Iñaki Zaratiegi
El oscuro príncipe de la trompeta

Miles Davis, la sordina más romántica del jazz

Se dice que en una recepción en la Casa Blanca en los años 80, una invitada preguntó a Miles Davis por qué el jazz estaba tan poco vivo en Estados Unidos. «El jazz es ignorado aquí porque a los blancos les gusta quedarse con todo», dijo el trompetista. La dama contraatacó: «Bueno, ¿pero qué ha hecho usted tan importante con su vida? ¿Por qué está aquí?». «Yo he cambiado la historia de la música cinco o seis veces. ¿Qué ha hecho usted de importante aparte de ser blanca, algo que no tiene importancia para mí?», respondió Miles. El encuentro acabó abruptamente.

Miles Deewey Davis III (nacido en 1926 en Alton, Illinois, y fallecido en la californiana Santa Mónica en 1991) fue un ser complejo, atrapado por periodos en la drogadicción y siempre revolucionario como músico. Uno de los intérpretes más importantes del jazz.

En 1982 salió “Miles Davis. The Definitive Biography”, del escocés Ian Carr, revisado y reeditado en 1998 y publicado en castellano en 2005. En 1989 apareció “Miles-The Autobiography”, escrita con su amigo periodista Quincy Troupe. En pantalla se han podido ver documentales como “The Miles Davis Story” (2002) o “Miles Electric. A Different Kind of Blue” (2004). Y, sobre todo, el biopic “Miles Ahead”, de 2016, con Don Cheadle de director e interpretando al músico.

La novedad es el documental “Miles Davis: Birth of the Cool”, completo estudio de 112 minutos que se puede ver en Netflix. Lo ensambló con dinámico nervio el documentalista Stanley Nelson Jr., presenta imágenes y grabaciones inéditas y destaca por la acumulación de testimonios: Gil Evans, Herbie Hancock, Ron Carter, Jimmy Cobb, Wayne Shorter, Quincy Jones, Marcus Miller, Archie Shepp, Carlos Santana, Joshua Redman... Hablan también amigos, vecinos, escritores o especialistas; su musa y relación más duradera, Frances Tylor, Marguerite Cantú y su última pareja, Jo Gelbard. O los hijos Cheryl y Erin y un sobrino. Un conjunto de información y observación más que de análisis.

Se ha publicado en paralelo el CD y doble vinilo “Music From and Inspired by ‘Miles Davis: Birth of the Cool’”, que combina la banda sonora con músicas desde 1947 hasta los años 80, sacadas de “Birth Of The Cool” (del que toma título el documental), la BSO de “Elevator to the Gallows”, “Miles Ahead”, “Kind of Blue”, “Sketches of Spain”, “Someday My Prince Will Come”, “Bitches Brew” o “Tutu”. Una muestra de su evolución creativa.

Extraño ruido musical. El filme arranca borroso con el trompetista ensayando boxeo en plan Muhamad Ali y con frases como «la música es como una maldición que me persigue. Lo primero de todo». La voz de Carl Lumby recrea el hablar roto de Miles, afónico de por vida tras una operación de laringe. Todas las frases están sacadas de su autobiografía. La negritud es un hilo conductor que comienza cuando recuerda que su familia vivió en San Luis rodeada de campesinos blancos «racistas hasta la médula». Un vecino explica que el padre era dentista con granja propia y el escritor Quincy Troupe afirma que eran la segunda fortuna de Illinois, lo que no les protegía del racismo ambiental.

Recuerda que su padre le regaló la primera trompeta al cumplir 13 años, pero su madre prefería el violín, lo que generó una buena bronca. Amigos de la infancia revelan que las discusiones violentas eran comunes y el propio músico confiesa que su padre dentista llegó a arrancar dos dientes a su madre a golpes.

El vecino define a Miles como un “bicho raro” que escuchaba pájaros y animales para remedarlos con su trompeta. Tocó en la orquesta del trompetista Eddie Randle, de la que fue director siendo aún adolescente. Lo hizo después en la del cantante Billy Eckstine, con otros futuros genios jazzeros: Dizzy Gillespie y Charlie Parker. «La mayor emoción de mi vida, con la ropa puesta, fue conocer a Diz y Bird», confiesa. En 1944, con 18 años, se aventuró en Nueva York. En la calle 52, epicentro del “extraño ruido musical de moda”, fue deslumbrado por el ambiente de clubs y músicos: «tocaban tan bien que daban miedo».

Empujado por su madre se matriculó en la seria escuela Juilliard; de día estudiaba a los clásicos y de noche se empapaba del jazz de los padres del nuevo estilo bebop que revolucionó el jazz y la música popular en general. «Querían ser como Stravinski, un artista puro», señala Quincy Jones. Su distinción y arrogancia abdujeron a Miles. Irene, su novia de instituto, apareció por Nueva York enviada por su suegra, con un hijo de la mano y otro en ciernes. Pero el torbellino creativo de Davis no dejaba sitio a una relación familiar: tocaba cada noche con Parker y desvela que vomitaba abrumado por la responsabilidad.

Superman negro. Fue dando con un sonido lírico único, apoyado en la sordina, que definió su estilo, y en 1956, en su primer viaje fuera de Estados Unidos, fue recibido por la élite del París existencialista cuando improvisó la banda sonora de “Ascensor al cadalso” de Louis Malle, con Jeanne Moreau. Se codeó con Picasso o Sartre y vivió un affaire de moda con Juliette Gréco. Pero su lugar estaba en la Gran Manzana, a la que regresó “deprimido”: «Me costó mucho reacostumbrarme a las putadas que los blancos hacen a los negros en este país. Perdí el sentido de la disciplina, la sensación de control y empecé a dejarme llevar. Sin darme cuenta me enganché a la heroína».

Su fuerza interior le salvó tras recluirse en la granja familiar y su vuelta, en el Festival Newport, lo consagró masivamente. Fichó por la gran compañía Columbia y antes dejó unas originales grabaciones con su quinteto para cerrar contrato con Prestige. Las vicisitudes vivenciales asentaron su creatividad como representante mayor de la improvisación con “Kind of Blue” («cambió el sonido del jazz», afirma el más joven saxofonista Joshua Redman). «Un disco que gusta hasta a quienes no les gusta el jazz», dice el batería Jimmy Cobb.

Miles se convirtió en una estrella pop: elegante, deslumbrante. “El Superman negro”, define la musicóloga Tammy L. Kernodle. Adquirió una vieja iglesia ortodoxa rusa para reconvertirla en vivienda de cinco plantas, coleccionó coches deportivos e invirtió en bolsa.

Su colaboración con el compositor-arreglista Gil Evans dio pie a “Miles Ahead”, obra cumbre con orquesta de 19 músicos. Columbia lo publicó con una modelo en portada y Miles explotó: «¿Qué hace esa puta blanca en mi disco?». La nueva edición la sustituyó por el propio trompetista. “Porgy and Bess” y “Sketches of Spain” serían los siguientes bombazos con orquesta e impuso que en sus discos salieran mujeres negras en portada, empezando por su esposa (“Someday My Prince Wil Come”).

Pero volvieron el alcohol, la cocaína y… los celos, que Miles reconoce. Frances explica que le obligó a dejar de bailar en “West Side Story”, musical de máximo éxito, y devenir ama de casa “metida en la cocina”. «Lo hice simplemente porque estaba enamorada de él», recuerda.

Descenso al infierno. En 1965 Davis fue operado dos veces de la cadera y reconoce en el filme que el dolor, la depresión, los analgésicos, el alcohol, la coca… fueron el cóctel que acabó volviéndole un maltratador, como su padre. El matrimonio se rompió. También su grupo, tras la marcha de Coltrane. Reaccionó llamando a Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams, batería de 17 años, y el nuevo quinteto volvió a romper moldes.

Pero la explosión cultural de final de los sesenta fue un tsunami: «En 1969 el rock y el funk se vendían como churros, la gente llenaba estadios, pero el jazz parecía dormirse en los laureles», confiesa. Santana recuerda que Sly, James Brown o Jimi Hendrix fueron un revulsivo para el maestro. Y fue la racial cantante Betty Davis quien le ayudó al gran cambio musical y estético. Tras perder al contrabajista Ron Carter («le dije: todo es diferente entre un contrabajo y un bajo eléctrico, excepto las putas notas. Cogí mi sombrero y me largué») y dispersarse el grupo, se pasó a lo eléctrico.

Juntó cuatro percusionistas, dos bajistas, tres teclistas… tocando a veces en comandita y nació “Bitches Brew”. Hasta la portada despegable parecía más de un grupo sicodélico. El siguiente LP “On the Corner” sería funk-jazz con sitar indio y distorsión. El escritor Greg Tate analiza que aquella «música cósmica de la jungla» contenía las bases de los futuros hip-hop, drum and bass, house y electrónica.

La efervescencia creativa le sobrepasó y volvió a las drogas y al caos. Chocó con su Lamborghini y fue hospitalizado tres meses. «Estaba artísticamente exhausto», confiesa. Su manager Mark Rohtbaum llora emocionado al recordarlo. Su hijo Erin y su sobrino Vince Wilburn subrayan: «Daba miedo». «No tocar era como quedarse sin agua para siempre». No cogió la trompeta entre 1975 y 1980.

Regreso y adiós. Salió del túnel con la ayuda de su exmujer Cicily y un régimen casi vegetariano. Un promotor puso los dólares. Miles compró un reluciente Ferrari para animarse. Contrató músicos eléctricos, recurrió a la caja de ritmos, tocó él mismo los teclados, se obsesionó por la pintura de la mano de su nueva y definitiva pareja Jo Gelbard. Fichó por la todopoderosa Warner, actuó junto a Prince y fue grabando discos supuestamente “avanzados” (“Decoy”, “Tutu”, “Amandla”), pero ya no tan inspirados.

Una época que el documental ni señala y en la que estuvo tres veces en Jazzaldia (1984, 1986, 1990). En su última visita se «perdió» con su taxista entre el aeropuerto y el hotel. Tenía fichada una peletería donde adquirió un caro abrigo de piel que llevaba tiempo esperando un cliente especial. Tocó también en el Festival de Jazz de Gasteiz en 1988.

Su último gran concierto fue en julio de 1991, del que saldría el disco “Miles & Quincy: Live at Montreux”. El 28 de septiembre falleció en el hospital de Santa Mónica, con 65 años y oficialmente por neumonía y fallo cardíaco. Algunas versiones hablaron de sida. Siempre en primera línea del inconformismo y la novedad, su álbum póstumo “doo-bop” estuvo marcado por el rap. «La primera responsabilidad de un artista es hacia uno mismo» había sido su máxima.

A casi 30 años de su desaparición y a pesar de lo difícil de su personalidad, Miles Davis concita en el documental un respetuoso recuerdo entre quienes le trataron. «¿Cómo podía crear una música tan hermosa y tener ese otro lado?», se pregunta al final su expareja Frances Taylor. Y Cortez McCoy, ilustrador de alguno de sus discos y amigo íntimo, lo despide emocionado: «Era como mi hermano, era muy auténtico. No habrá muchos más como él».