IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El click

Y de repente, un día, aquello que dolía tanto, aquello que nos entristecía, ya no lo hace. Y si me preguntan qué ha sido, cuál ha sido el interruptor que he tocado, no sabría decir». Cuántas veces nos hemos levantado una mañana afrontando una circunstancia desafiante, dolorosa, y hemos deseado que fuera un sueño. Cuando recibimos un impacto capaz de generarnos este deseo imposible, cuando recurrimos desesperadamente al pensamiento mágico para escapar, es muy probable que esa crisis se convierta en un punto de giro en nuestra vida.

La sensación de irrealidad –espontánea o deseada– es una manera más o menos sutil de disociación, es decir, de separación y reclusión de una parte de nosotros que se ha desbordado por las circunstancias. Como si de un submarino inundado se tratara, en nuestra mente cerramos compuertas, dejando estancada en una inclusa el agua que ha irrumpido; lo haríamos sin pensar, hasta que se nos ocurriera una solución. Estos momentos, a pesar de ser tremendamente incómodos, indeseables y, por lo general, dolorosos, representan una encrucijada. Un alto –forzoso– en el camino, a partir del cual nada volverá a ser lo mismo, pero que, al mismo tiempo, son una oportunidad para seguir otro camino.

A pesar de escribirlo aquí en negro sobre blanco, con cierta lógica, todos sabemos que la vivencia de estas encrucijadas es mucho más caótica, más amenazadora; en particular, porque, junto al propio impacto de lo que haya cambiado, notamos el desmoronamiento potencial de nuestro mundo hasta el momento, principalmente del interno. Y aún con todo, hay oportunidad. Precisamente por afectar a pilares de nuestra comprensión y cohesión de la realidad, estos momentos de giro ponen a prueba no solo esas bases afectadas, sino la estructura entera.

Si hemos cuidado de la estructura, si hemos construido relaciones satisfactorias de apoyo, si conocemos nuestras reacciones emocionales y sus tiempos, si hemos conseguido tener un núcleo de concepto propio que nos gusta, que nos da sentido de solidez y satisfacción, el impacto no nos destruirá. Pese a ello, entonces es cuando vamos a necesitar de los otros para seguir manteniendo el amplio espectro y encontrar esos recursos en otros lugares propios.

Por lo general, nuestra atención está diseñada para atender primero a lo urgente y amenazante y dejar las consideraciones más sesudas o matizadas para después, eso es lo normal; así que no nos valdrán las palabras bienintencionadas que minimicen el impacto, necesitaremos recorrer esa crisis con unos ojos y oídos aliados, pero que no se inunden como nosotros. Mientras nuestra mente racional se pone en pausa, podemos confiar en que ahí atrás, en nuestro inconsciente, se va digiriendo lo inesperado y, si esa estructura es sólida en otros pilares y estamos bien acompañados, el impacto duele y confunde, pero no desintegra. Por lo menos, no como para no poder reaccionar después de un tiempo. Mientras tanto, necesitamos hablar, porque el escenario que recorreremos con las palabras es el que vamos a diseñar para el futuro; eso sí, quizá no antes de recorrer suficientemente el escenario que se ha roto, a modo de despedida.

Quiénes somos –lo que llaman los psicólogos el Yo– es siempre una experiencia a caballo entre los que fuimos y los que vamos a ser; está en contacto con el entorno y reacciona a él, cambiando aspectos esenciales hasta convertirnos en el siguiente Yo. Entonces miraremos a esa crisis como un momento importante que no nos destruyó, sino que descascarilló capas, dejando a la luz piel nueva; similar a la anterior, pero con algo distinto, nuevo, más adaptado a la nueva realidad. Nada diferente a lo que les sucede a los árboles, o a las especies animales a lo largo de las generaciones. Y ya que no podemos mantener el sueño mucho tiempo, es útil pensar que también en esta vida limitada en el tiempo, el crecimiento que surge de las crisis es reflejo del éxito de nuestra adaptación.