar su raíz hasta un gigantesco árbol viejo derrumbado por una tormenta y cuyo tronco los hongos e insectos empiezan a convertir en detritus. Aquí y allá abundan algunos verdaderos abuelos vegetales, especialmente robles, que incluso tienen nombre. Realizamos un paseo por el corto circuito de los Robles Reales, donde un camino estrecho se interna en el bosque y pasa por entre algunos de los robles más viejos y grandes de Białowieża. Con cierta nostalgia, aquí los árboles llevan el nombres de los reyes medievales que convirtieron el lugar en coto real de caza: Giedymin, Jagiello, Wladislaw…

Y es que lo más irónico de los árboles y animales de Białowieża es que deben su buen estado de conservación a la caza. Desde los tiempos de los grandes reyes polacos y los sucesivos zares rusos que controlaron la región, este fue el parque de recreo cinegético para la realeza. El último de ellos fue el zar Nicolás II, quien mandó construir allí un gran palacio decorado como un pabellón de caza. Aquí se daba cita la corte cada verano para las partidas de caza. En el Museo de Historia Natural que ocupa el espacio del antiguo palacio, destruido por bombas rusas en 1944, se pueden ver algunas fotografías del suntuoso interior, decorado con todo tipo de animales disecados y paredes forradas de astas de ciervos. También se ve al zar montado en el carruaje en el que se paseaba, rifle en brazo, disparando a todo lo que se moviera. Otros reyes habían hecho antes lo mismo, incluso algunos, como Augusto III de Sajonia, con verdaderos récords: un pequeño obelisco entre los dos lagos que se encuentran en la entrada del parque conmemora una cacería de 1752 en la que el monarca mató en un día a 42 bisontes, trece ciervos y dos corzos.

Estas cacerías, sin embargo, eran muy poco frecuentes y tenían muy poco impacto en el global del bosque. Así, tanto los grandes árboles como los animales que bajo ellos habitaban quedaban protegidos de los furtivos y prosperaban. El interior del bosque de Białowieża aún está vedado para la gente común. En aras de una conservación estricta, solo se permite la entrada en las partes más internas a los científicos acreditados, que pueden estudiar aquí el mecanismo de la naturaleza en un ambiente sin perturbaciones. Para el resto de visitantes, se ha habilitado un circuito de siete kilómetros en la parte sur, que sale de cerca del antiguo palacio del zar (donde ahora se encuentran las oficinas del parque) y, después de internarse por entre la vegetación primigenia en un gran bucle, vuelve a salir por el mismo sitio.

Internándonos en el bosque. Entramos en el parque acompañados de João, el guía. A pesar de que el sendero está muy bien marcado, solo se puede recorrer acompañado de un profesional de la naturaleza. João es portugués, pero hace ya unos cuantos años que vive en Białowieża con su novia polaca, y es un guía muy diferente a los demás. Para empezar, solo cruzar la gran puerta de madera que permite entrar al parque, explica: «Ahora estaremos en silencio unos minutos, para captar la verdadera esencia de Białowieża». ¿Un guía que no habla?, pensamos. Pero hacemos caso y callamos durante unos minutos. El aire huele a humedad. A hojas muertas, hongos y humus. El aire parece inmóvil, pero una suave brisa mece las copas de los árboles y escuchamos el suave tintineo del entrechocar de sus hojas. Aquí y allá se escucha el leve trino de algún pájaro lejano… A veces vamos tan acelerados en nuestras vidas que hace falta tomarse un respiro, llegar a un sitio tranquilo, un lugar salvaje que renueve nuestro vínculo con la naturaleza. Białowieża es uno de ellos. Avanzamos por el camino de tierra que se interna en el bosque y João señala un árbol recién caído: «Apenas hace dos semanas que cayó, durante una tormenta», dice.

Y luego nos hace notar que en algunos sitios de su tronco ya empiezan a aparecer señales de la acción de los animales. Poco a poco el tronco se irá convirtiendo de nuevo en tierra. «Aquí las temperaturas son mucho más bajas que en una selva tropical –añade–, y un árbol de estas características tardará años en desaparecer del todo, pero mientras tanto habrá dejado un claro en el techo del bosque, la luz llegará al suelo y los pequeños pimpollos encontrarán su oportunidad para elevarse hacia el cielo. El ciclo de la vida en directo: unos mueren y otros crecen».

El sendero atraviesa una zona de humedales, donde loa guardas han instalado planchas de madera y pontones para facilitar la caminata. Pasamos junto a un viejo árbol caído hace tiempo. Es un tilo de densa corteza recubierta de musgo y algunos hongos. Vemos un par de escarabajos patrullando las hojas muertas, y entonces caemos en la cuenta de que hemos visto mucha flora pero aún nada de fauna.

«¿Los animales? –repite João–. Ahora estamos en verano. Los pájaros no están ya en la época de apareamiento y son más difíciles de escuchar y de ver, y los osos, ciervos, lobos, jabalíes y linces se esconden en el interior del bosque inaccesible». Preguntamos por los bisontes europeos, el símbolo de Białowieża desde que fueron extinguidos en libertad y se consiguió repoblar el bosque a partir de animales en cautiverio. Uno de los animales más antiguos de Europa, herederos de los bisontes de estepa del Pleistoceno, del que cerca de mil ejemplares viven entre la parte polaca y bielorrusa del parque. Pero fuera del invierno, cuando buscando alimento se adentran incluso en el pueblo, son difíciles de ver.

 

A la búsqueda de los bisontes. Para poderlos observar uno tiene que levantarse muy temprano. A las cuatro de la mañana pasamos a buscar a Sylvia Ivanowska frente a la oficina de su agencia de guías de naturaleza. Hemos contratado un tour para ir a ver los bisontes. En verano, sí que se alejan un poco del centro del bosque y se aventuran a las partes colindantes, pero solo por la noche, cuando buscan un espacio para dormir. Por la madrugada se les puede ver a veces antes de que se internen de nuevo en las profundidades del bosque. Y Sylvia, la guía, conoce los lugares donde suelen dormir.

Recorremos las pistas forestales que bordean el parque nacional, deteniéndonos en varios campos para investigar el horizonte bajo la débil luz de una aurora que ya empezaba a asomarse. Pero los bisontes no llegaban. Vemos algunos ciervos y un par de corzos que se meten nerviosos entre la espesura; pero bisontes, ni uno. Regresamos hacia el pueblo, con el sol ya elevándose en el cielo cuando, de reojo, vemos una veintena de piedras sobre un campo. Aminoramos. No son piedras: se mueven. Cogemos un camino que tuerce a la izquierda y se adentra entre los campos. A medida que nos vamos aproximando las piedras toman forma. Aparecen cabezas, cuernos, colas, jorobas… ¡Son bisontes, al fin! Unos sesenta animales entre machos, hembras y terneros pacen tranquilamente en el extremo del campo. Durante casi media hora, hacen vida frente a nosotros, sin hacernos el menor caso. Poco a poco, se adentran entre los árboles y, cuando el último desaparece en la espesura del bosque, me doy cuenta de que en Białowieża uno puede imaginarse cómo debieron vivir nuestros ancestros más remotos. Aquí, en uno de los lugares más remotos de Polonia, se puede viajar a la Prehistoria.

 

Condenas millonarias por tala ilegal

El bosque saltó a las noticias en abril del presente año cuando la Corte Europea de Justicia dictaminó que el Gobierno polaco había violado las leyes europeas de protección forestal desde el año 2016, cuando se permitió la tala en partes protegidas. La excusa del ejecutivo para esta política era controlar la plaga de un pequeño escarabajo, pero la movilización popular de vecinos, medioambientalistas, científicos y varias organizaciones resultó clave para que se empezara a investigar y se descubriera que, en realidad, tenía fines comerciales ya que se permitía así recolectar casi tres veces más madera. ClientEarth y otras seis organizaciones pusieron una demanda a la Comisión Europea y, a pesar del alto dictaminado por la Corte en julio de 2017, la tala siguió durante unos meses. Se realizaron grandes protestas que culminaron en la sentencia contra el Gobierno polaco y en la defenestración de Jan Szyszko, el entonces ministro de Medio Ambiente, quien había ordenado el aumento de la explotación de madera en el parque. Desde 2016, se han abatido más de 10.000 árboles en este icónico bosque y Polonia debe enfrentarse ahora a una multa potencial de un mínimo de 4,3 millones de euros.