Jairo Vargas
INICIATIVA POPULAR EN VENEZUELA

El Maizal, la comuna socialista que desafía al chavismo de Maduro

En 2009, Chávez entregó a unos campesinos más de 2.000 hectáreas expropiadas a un terrateniente de los llanos para avanzar hacia lo que denominó el Estado comunal. Una década después y sin el comandante a los mandos, los comuneros siguen sus dictados, aunque colisionen con los del oficialismo.

Angel Prado recuerda al detalle el día en que su vida cambió para siempre. Fue un 6 de marzo de hace una década. Estaba recorriendo la enorme finca de la empresa agropecuaria El Maizal, en el municipio de Simón Planas, en el Estado Lara, a 400 kilómetros al suroeste de Caracas. Allí trabajaba como vigilante de seguridad, un empleo que encaja con su estatura y corpulencia. Ese día, la radio daba una noticia que marcaría un antes y un después para miles de habitantes de esta empobrecida zona agrícola del país. «Escuché por la radio que venía el comandante Hugo Chávez para inaugurar la autopista. Justo esta que atraviesa la hacienda», dice señalando la carretera. «También anunciaron que vendría a esta finca a expropiarle la tierra a los dueños. En la radio decían que estaba loco pero a mí me pareció un hombre bien arrecho. Fui a ver a mi jefe y le di mi arma», relata.

«Yo era chavista desde el principio, ¿qué otra cosa iba a ser si nunca tuve más nada que fatiga?», prosigue Prado. No se lo pensó dos veces, se había acabado, no volvería a trabajar para el empresario. «Venía Chávez, carajo, y yo me iba con mi gente, que le estaban esperando. Cuando llegó el comandante, entramos en las tierras», rememora. El presidente los reunió a todos, vecinos y trabajadores de la empresa, bajo un enorme árbol samán donde hoy se le venera como a una deidad y donde se siguen realizando asambleas de los 22 consejos comunales que se establecieron entonces. Preferirían hacerlas en el edificio de la Alcaldía, pero una jugada que consideran «bien sucia» del aparato del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y del Consejo Nacional Electoral les privó de la victoria electoral y la alcaldía en las últimas elecciones, donde Prado arrasó frente al candidato oficialista. Desde entonces, la relación entre este bastión chavista y el oficialismo es tensa en muchos sentidos.

A la sombra de ese imponente árbol, Prado recuerda ahora la llegada del comandante. «Nos dio un mensaje claro. Comuna o nada, teníamos que organizarnos, tomar las riendas de la producción del país. Éramos bastante jóvenes pero atendimos su llamado. Ahora la finca es nuestra, del pueblo. Es la comuna, es nuestra casa y nuestro proyecto de vida. El cambio ha sido radical», comenta con firmeza.

En cierta forma, Prado no ha dejado de ser vigilante. Fornido, de enormes brazos y cercano a la cuarentena, ahora es el portavoz, el líder de este proyecto que no solo desafía al modelo económico que domina el mundo, sino también al «poder constituido» en la Venezuela post Chávez, a unas «estructuras de poder que no funcionan bien», reconoce. «Apoyamos a Maduro pero nos enfrentamos a los sectores reformistas del Gobierno que han saqueado la riqueza pública», argumenta enfundado en una camiseta morada en la que se lee “Chavismo bravío”, la plataforma popular con la que ganó su escaño en la Asamblea Nacional Constituyente en las elecciones de 2017, esas que fracturaron aún más la polarizada sociedad venezolana. «Tampoco es que allí se haga gran cosa pero teníamos que llevar nuestra voz a Caracas», critica. Él está acostumbrado a otra forma más directa de hacer política.

Comida en la mesa y política en el día a día. Desde aquellas elecciones por sorpresa que Nicolás Maduro convocó tras perder la mayoría en el Parlamento, el país se sumió primero en un estallido de violencia opositora y represión gubernamental que ha dejado un saldo de más de cien muertos. Después llegó la autoproclamación de Juan Guaidó, un completo desconocido opositor que, apoyado por EEUU, el Parlamento Europeo y más de cincuenta países, logró captar el foco de los medios internacionales. Recurrentes fallos en la red eléctrica –que nadie sabe si atribuir a un sabotaje yanqui para propiciar una intervención militar o a la ineficiencia del Gobierno– han dejado al descubierto las carencias del país, pero un ridículo golpe de Estado dejó claro que ni Guaidó ni su padrino político, el prófugo Leopoldo López –ahora refugiado en el consulado español en Caracas– cuentan con el respaldo de los militares ni del pueblo venezolano. En este contexto caótico y, a la vez, más estático que nunca, la comuna sigue por libre, poniendo comida en la mesa y política en el día a día. Hechos, no solo palabras y promesas en forma de eslogan.

«En esta comuna se trabaja, se produce y vive el espíritu de Chávez», puede leerse en el cartelón de aluminio que precede a la verja de entrada, donde observan las caras del difunto presidente y la del actual, y donde ondea una bandera tricolor ya desgatada por el sol. Tras esa verja oxidada comienza una de las experiencias que quizás pueda llevar sin tapujos la etiqueta de socialismo real, un lugar donde las comunidades se encuentran, trabajan y se organizan política y económicamente. Es la Comuna Socialista El Maizal, unas 2.200 hectáreas de terreno entre los estados de Lara y la vecina Portuguesa. Windely Matos, campesino que se hace llamar “El Mesías”, detalla que la comuna ha crecido mucho en estos diez años de vida. No solo en hectáreas, sino políticamente. De ella dependen de una u otra forma buena parte de los 40.000 habitantes del municipio. Es la puerta de entrada al vasto y caluroso llano de Venezuela, que comienza algunos kilómetros más adelante, en Portuguesa. Esta es tierra de campesinos, de cosechas y de ganadería extensiva, uno de los pocos graneros más o menos productivos de un país petrolero, más acostumbrado a importar que a producir y que, bajo el asedio financiero y económico de Occidente, padece ahora una grave crisis política, institucional y social. Una coyuntura que, afirman todos los oriundos, aquí consigue paliarse porque se produce alimento y porque han logrado un grado de autogestión en el que «no se deja atrás a nadie».

Pero la comuna está lejos de ser un paraíso. Ahora es la época seca y, hasta donde alcanza la vista, no hay más que un paisaje de sabana, un secarral inclemente con algunas pequeñas naves industriales de nueva construcción e infinitas alambradas para contener al ganado. Allí trabajan a diario y desde antes de que amanezca unos 120 trabajadores de todas las edades. Gente humilde, pero agradecida de que exista este proyecto donde la única alternativa laboral es un matadero de animales o una destilería de ron. Ganan dos salarios mínimos (el doble de los habitual) y pasean miles de cabezas de ganado, desde vacas hasta búfalas lecheras. No es casualidad su nombre, ya que la producción de maíz ha sido el sustento y el impulso de este experimento que se extiende, en algunos casos, sin permiso de “papá Estado”. Empezaron cultivando 400 hectáreas, ahora son más de mil. En los primeros años obtenían cientos de kilos de grano que vendían al Estado. En 2017 consiguieron tres toneladas, y el año pasado superaron su marca, explica orgulloso Alexander Gutiérrez, uno de los comuneros que hace de guía por la extensa finca. Aquí vive poca gente, la mayoría de los trabajadores reside en las localidades cercanas o en pequeñas comunidades aisladas en las montañas, y los vehículos de la comuna hacen cada día de improvisado autobús de línea para los que deambulan por los arcenes.

Alexander recorre en una destartalada pickup soviética las calles de Sarare, de 15.000 habitantes, la capital de municipio. Allí va recogiendo a unos cuantos jóvenes en cada calle, también trabajadores de la comuna, que suben entre risas y bromas porque están descansados y saben lo que les espera: toda la noche en vela, dando paseos por las extensas tierras e instalaciones de la finca. «Hay que hacer guardia porque hay mucho malandreo. Los robos son habituales», explica el conductor, que tiene grabado a fuego en el cerebro los estridentes chillidos de los cerdos cuando son degollados por los ladrones, al abrigo de una oscuridad siniestra. «Nos roban mucho, a manos llenas. Se llevan hectáreas enteras de maíz. Ahora no hay porque es la estación seca, pero los puercos son bien golosos. Más ahora, cuando nadie tiene casi nada en todo el país», describe. «La situación está dura, no hay tiempo para descanso porque de nosotros depende mucha gente acá», asegura. La granja de cerdos es uno de los mayores ejemplos de desafío al Estado. Hace dos años que la comuna “tomó” las instalaciones de la empresa estatal Porcinos del Alba. Acudieron a la llamada de los propios empleados, que llevaban meses sin cobrar, viendo cómo los 400 cerdos que mantenían iban muriendo de hambre o eran robados. «Tomamos la granja y el Gobierno no pudo decir nada. Ahora tenemos más de 3.000 cerdos sanos con buenos cuidados veterinarios y hemos mantenido los empleos», explica el conductor mientras pasa por las instalaciones. Algo parecido hicieron con una universidad agrónoma de Sarare. «No se hacía nada, así que la tomamos y contratamos a profesores y hemos logrado que el Gobierno reconozca los títulos que aquí se imparten ahora», repica el comunero.

Nada más atravesar la frontera hacia los dominios del socialismo real, el motor de la vieja camioneta se apaga en medio de la oscura noche llanera. Se le ha acabado la gasolina, deducen todos después de intentar arrancarla sin éxito varias veces al tirón, empujada por todos los muchachos. «Quién te iba a decir que venías a hacer un reportaje y lo primero que te toca es empujar un carro», bromea Alexander. Pero la escena, dice, es la metáfora perfecta del proyecto. «Todos tenemos que empujar un carro para que prenda y avance, aunque sea una chatarra, aunque a veces falle», insiste Alexander. Así lo hacen durante unos fatigosos 300 metros. No será la última vez que haya que empujar. En El Maizal, casi todo lo relativo a la tecnología tiene algún truco, desde las bombas del agua hasta las obsoletas procesadoras de maíz. «Todo tiene piezas de otras cosas. Hay que resolver en medio de esta crisis como sea», detalla.

«Ya no puede uno irse de aquí. Sería una traición», asevera Alexander, un chavista convencido pero crítico e inconformista. Aquí se venera a Chávez y se apoya al Gobierno, pero los recelos con Maduro y sus ministros son palpables, señala. Nadie imaginaría que debajo de su gorra vieja, su camiseta de la vinotinto y sus pantalones de faena llenos de polvo ocre hay un experto técnico informático y de telecomunicaciones. Hace algo más de dos años decidió bajar la persiana de su servicio de reparación de teléfonos móviles y equipos electrónicos y volcarse de lleno en la comuna, que llevaba años frecuentando. Ahora las manos de Álex, como le conoce todo el mundo, están llenas de callos de trabajar la dura tierra y de cuidar ganado. «El trabajo tiene más fatiga, gano menos plata, pero no me falta qué comer y tengo la satisfacción de estar siguiendo el camino que marcó el comandante, de hacer patria socialista para mis dos hijos», sentencia en un descanso de su vigilancia nocturna. La crisis económica y el bloqueo comercial de Estados Unidos tampoco estaban ayudando mucho al negocio, reconoce. «La guerra se libra así, produciendo. Tenemos tierra fértil en este país y un clima de dos estaciones. El mayor error nuestro es no haber sabido producir lo que necesitamos. Chávez lo tenía claro, creó un Ministerio de las Comunas, pero parece que la gente que le rodeaba no. Hay alguna comuna más como esta, pero somos referente», añade con entusiasmo mientras se refresca en el patio de una casita en medio de la hacienda.

A diferencia de la ciudad, donde la hiperinflación y los bajos salarios están causando estragos y desesperación, aquí no es el hambre lo que dificulta el sueño, pero tampoco hay lujos. En esta casita baja de bloques de hormigón pintados de turquesa, María Angélica, de 24 años, prepara la cena para su marido, Yohander Pineda, de 26; y café para la guardia nocturna. El menú es muy parecido casi siempre: arepa sin relleno, arroz blanco, frijoles, pasta y, de vez en cuando, algo de dura y correosa carne de vaca vieja que almacena en el congelador. En una sillita, a los pies de sus padres, de vez en cuando llora Camilo Ernesto, un bebé de apenas seis meses que homenajea a los líderes de la revolución cubana, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos. «Nació en la comuna. No podíamos ponerle un nombre más revolucionario», bromea el padre mientras organiza la lista de tareas del día siguiente. «Ya no es solo levantarse pronto para ir al campo. Desde hace años invertimos para hacer algo con nuestra producción. Nos cuesta porque no hay forma de comprar piezas y repuestos, el Gobierno no nos da la materia prima que necesitamos y todo es carísimo. Pero ahora podemos procesar alimentos», relata con orgullo. Con las cuatro máquinas arcaicas que el manitas Alexander ha ido reparando, la comuna procesa el maíz para obtener harina, tuesta y muele el café que cosechan y beben todos los lugareños, aprovecha los restos de producción para obtener alimento barato para el ganado y hasta hacen su propio queso cada día, después de ordeñar a mano a las vacas.

Combatir la cadena especulativa. «Siempre hemos producido para el Estado, pero estamos teniendo problemas. No puede ser que el Gobierno nos pague 16 bolívares (apenas unos céntimos de euro) por cada kilo de maíz y luego compremos harina en las tiendas por 3.000 o 4.000 bolos (alrededor de un euro). Tenemos que combatir esa cadena especulativa», detalla Pineda, el segundo al mando de la comuna. «Con mucho trabajo y cada vez menos ayuda del Gobierno estamos haciendo más fácil la vida de la gente», destaca. Hace un par de años decidieron dar un salto cualitativo en su forma de distribuir lo que producen. «Seguimos llevando alimento a las comunidades de toda la zona pero también hemos abierto una tiendita en Sarare donde los precios de los productos son más asequibles. Eliminamos intermediarios que suben los precios y la gente puede comprar cada día», describe.

El negocio es todo un éxito. A primera hora de la mañana ya hay una larga cola en la puerta de la tienda. Harina, café, legumbres, fruta cuando es temporada, huevos, verduras cultivadas en los invernaderos de la comuna (ahora paralizados por una plaga de hongos) y, sobre todo, carne de cerdo y de vaca. «Lo de la carne ha sido una de las decisiones más acertadas que hemos tomado. No teníamos ni idea pero tuvimos que hacerlo viendo que la gente no podía pagar un kilo de carne de cochino. Cada semana matamos algunos animales y los procesamos. Todavía es muy rudimentario, tenemos que mejorar la cadena del frío, los cortes, pero hacemos llegar proteína a mitad de precio que en las tiendas normales, que han tenido que rebajarlo», relata Pineda mientras descarga de una pickup más moderna que la de Alexander cajas enteras de carne envuelta en plástico. «Es una bendición. Así de claro», comenta Mariela, de 51 años, mientras espera su turno en la tienda con la tarjeta de débito en la mano. Hace tiempo que el bolívar escasea, hay un corralito de facto en el país y los cajeros apenas dispensan 1.000 y 2.000 bolívares diarios, el doble si se espera la infernal cola en la caja de los bancos. La economía doméstica de Venezuela bascula entre una dolarización en la que la moneda americana sufre los mismos vaivenes que la local y una financiarización que obliga a pagar cualquier cosa, hasta la más insignificante, con una tarjeta de débito porque los billetes no cubren casi nada.

Los comuneros de El Maizal creen que el sueño de Chávez de lograr el Estado comunal es factible, pero quizás no interesa a parte del chavismo. Lo confirmaron durante las elecciones a las alcaldías de 2017. «La comuna ha financiado cientos de casas, dos escuelas, cuatro liceos, operaciones sanitarias... Pensamos que, si ganábamos la alcaldía del municipio, nuestro trabajo sería más eficiente», justifica el líder Prado, que fue candidato. Sin embargo, el PSUV ya tenía su propio candidato. No solo no apoyó a un consagrado líder chavista con gran respaldo entre la población local, sino que el Consejo Nacional Electoral (CNE) invalidó la candidatura que montó con el Partido Patria para Todos tras conseguir las 8.500 firmas necesarias para concurrir. Prado logró más de 9.000 votos, mientras que el candidato del PSUV, Jean Ortiz, obtuvo 5.300. «El CNE dijo que un diputado de la Constituyente no podía postular a una alcaldía, pero a otros diputados del PSUV sí se lo han permitido», denuncia Prado, que ha recurrido a los tribunales no solo que invalidaran una candidatura que se impuso con el 58% de los votos, sino también que los sufragios que obtuvo se le sumaran al PSUV en lugar de quedar invalidados.

Son muchos los que se sienten engañados por «el poder constituido» y miles de campesinos marcharon desde Lara hasta Caracas andando para protestar frente al Palacio de Miraflores. «No dieron su brazo a torcer», lamenta Prado. Fue entonces cuando los 22 líderes de los consejos comunales del Parlamento de la comuna decidieron avanzar por libre. «Si no puede ser el Estado comunal iremos a por la ciudad comunal. Hemos despertado el entusiasmo de otras comunidades cercanas, las asesoramos y apoyamos en tomas de tierra de empresarios o del Estado», dice desafiante. «El pueblo no es pendejo, apoya lo que le conviene, por eso sé que vamos por el camino correcto. Chávez no es reemplazable, solo lo reemplaza el pueblo consciente organizado. Lograremos volver a lo que tuvimos con el comandante. Sentimos que peleamos contra dos enemigos: el imperialismo y los quinta-columnistas que están en el proceso. No vamos a dejar de ser chavistas ni patriotas, de construir comuna como nos enseñó Chávez. La revolución, si es verdadera, triunfa o muere. Aquí triunfará porque no somos algo abstracto, tenemos un territorio y un pueblo con nosotros», argumenta Prado. Comuna o nada, le recuerda a Maduro.