Eva Parey
De la Guerra al campo

Jornaleras sirias refugiadas en Líbano

La guerra en Siria ha transformado la vida de mujeres y niñas de la comodidad a la supervivencia pura. Sin otra opción a la que agarrarse, deben afrontar duras jornadas en el Valle de la Bekaa. El precio de su trabajo lo marca el mercado informal. Ellas son el último eslabón de un sistema jerárquico sin regular.

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Yallah! ¡Venga! ¿Quién falta?». El capataz que transporta a las jornaleras al campo hace recuento. Son la 5.30 de la mañana en el asentamiento informal Ibn Halabi y todavía falta alguna jornalera que se apresura a salir de su tienda. En total van una treintena, entre mujeres y niñas, cuyas edades oscilan entre 10 y 60 años. Hoy también va algún niño.

Originarias de las áreas rurales de Aleppo y Raqqa, la mayoría conocían el trabajo en el campo porque tenían tierras que trabajaban para consumo propio. La guerra de Siria ha alterado por completo sus vidas, desde que huyeron de su país para cobijarse al otro lado de la frontera, en el Valle de la Bekaa, región agrícola por excelencia que antaño era conocida como el granero de Roma. Solo en esta zona se refugian 350.000 sirios instalados en asentamientos informales, campamentos con multitud de tiendas, que son regidos por la figura del Shawiz, una persona de origen sirio que arrenda parcelas a cambio de dinero o mano de obra. Es precisamente el Shawiz quien se encarga de reclutar a las jornaleras, quien recibe a diario el encargo del número de trabajadoras que necesitan los agricultores y terratenientes, y quien distribuye a su vez el rol de capataz entre familiares para que controlen el trabajo de ellas. Todo ello supone el cobro de una comisión del 25% del salario que el terrateniente destina a cada jornalera.

Maryam y Houda, ambas de 11 años, viajan en el camión junto a sus hermanas mayores y madres. Han comenzado a trabajar por primera vez este verano en la recolección de patata que durará unas pocas semanas. Sus madres y hermanas llevan años recolectando pepino, judía verde, calabacín, cebolla, tomate y rábano, pero todas sin distinción cobrarán lo mismo, cuatro dólares por cada cinco horas trabajadas, a menos de un dólar la hora. Las más jóvenes acabarán por la mañana, pero las mayores trabajarán por lo menos cinco horas más bajo el sol abrasador, con una sola parada de cinco minutos por turno y una hora para comer. La madre de Maryam, Khawla y sus compañeras, pidieron hace un tiempo un incremento del salario por turno hasta 5,3 dólares pero, al haber otras refugiadas dispuestas a trabajar por cuatro, no insistieron en el tema, por temor a perder el trabajo. «Estamos forzadas, no tenemos opción», asiente Khawla con resignación.

Según un estudio reciente de la Organización Internacional del Trabajo, un refugiado sirio cobra el 40% del salario mínimo de un libanés, y el salario de una refugiada siria es un 40% menor que el de sus colegas hombres. «¿Para qué vamos a trabajar la tierra si podemos cobrar más trabajando en cualquier otra cosa?», replica el marido de una de las jornaleras que trabaja en una fábrica de pollos.

La historia revela que no ha habido un progreso en el sistema jerárquico del trabajo en el campo, solo un cambio del origen de los jornaleros. «Yo llamo cada día al Shawiz y le pido un número de trabajadoras. Como la recogida de patata no requiere experiencia, el Shawiz me trae a niños», confiesa Isaac Samir, uno de los agricultores de la región, cuya familia adquirió tierras a los pies de la montañas del Antilíbano en 1930, contratando en los años 50 a vecinos del pueblo, en los 60 a temporeros libaneses, a partir de los 70 a familias sirias que venían únicamente del país vecino a hacer la temporada y, en el momento actual, a refugiadas de los asentamientos informales cercanos.

El destino ha querido que estas mujeres trabajen al pie de las montañas que tuvieron que cruzar, algunas legalmente y otras clandestinamente, cuando el Líbano comenzó a regular la entrada al país a partir de 2015. El recuerdo del viaje de tres días desde Aleppo hasta el campamento sigue vigente en la memoria de Khawla, que vino con su hija de cinco meses en brazos, en época de Ramadán y junto a dos de sus diez hijos. «Tuvimos que pagar a la mafia 300 dólares para poder cruzar la frontera. Un coche nos esperaba de noche y nos llevó hasta el asentamiento».

La guerra en Siria tuvo efectos colaterales también en el comercio alrededor de la frontera. Así fue como la familia de Abed Zeidan pasó de dedicarse al contrabando importando aceite y gasolina desde Siria, a la explotación de sus tierras en Líbano, cultivando principalmente rábanos, pepinos y albaricoques. «La recogida del rábano es lo peor», explica Iman, la hermana de 15 años de Maryam. Se realiza en invierno y, además del frío, el campo es un fangar. A veces hay discusiones entre las chicas porque se trabaja en parcelas y los límites no están bien definidos. Y se añade la presión de tener que rellenar seis sacos grandes para poder cobrar.

La familia de Humaima se instaló en una tienda en los terrenos de Zeidan un mes antes que se cerrara la frontera en 2015. «Aquí no hay ningún Shawiz que se quede un porcentaje del salario», explica la madre, aunque deben pagar una contraprestación con parte de su trabajo. Hasta sus 26 años Humaima nunca había trabajado en Siria, pero al llegar al Líbano no solo aprendió rápidamente el oficio de jornalera, si no que se lo ha enseñado a cada una de sus hijas desde los 8 hasta los 16 años. «Mierda de trabajo. En este momento estaríamos en Siria. Ellas irían a la escuela, tendrían los estudios básicos por lo menos», explica con fastidio porque la escuela libanesa más cercana no aceptó a sus hijas y en la que fueron aceptadas está muy lejos y no hay ningún transporte. A pesar del desdoblamiento de turnos que muchas escuelas han realizado para poder escolarizar a los refugiados, hay muchos casos como el suyo, que se quedan fuera por falta de plaza o lejanía. Sus hijas más jóvenes de 10 y 12 años parece que aceptan la realidad que les ha tocado vivir. «Les gusta trabajar recolectando rábanos. Se lo toman como una competición», explica su madre.

Si en algo destaca el Líbano con respecto al resto de países vecinos de Oriente Próximo, es en la proporción de población siria acogida, un 25% con respecto de la población total. En los registros de la ONU figuran 924.161 personas, aunque el Gobierno declara que se trata de 1 millón y medio que se suman a los 4,5 de libaneses y medio millón más de refugiados palestinos. Un incremento de población difícil de gestionar en tan poco tiempo, cuya presencia inevitablemente tiene un impacto en la economía de un país que está al borde de la crisis por la mala gestión y corrupción, afectando también a la clase obrera libanesa que se siente desplazada porque los refugiados sirios trabajan por un salario mucho menor.

«La guerra ha acabado. No quieren volver porque aquí reciben ayudas, tienen casa y trabajo, pero deberían volver», comenta Mahmoud Zaher, empleado en la construcción de carreteras. De hecho, el Gobierno sirio activó en 2018 un plan de retorno al que tan solo unos pocos miles de sirios se han acogido desde entonces. El alistamiento obligatorio de cualquier hombre menor de 45 años en el Ejército es uno de los motivos, pero no el único. El pago de ciertos impuestos para acceder a la zona de Alepo desde Idlib, la inseguridad en la zona y toda una vida por reconstruir de nuevo, acaban de desalentar a cualquier familia que pudiera sentirse tentada.

A la incerteza que viven los refugiados en su vida diaria se suman las nuevas medidas coercitivas del Gobierno anunciadas a través de la armada libanesa en los diferentes asentamientos del Valle de la Bekaa a mediados de verano. Cualquier familia que tenga una construcción de cemento será demolida, lo que les obliga a permanecer en tiendas. En el caso de poseer rebaños de cualquier tipo, serán expropiados, protegiendo a los libaneses de la competencia siria para seguir vendiendo leche en los campos. Tampoco es posible subarrendar más tiendas, debiendo ser derribada una vez que una familia abandone el asentamiento, por lo que se limita el movimiento de familias que hasta ahora se producía entre los diferentes asentamientos.

Así, el temor a la permanencia de los refugiados en Líbano una vez haya finalizado la guerra se está adueñando de la ciudadanía libanesa, que en algunos casos ha dejado de tratar bien a la siria y comienza a hacer manifestaciones explícitas de rechazo, lo que afecta directamente en la jornaleras.

A Hasna se le cae una lágrima cuando explica que tres días atrás, plantando zanahorias se le rompió un bote. «El propietario comenzó a gritar que lo hice a propósito, que los sirios somos malas personas, que nos merecemos lo que nos ha pasado». Fue despedida, por lo que el Shawiz tuvo que intervenir para que la readmitieran.

Tras el inicio de la guerra, los precios del combustible se han incrementado y la bajada de precios de las hortalizas es generalizada, lo que produce un riesgo mayor para el agricultor, que no ve factible poder incrementar el salario de las jornaleras, tampoco reducir las horas de trabajo diarias. Para ellas, en cambio, el sentimiento es generalizado: «Nuestra vida está completamente destruida. Trabajamos cada día de sol a sol. No podemos hacer otra cosa. ¿Qué culpa tienen las niñas que no pueden ir a la escuela y ser educadas?».