IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El rencor del futbolista

Un delantero está a punto de desmarcarse, el pasillo hacia portería es claro si aprovecha la ocasión, pero un defensor le hace una entrada dura que lo derriba, dejándole tirado en la banda. El equipo contrario tiene ahora la posesión, entonces nuestro jugador se levanta lleno de impulso, pero no para recuperar el balón, sino para algo diferente. Aprieta la carrera hasta llegar justo detrás del poseedor del balón y le hace una entrada por la espalda, más dura y desproporcionada que la que él recibió. El árbitro para el juego y el enfrentamiento estalla. Lo desproporcionado se hace evidente desde fuera mientras que, por dentro, la reacción puede incluso parecer nimia, insuficiente para resarcirse.

La reacción del futbolista está cargada de vergüenza al verse rebasado en sus capacidades, al perder poder delante de un grupo de personas pero también delante de sí mismo; esta llega a ser insoportable y llega a llenar el cuerpo de una agitación física de alerta, que termina desbordando los propios límites. Y es que la vergüenza tiene mucho que ver con la agresión potencial, con el desprestigio o la retirada del afecto, o del respeto. Este miedo es social, habla de la posición en el grupo y las posibles represalias si esta se pierde, pero también es íntimo.

Todos tenemos un “observador interno”, por llamarlo de algún modo, que, similarmente a cómo nuestros sensores propioceptivos evalúan nuestra temperatura corporal para autorregularnos con el sudor, este observador hace un tanteo interno de la activación emocional, del miedo, para desencadenar conductas automáticas de mantenimiento, llevándonos más allá de nuestra conciencia, en un circuito cerrado con un objetivo. El futbolista de más arriba no puede volver a pensar en el juego hasta haberse “vengado” o hasta haber hecho algo que dé salida libre a la tensión fruto de una amenaza percibida. Lo que no sabe evaluar ese observador interno en él, es el grado de ofensa, el grado de amenaza real.

Para este momento, el jugador ya tiene su cerebro inundado de cortisol y adrenalina como resultado del juego (recordemos que el deporte es un sustitutivo de otro tipo de enfrentamiento más primitivo), por lo que los nuevos estímulos entrarán también en la rueda y serán analizados desde el prisma de la competición/enfrentamiento. La cuestión es: ¿cómo puede saber el jugador cuándo la amenaza es hacia su persona y reaccionar para protegerse y cuándo el desencuentro es parte de la actividad, si su cerebro está preparado para atacar y defenderse? ¿Cómo y cuándo puede aprender a reservar su ira para que no interfiera en lo que quiere? Probablemente, si este jugador ha vivido o vive en un entorno amenazante (no solo físicamente, también estar expuestos a críticas resulta amenazante; de hecho, la mayoría de las amenazas que vivimos son más sociales que físicas), el hábito de luchar se habrá establecido en el cuerpo y, cuanto más aprendido esté en la memoria de los músculos, menos control tendrá la mente consciente para relativizar las amenazas. Ante la pugna, la reacción del cuerpo siempre gana. Y aún así, el jugador parece correr con premeditación. Obviamente, la reacción violenta no es estrictamente elegida, se asemeja mucho a una reacción de supervivencia fruto del miedo a la amenaza que sea, pero, en la vida, la premeditación y la reacción no necesariamente son excluyentes.

El rencor necesita ser alimentado para durar, necesitamos construir nuevas fantasías para seguir odiando, recordar voluntariamente lo que nos hicieron, lo que nos hace sentir tan vulnerables y nos hace susceptibles al miedo. Si no fuera por esas fantasías, el miedo no volvería con la intensidad necesaria para convertirse en ira, no pasaríamos a la acción. Probablemente, fuera del campo, no podríamos ayudar al futbolista a gestionar sus reacciones de ira sin ayudarle a gestionar su miedo, en ausencia de amenaza.