Unai Aranzadi
viaje por la desolación

Fukushima, área restringida

El 11 de marzo del 2011, la prefectura japonesa de Fukushima vivió una jornada apocalíptica. Primero, un terremoto; luego, un tsunami; y tras este, una fuga radiactiva en la central nuclear que alberga el territorio. Desde ese mismo día hasta el pasado año, varios municipios han permanecido evacuados. Contando con un permiso especial del gobierno japonés, 7K recorre estos y otros lugares aún cerrados por radiación.

El tráfico ferroviario ha sido parcialmente restablecido, pero los trenes que se dirigen a los municipios colindantes con la central nuclear de Fukushima Daiichi, aún van prácticamente vacíos. Tras seis inviernos evacuados por la radiación, el pasado año las autoridades levantaron el veto en algunas poblaciones, aunque muy poca gente ha regresado. Por ejemplo, en Namie, localidad que contaba con unas 20.000 personas, ahora apenas hay 400. Llegar a su estación desierta, salir del andén, y comenzar a recorrer una gran avenida en la que no se ve un alma, es algo que se asemeja a un contexto de guerra, solo que aquí el enemigo es imperceptible al ojo humano. «Si al menos se tratara de una epidemia, la flora o la fauna podrían mostrar signos de esa amenaza, pero en el caso de la radiación no hay nada que advierta del peligro que acecha», afirma bajo un lúgubre hotel abandonado, Pete Kobayashi, fotógrafo local que lleva años documentando los efectos de una tragedia a la que aquí se refieren como «el triple desastre», pues comenzó con un gran terremoto, continuó con el tsunami, y terminó con una fuga radiactiva producida por una ola de dieciséis metros que inhabilitó los sistemas de refrigeración en varios reactores de la central propiedad de TEPCO (Tokyo Electrical Power Company)

En un primer vistazo por las zonas a las que no llegó el tsunami pero sí la radiación, el visitante observa lo obvio. Decenas de tiendas y negocios abandonados; la maleza que asoma de entre el asfalto; máquinas de vending con alimentos putrefactos, y hogares con su interior tal y como quedó el día del accidente nuclear. Pero reparando en los detalles es cuando el paisaje revela un inquietante elemento irracional: la bicicleta de un niño roñosa pero perfectamente apoyada en un semáforo; un apartamento abandonado con los recuerdos familiares aún dentro, y doblando una esquina, un cesto de lavandería con una colada que lleva años esperando a ser colgada. Una quietud malsana a diez kilómetros de la central nuclear, epicentro de una herida que sigue tan abierta como los tres reactores que desde el desastre del 2011 aún no se han conseguido desmantelar.

Siguiendo calle arriba se llega a lo que antes era un centro comercial que hoy trata de reabrir alguno de sus negocios y abastecer a los escasos habitantes de la comunidad. También sirve de punto de encuentro en el que compartir penas y esperanzas en un clima donde el rasgo más destacable quizás sea el de la indiferencia por lo que pueda pasar. Aquí no se ven jóvenes, mucho menos niños, entre otras cosas porque no hay escuela, hospital ni guardería, pero sí varias personas mayores que ya no le temen a la potencial amenaza del cáncer de tiroides o los elevados niveles de cesio 137 hallados en la orina tras la fuga de radiación. «Demasiado viejo para preocuparme por el futuro», es la frase que más se repite en los ancianos de una generación que fue niña con Hiroshima y anciana con Fukushima.

Contadores de radiación. En la vecina población de Odaka, evacuada hasta el 2016, las cosas son diferentes. Seis kilómetros más alejada de la central nuclear, ha recuperado a unos 2.000 vecinos de los 13.000 que tuvo antes del desastre. Aquí, como en todo el resto de la comarca, se ven postes con grandes contadores geiger para saber el nivel de radiación, pero la gente apenas los mira, porque los que han decidido regresar tienen los propios en casa, en el trabajo o en la guantera del coche con el que recorren un territorio desangelado al que no quieren renunciar. Yuko Hirohato es una de estas personas, aunque admite no haber superado el trauma vivido, por lo que sigue saliendo de la zona antes de que se ponga el sol. Según cuenta, el terremoto se produjo a las 14:46 horas de un viernes, 11 de marzo. Su epicentro se situaba a tan solo 130 kilómetros de la costa este de Japón. Al tiempo que la tierra temblaba, sonaron las sirenas advirtiendo de un posible tsunami a todos los vecinos del litoral. «Sin embargo, este iba a ser mucho más destructor que todos los que habíamos conocido hasta entonces».

La devastación. A Yuko se le humedecen los ojos. «Aunque hubo un margen de cincuenta minutos para tratar de evacuar, nunca es suficiente cuando hablamos de sacar a decenas de miles de personas». Así, el sordo no pudo escuchar, la abuela no pudo correr, el hombre ensimismado en un sótano no se pudo percatar como tampoco aquel que tenía el teléfono móvil apagado, escuchaba música con auriculares, dormía profundamente o estaba inválido esperando la llegada de alguien a cargo de sus cuidados. «Nadie se esperaba algo de esta magnitud, y a las 15:50 llegó un tsunami que en algunos puntos alcanzó 40 metros de altura», se lamenta Yuko, de la misma forma que lo hizo el geofísico Gerard Fryer, responsable del Pacific Tsunami Warning Center que dio la alerta. «Los datos no parecían ser correctos, pues en toda la historia de Japón nunca se ha dado un terremoto de esta magnitud», reconocería desconcertado ante la prensa. Pero sí, las fuerzas de la naturaleza redujeron a la insignificancia las previsiones de las más prestigiosas instituciones, y rompiendo toda expectativa se alcanzó el nivel 9 de la escala Richter, quedando a un solo grado del 10, que es un nivel jamás registrado en la Historia y calificado de «apocalíptico» por algunos científicos.

Descorchando una gran botella de sake, los pescaderos Shigeichi Yachi y su mujer Michiko, dicen no preocuparse ni de los miles de toneladas de agua contaminada que ha sido vertida frente a la costa, ni del notable aumento de cesio 137 que Greenpeace dice haber hallado en su lecho marino. El matrimonio confía tanto en los mensajes de calma ofrecidos por el Gobierno, como en los pescadores locales que ya vuelven a proveerles de atunes, doradas y rapes con los que preparar el tradicional sushi. Derrochando optimismo y simpatía, los Yachi prefieren regresar a su pueblo de siempre antes que quedarse a terminar sus días en un lugar ajeno donde no tendrían raíces ni relaciones sociales. «Nos traen buen pescado del puerto de Namie y se ha reactivado también la piscifactoría de salmones», aseguran satisfechos del producto que venden en su recién reinaugurada pescadería. Viendo su flamante local, salta a la vista –y en esto coincide toda la clientela presente en la tienda– que las compensaciones económicas que han recibido los vecinos y negocios de las áreas afectadas han sido cuantiosas, despertando nuevas iniciativas a las que aún les falta lo elemental: clientes.

El futuro es una incógnita. Pero no todos están contentos. Seimei Sasaki se ríe aunque está triste. A este nonagenario, cabeza de una conocida dinastía local, le han notificado que todo lo que salga de sus tierras no tendrá salida comercial en el sector primario. «Desde el mismo momento que vi una gran nube de humo blanco hacia el sur, supe que algo muy malo comenzaba», recuerda cabizbajo. «Si hubiese sido negra no me hubiese preocupado tanto, pero era blanca y densa, y estaba sobre la central nuclear», asegura apoyándose en una azada con la que dice estar cavando su propia tumba. «Lo único que me queda por labrar aquí», afirma sonriente frente a una piedra que parece ser su lápida. Sumido en un vaivén de sentimientos encontrados, Seimei se considera afortunado por haber podido regresar «para morir» en su granja, aunque también desdichado porque en esta ya no ve futuro alguno. «De hecho hasta el hijo que trabajaba aquí se ha marchado a plantar a otra región, y ahora con nuevos negocios de floricultura lejos de este lugar, ha creado un arraigo –se lamenta– que dificulta la vuelta». Pero uno de sus hijos sí que se ha quedado. Y además en primera línea. Se trata de Shuzo Sasaki, alto funcionario local y figura destacada en la lucha por la recuperación de la zona. Sentado frente a un plato de niguiri, este político conservador no puede ocultar su pesar por ver que las escuelas no tienen niños, las casas, gente, ni la tierra frutos como lo hiciera antes del desastre nuclear. «Estamos trabajando duro para que todo vuelva a la normalidad, la gente regrese y se hagan negocios», es el extenuante mantra que ha repetido una y otra vez en los últimos discursos celebrados durante las actividades conmemorativas de un tsunami que se ha cobrado la vida de casi 19.000 personas.

De las víctimas indirectas que pudieran producirse a causa de la radiación, simplemente no se habla. No lo hacen la mayor parte de los políticos locales, que comparten el optimismo del Gobierno central, ni víctimas como Yuko, las cuales se sienten perdidas frente a la guerra de datos e información que libra el Estado con las organizaciones no gubernamentales.

Estoica aceptación. Ni siquiera habla de ello el doctor Masaaki, un neurólogo local que forma parte de uno de los clanes samuráis que aún perviven en la región, manteniendo su jerarquía, y cómo no, su filosofía. «Hablar de lo que pueda pasar sería especular», murmura en voz baja mientras su mujer le ayuda a ponerse la armadura de guerrero con la que al menos una vez al año, él y otros 500 jinetes vuelven a recorrer a caballo el municipio de Odaka como lo han hecho durante siglos, sin excepción, hasta la llegada del accidente nuclear. «Confiamos en las autoridades», afirma el doctor al tiempo que corrige la posición de la katana en su cintura. Nadie mejor que un samurái como él para encarnar la disciplina de este pueblo, tan capaz de mostrar valor y sobrellevar el duelo, como de ocultar el miedo en lo más profundo de su alma si es que así lo exige la supervivencia de su orden social. De este modo, salvo una reducida minoría de supervivientes y activistas, la sociedad japonesa acepta estoicamente el discurso tranquilizador de las autoridades, mientras la realidad es que los problemas en los reactores donde se fundió el núcleo sigue habiendo combustible con unos niveles de radiación alarmantes, al punto que los robots utilizados para tratar de evitar nuevos derrames, colapsarían si permaneciesen dentro de las vasijas de los reactores unas pocas horas. «Lo están solucionando», es la respuesta impertérrita del Gobierno, y TEPCO, una empresa de capital privado que se ha beneficiado de dinero público para afrontar su responsabilidad social.

Cruzar a las poblaciones cerradas a cal y canto por las autoridades requiere un permiso especial del Gobierno que tarda días en tramitarse. Ya en la barrera, los policías que custodian las vías que dan acceso a los fantasmagóricos municipios de Futaba y Okuma dan por hecho que aquel que cruza sabe a lo que se expone y cumplirá las tres reglas básicas: No tocar nada, no entrar en las propiedades, y no fotografiar objetos personales que puedan herir la sensibilidad de sus dueños, si es que han sobrevivido para verlo. Siguiendo rigurosamente todos estos preceptos, provista de un geiger y una simple aplicación en su Iphone, una mujer estima la peligrosidad de su visita, asegurando que «no es nociva para una inspección rápida». Se trata de Karin Taira, activista de Safecast, una organización sin ánimo de lucro que recoge datos sobre los niveles de radiación en algunos de los puntos más críticos de la zona aún cercada. «Y como se puede ver, este lugar es crítico», afirma mientras se gira hacia los reactores de la central que se distinguen a su espalda.

Si poblaciones como Odaka, o la desolada Namie, transmiten una visión distópica del futuro, la zona restringida de Fukushima es aún más tétrica. Lo es cuando el visitante se asoma a una enorme residencia de ancianos donde se ven mesas con partidas a medio jugar, así como camillas con las sábanas perfectamente planchadas a la espera de alguien que jamás llegará. También en sus decenas de esplendidos coches abandonados, y en las tiendas abiertas de par en par con unos productos nuevos que ni el más desesperado de los ladrones se ha atrevido a tocar.

Sin embargo, y muy contrariamente a lo que se podría pensar, no toda la contaminación está siempre asociada a la cercanía a donde se ha producido la fuga de radioactividad. «Las zonas más afectadas por altos niveles de radiación no fueron siempre las más cercanas al reactor, pues fue el viento el que definió la ruta de la contaminación hasta lugares como Litate que está algo lejos, a unos cuarenta kilómetros», asegura la activista, Karin Taira. Viéndose en un mapa que coincide perfectamente con lo que ha ido indicando el geiger a lo largo de la inspección, la herida radiactiva no se propagó circularmente alrededor de la central, sino en dirección noroeste hacia el interior del litoral. Al igual que sucedió en el accidente en la central nuclear de Chernóbil (el único precedente similar) fue el viento lo que hizo viajar a esas sustancias que de forma invisible nuestro planeta comienza a acumular.

En el año 2016 las autoridades japonesas dijeron que el coste de la limpieza ascendería a 180 billones de dólares, y en la actualidad, los cálculos más optimistas estiman que esa inmensa labor de saneamiento tardará 40 años en completarse. Así las cosas, basta acercarse a una de esas zonas a las que los residentes locales califican, «de descarga» para ver que el problema está aún lejos de solucionarse. Diseminadas a lo largo y ancho de toda la región, existen explanadas repletas de grandes sacos negros en los que millones de toneladas de tierra contaminada se descargan y amontonan a la espera de un destino. En total suman 22.000.000 de metros cúbicos, y existen planes para reutilizarla como base en la construcción de nuevas carreteras, idea que ha desatado la alarma en varias organizaciones ecologistas. Sin embargo, en lo que respecta a residuos tóxicos, el mayor de los problemas al que la sociedad japonesa se enfrenta, no es tanto el de cómo deshacerse de los sólidos, sino qué hacer con el millón de toneladas de agua, que a razón de 160 toneladas por día, van siendo necesarios para refrigerar los reactores dañados. ¿Cuándo se detendrá? Nadie lo sabe.