Jaime Iglesias
Elkarrizketa
Almudena Grandes

«La propia resistencia antifranquista construyó una imagen de sí misma de la que quedaban excluidas las mujeres» - Almudena Grandes

Si algo hay que reconocerle a Almudena Grandes (Madrid, 1960) es su empeño por articular una narrativa con una vocación popular muy marcada, donde el deseo de implicar emocionalmente al lector en el relato es el que parece orientar su labor como escritora. Cuando en 2010 publicó “Inés y la alegría”, dando inicio a su serie “Episodios de una guerra interminable”, lo hizo apelando al espíritu de Galdós a la hora de confrontar al lector con algunos de los momentos más relevantes de la Historia reciente hasta reactivar una suerte de memoria colectiva que permitiera reflexionar sobre las consecuencias que tuvo la represión franquista en el devenir de las sociedades.

La escritora concede que «la alegría es la virtud del resistente» a la hora de intentar definir los rasgos que atesoran los protagonistas de sus últimas novelas, cuyo compromiso ilumina la recreación de un período histórico oscuro, triste y sórdido. El quinto libro de la serie, “La madre de Frankenstein”, evoca el Madrid de los años 50 a través de una trama ambientada en el manicomio femenino de Ciempozuelos, un centro al que fueron desterradas cientos de mujeres estigmatizadas como conflictivas e inestables, cada una con su propia historia detrás. Entre ellas estaba Aurora Rodríguez Carballeira, punta de lanza del movimiento feminista durante la II República y figura denigrada públicamente tras dar muerte a su hija, Hildegart Rodríguez, en un crimen motivado por la paranoia, una circunstancia a la que pocos han atendido a la hora de aproximarse a este personaje, cuyos últimos días le sirven a Almudena Grandes de excusa para hablar de un tiempo oscuro.

«La madre de Frankenstein» se cierra con una dedicatoria bastante elocuente: «En memoria de todas esas mujeres que no pudieron atreverse a tomar sus propias decisiones sin que las llamaran putas, que pasaron directamente de la tutela de sus padres a la de sus maridos, que perdieron la libertad que vivieron sus madres para llegar tarde a la libertad en la que hemos vivido sus hijas». ¿Hasta qué punto esas palabras resumen el espíritu de la novela?

Contar una época como los años 50 desde un manicomio de mujeres equivale a construir un relato de la Historia desde los márgenes del margen, desde el lugar en el que habitan aquellas personas cuya suerte no le importaba absolutamente a nadie. En ese sentido, el manicomio de Ciempozuelos es una suerte de microcosmos en cuya esencia podemos localizar algunas de las características que definían aquella sociedad donde pecado y delito venían a ser la misma cosa y donde las mujeres estuvieron condenadas a ejercer de Gestapo de sí mismas para sobrevivir en un país donde se las estigmatizaba, donde su propio cuerpo y sus impulsos constituían un problema de índole social y donde la sinceridad y la espontaneidad eran percibidas como algo peligroso. Todo eso es lo que he querido reflejar en la novela a través de un personaje como el de María Castejón, que es la nieta del jardinero del manicomio; una chica que ha nacido y crecido entre aquellos muros y que, cuando sale de allí, para servir en Madrid, queda marcada porque comete el error de enamorarse y de pensar que el amor derriba cualquier barrera.

Muchas de las últimas aproximaciones que se han hecho, tanto en la literatura como en el cine, a los años más oscuros del franquismo ponen el énfasis en esa represión oscura, silenciosa y sórdida que padecieron las mujeres durante aquel período. En «La madre de Frankenstein», pese a estar protagonizada por un hombre, también planea esa cuestión. ¿Se trata de una decisión deliberada?

Está protagonizada por un hombre porque la Historia jugaba en mi contra. En aquellos años eran muy pocas las mujeres que se dedicaban a la medicina, menos aún a la psiquiatría, pero en “El lector de Julio Verne” o “Las tres bodas de Manolita”, por ejemplo, yo ya escribí sobre esa represión adicional que padecieron las mujeres durante el franquismo desde un punto de vista femenino. El problema de fondo que hemos arrastrado es que la propia resistencia antifranquista construyó una imagen de sí misma de la que quedaban excluidas las mujeres, cuando lo cierto es que dicha resistencia jamás hubiera sido posible sin ellas. La imagen del antifranquismo fue, durante años, la de un señor como Jorge Semprún paseando clandestinamente por la ciudad con gabardina y sombrero. En “La madre de Frankenstein” hablo de un período, los años 50, donde la represión no era ya tan sangrienta como lo había sido en la década anterior. Fue una represión mucho más sorda afianzada sobre la alianza que sellaron la Iglesia y el Estado, que lo que hizo fue fiscalizar la intimidad de las personas y eso lo padecieron mucho más las mujeres que los hombres. Ese polvo en suspensión que hacía irrespirable la atmósfera que había en la España de los 50, afectaba lo mismo a los unos que a las otras, pero ellas encima tenían que soportar el estigma de ser la encarnación del pecado, de las tentaciones, con lo cual estaban doblemente reprimidas.

Lo curioso es que articule ese discurso tomando como referencia a una figura histórica como Aurora Rodríguez Carballeira, la parricida más famosa de la Historia en el Estado español, alguien que ha sido históricamente utilizada para vilipendiar al feminismo en su conjunto. ¿Esta decisión no entraña una operación de riesgo?

Aurora es un personaje muy singular, tenía todo a su favor para haberse convertido en un modelo de la “nueva mujer española”: era una mujer muy inteligente, muy culta, que no rehuía la vida pública, que escribía, que daba conferencias, era autosuficiente económicamente, lo que la permitió no depender de ningún hombre, pero también era paranoica. Y fue su enfermedad mental la que le arrebató esa dignidad de mujer ejemplar, llevándola a cometer el más execrable de los crímenes, con lo cual la imagen que ha prevalecido de ella es la de un ser odioso. No obstante, para mí resulta una figura conmovedora, porque es un caso claro de perfección malograda. Aurora y su hija están en el origen del movimiento feminista español, aunque claro, ella luego se convierte en un problema para el feminismo por razones obvias y en un instrumento para los que buscaban denigrar la lucha de las mujeres. De hecho, en el juicio, el perito de la acusación que fue, ¡cómo no!, Vallejo Nájera, insistió en la tesis de que Aurora estaba cuerda y era responsable de sus acciones y que su crimen no era sino la demostración de lo que pasa cuando una mujer lee sin orden ni concierto, es decir, sin una dirección espiritual.

¿Qué es lo que la fascinó de este personaje para tomarlo como punto de inspiración para esta novela a pesar de la leyenda negra que arrastra?

Pues precisamente que se trata de una figura llena de contradicciones y de muy difícil interpretación. Eso, lejos de desalentarme, me animó de cara a intentar acercarme a su complejidad. A mí me gusta decir que esta es una novela llena de monstruos, donde algunos personajes son mucho menos monstruosos de lo que parecen ser y otros, pese a esa fachada de respetabilidad que atesoran, lo son mucho más. En este sentido, Aurora me parece un perfil muy interesante, cuyo crimen cumple en esta novela la misma función que tenía la guerra en mis libros anteriores: es el pasado que necesitamos comprender para entender el presente.

También es interesante que, mientras en otros libros inspirados en este caso el foco recaía sobre Hildegart, usted haya resuelto centrar su mirada en su madre. De hecho, a Hildegart la cita muy esporádicamente.

Es que para mí el personaje interesante es Aurora. Es verdad que Hildegart fue una superdotada a la que, además, hay que reconocerle el mérito de haber sido una mujer capaz de resistir la influencia de su madre y de desarrollar su propia voluntad. Pero, profundizando en el caso, te das cuenta de que el móvil que llevó a Aurora a matar a Hildegart no fue solo el deseo de esta por emanciparse, sino el hecho de que realmente estaba convencida de que había una conspiración internacional en marcha que tenía como objetivo arrebatarle a su hija. Y ese matiz, que es importante en la medida en que viene a demostrar la enfermedad mental de Aurora, te hace ver las cosas de otra manera.

A Aurora se la ha cuestionado mucho como defensora de la eugenesia, una práctica que alimentó también ese discurso supremacista del que se valieron tanto el franquismo como el nazismo.

La eugenesia es un tema fascinante por su transversalidad. Había eugenesistas de izquierdas, de derechas, había una eugenesia feminista y una eugenesia católica y, finalmente, una aplicación racista de estas teorías que es la que todos conocemos porque fue la que llevaron a cabo los nazis. Aurora e Hildegart, que fueron las fundadoras de la Liga para la Reforma Sexual en España, preconizaban una eugenesia feminista que mejorara las condiciones de vida de las mujeres eliminando los peligros de los partos e incidiendo en el bienestar de los niños nacidos. Eso tiene poco que ver con las teorías de un eugenesista como Vallejo Nájera, que en su libro “Eugamia” abogaba por que el Estado interviniera en la selección de los novios para garantizar la perpetuación de la raza hispánica. Pero en la práctica, al final todas esas teorías confluyen en lo mismo, en la necesidad de asegurar el porvenir de la humanidad mediante el perfeccionamiento genético de nuestra especie. A mí me parece que quien se arroga el derecho a decidir quién tiene que vivir y quién tiene que morir, ya se ha perdonado a sí mismo por todo lo que, a partir de ese momento, pueda hacer. Al fin y al cabo, la eugenesia es una teoría que sirve para exonerar de responsabilidad a cualquier criminal, por eso yo creo que Hildegart fue, en parte, víctima de su propia ideología.

Ha citado ya un par de veces a Antonio Vallejo-Nájera, una figura de la que hoy en día se habla poco a pesar de que su obra fue uno de los principales sostenes teóricos del franquismo en sus políticas de depuración.

Vallejo-Nájera fue el perejil que estaba en todas las salsas. Hoy en día su nombre es convenientemente silenciado porque sus teorías son un puro disparate, parecen sacadas de algún cómic hardcore, pero en su momento tuvieron bastante predicamento. Su teoría del gen rojo viene a decir que la ideología marxista resultaba de un gen intrínsecamente asociado a la inferioridad mental. ¡Vamos, que todos los marxistas eran directamente imbéciles! A partir de ahí se planteaban dos opciones para erradicar el gen rojo, una era la eliminación física del portador, cosa que se hizo con mucho entusiasmo en la posguerra; la otra, que el Estado se hiciera cargo de los hijos de los rojos para entregárselos a familias intachables que, a través de una educación patriótica, pudieran eliminar en los niños esa pésima influencia genética. Porque, a diferencia de los eugenesistas nazis, Vallejo no creía en la esterilización de las mujeres. Él, como buen católico, apostólico y romano no consideraba esa opción porque equivalía a profanar una obra de Dios. Pero sus teorías, que hoy nos parecen un chiste, dieron lugar a muchos crímenes durante la dictadura y procuraron “base científica” al robo de niños, que fue una de las mayores aportaciones de España a la historia universal de la infamia.

Frente a esa galería de monstruos, la esperanza quizá haya que localizarla en la figura del disidente, ¿no? En aquellos que se rebelan a título individual, como Carlos Castilla del Pino, el siquiatra que, según usted, le inspiró para construir el personaje de Germán Velázquez, el protagonista de «La madre de Frankenstein».

Carlos Castilla del Pino ha sido alguien fundamental en mi vida. Yo le conocí bastante y es curioso porque durante los años que traté con él nunca pensé que iba a convertirse en alguien tan importante para mí. Yo ya había leído sus memorias cuando se publicaron pero, cuando comencé a desarrollar el proyecto de estos “Episodios de una guerra interminable” y tuve claro que esta novela iba a ser la quinta de la serie y que iba a estar ambientada en un hospital siquiátrico, lo primero que hice fue acometer una relectura de aquel libro en clave exhaustiva con rotuladores y post-it de colores. Aquella relectura me proporcionó un modelo para Germán, cuya visión de la realidad social de aquella España es bastante aproximada a la que ofrece Carlos Castilla del Pino en sus memorias. También la descripción de lugares concretos como el sanatorio Esquerdo, que era un centro siquiátrico que facilitaba el ingreso durante tres meses a homosexuales que huían de la represión del Tribunal de Orden Público y a los que se firmaba un papel donde decían que estaban rehabilitados en aras de evitar que le siguiesen hostigando. Además, el propio Carlos fue un personaje que se vio permanentemente desacreditado por la siquiatría oficial franquista que recurrió a las más burdas artimañas para apartarlo de la Universidad hasta el punto de mandarle a ejercer a un dispensario de beneficencia en Córdoba donde, a los pocos años, tenía más residentes de los que había en aquellos centros gestionados por quienes le habían defenestrado. En ese sentido, me parece un personaje ejemplar y modélico.

Pero, pese al carácter ejemplar que denota esa actitud del resistente, ¿no cree que en la sociedad actual estamos todos un poco lobotomizados? ¿Echa en falta que haya más personas que levanten la voz?

Lo que ocurre es que hoy los ciudadanos tenemos una conciencia política muy inferior a la que tenían los españoles que vivieron la dictadura. Quizá porque entonces la conciencia política era algo que costaba tener y, quienes la poseían, sabían del precio que podían llegar a pagar por tenerla, y ahora, no. Además, por paradójico que pueda parecer lo que voy a decir, yo creo que vivimos una época donde resulta más fácil engañar a la gente que antes y, en ese sentido, un fenómeno como la espectacularización de la información me preocupa bastante, porque lo que busca es activar una sensación de miedo colectivo que nos paralice. Y luego están las redes sociales, que están perjudicando muchísimo el pensamiento crítico porque son medios que priman el ingenio sobre la inteligencia y la ocurrencia sobre la idea y que lo único que buscan es el aplauso inmediato. El éxito en redes sociales consiste en acumular muchísimos likes en el menor tiempo posible ¿Dónde está el análisis? ¿Dónde está la reflexión? ¿Dónde la capacidad de recopilar información antes de opinar?

¿Qué papel le concede a la literatura a la hora de actuar como revulsivo frente a esas dinámicas? Se lo pregunto, sobre todo, atendiendo a la vocación abiertamente popular de su narrativa.

Yo creo que los libros que nos gustan de verdad son aquellos que nos están contando nuestra vida y que, como tal, son susceptibles de leerse en primera persona del plural. En ese sentido, pienso que la literatura tiene la capacidad de transformar la conciencia de los lectores, no de todos, ni de todos a la vez, pero no conviene desdeñar ese poder.

Con su siguiente libro pondrá fin a esta saga de novelas que usted ha bautizado «Episodios de una guerra interminable». ¿No le tienta dar continuidad a la serie? ¿Según ha ido confrontándose con el pasado no ha descubierto nuevos episodios que le hayan inspirado nuevas historias?

Episodios hay para dar y tomar, pero también está bien que las cosas tengan un principio y un final. Yo en su momento ya dije que iban a ser seis novelas y que mi objetivo era llegar al año 1964, que marca un punto de inflexión en el devenir del franquismo. A mediados de los 60, los españoles descubrieron que había vida más allá de nuestras fronteras, se comienza a superar la miseria gracias a las remesas de los emigrantes y paralelamente estalla el boom del turismo que cambió bastante nuestra percepción de la realidad, sobre todo en la costa y en las grandes ciudades. En ese contexto, el franquismo intentó desesperadamente plegarse sobre sí mismo con la conmemoración de lo que ellos llaman “Los 25 años de paz” sin asumir que estaba cavando su propia tumba, como luego se demostró en los 70.

Cuando habla de «guerra interminable» lo que parece claro es que los ecos de aquel conflicto siguen resonando hoy en día, ¿no?

No, para mí ese adjetivo, y eso es algo que va a quedar muy claro en el epílogo de la última novela, no busca una conexión con el presente, sino que hace referencia a la mirada de aquellos que, una vez acabada la guerra, lejos de rendirse, continuaron luchando. Son los puntos de vista de estos personajes los que han guiado esta serie de novelas. Para todos ellos la guerra no termina hasta que el dictador muere y vuelve a haber democracia. Esa es la razón por la que llamé a estas novelas “Episodios de una guerra interminable”. Ahora bien, desde la irrupción de VOX lo que parece claro es que se están volviendo a escuchar ecos del pasado que una creía ya apagados.