Adriana Cortés
Elkarrizketa
Margo Glantz

«Me da la impresión de que cuando escribí mis primeros textos a máquina era en una época paleolítica. ¡Cuarenta y cinco años escribiendo a máquina!»

Suerte de autobiografía de la escritora y ensayista Margo Glantz, “Yo también recuerdo” (Sexto Piso, 2014) es un libro escrito de forma fragmentaria, donde caben lo mismo películas, libros, autores, amigos, la enfermedad, el dolor, los placeres, la alegría, la tristeza, el tema del cuerpo –eje central de su obra–, que recuerdos de su familia, las clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (las que ella cursó y las que ha dado a lo largo de tantas décadas), el arte, las anécdotas sobre escritores y, por supuesto, los viajes. El título es contagioso. “Yo también recuerdo” invita al lector a mezclar sus propios recuerdos con los de la autora de “Las genealogías”, “Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador”, “Saña”, “La lengua en la mano”, “Borrones y borradores”, “Sor Juana Inés de la Cruz: ¿hagiografía o autobiografía?”, entre muchos otros libros. Profesora emérita de la UNAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, ha obtenido, entre otros, dos de los reconocimientos más relevantes en el ámbito de las letras, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura (2004) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2010). A sus ochenta y cuatro años dice que tiene «más pasado que futuro», «el recuerdo –opina– es fundamental a esa edad, una época en la que recordamos mucho».

En la dedicatoria de “Yo también recuerdo” agradece, entre otras personas, a Rodrigo Hasbún.

Es un escritor boliviano joven que hace su doctorado en la Universidad de Cornell, Estados Unidos; tiene una revista virtual llamada “Traviesa”. Me preguntó si quería escribir unos textos sobre el esquema que había planteado Joe Brainard en “I remember”. Me pareció muy buena la propuesta y escribí diecisiete textos que me dieron el impulso para escribir el libro.

¿Quién era Joe Brainard?

Un artista plástico del círculo de Andy Warhol. En “I remember” empieza con esta anáfora: «I remember, I remember, I remember». Se hizo muy popular y lo publicó Sexto Piso hace unos años. Al plantearse la frase, de inmediato vienen los recuerdos, entonces es un tipo de textualidad muy relacionado con la autobiografía. A los pocos años de que Brainard escribiera su libro en los setenta, Perec en Francia escribió “Je me souviens”. Sin embargo, tanto Perec como yo y Brainard hacemos libros muy distintos, aunque se inspiren en la misma fórmula. La organización textual es muy distinta, los recuerdos son muy diferentes. Para Perec es mucho más importante recordar las cosas de su época, cosas públicas más que personales. Brainard recuerda su vida sexual, su vida infantil –él era homosexual, y lo plantea como un elemento muy importante y de una manera muy abierta en una época donde la homosexualidad todavía no era aceptada legalmente como ahora–. El recuerdo mío está ligado a mi propia existencia en este país y en este mundo. Además, a mi existencia como escritora, lectora y persona curiosa. Hay muchas Margos puestas allí.

¿Qué recuerdo tiene de cuando el psicoanálisis le ayudó a asumirse como escritora?

Estoy siguiendo el método Feldenkrais, importante para lograr que el cuerpo adopte las posiciones naturales que hemos ido perdiendo con la edad y el medio ambiente. El cuerpo que teníamos de niños, espontáneo y ágil y que actuaba de manera normal haciendo que sus músculos reaccionaran de acuerdo con su propio cuerpo, ha dejado de ser y el del adulto tiene demasiadas constricciones y se va deformando. Llevo casi dos años trabajando con ese método y he mejorado muy lentamente mi postura. Lo mismo pasa en el análisis. Es un proceso muy largo, donde se van trabajando cosas a través de la palabra con un analista que es como un receptor, una pantalla donde se reflejan las propias neurosis y preocupaciones y poco a poco se alteran algunas conductas. ¿En qué momento se produce una conducta nueva? Es difícil decirlo. Mi máximo deseo desde muy niña era ser escritora. Tuve relación con un padre poeta y con la lectura desde muy pequeña: era tímida, teníamos una vida muy difícil, cambiábamos de casa todo el tiempo, a veces no durábamos en una casa más de tres meses, y me daba muy poco tiempo para desarrollar amistades. Esa timidez casi patológica propiciaba que yo leyese constantemente. La literatura es para mí lo más importante y siempre deseé escribir. Empecé a escribir artículos para periódicos, hacía investigación, daba clases de teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Mi primer libro de ficción se produce cuando era bastante mayor, en 1977: “Las mil y una calorías, novela dietética”. El primer análisis que me hizo concretar mi vocación como escritora terminó en el año 69 más o menos. Un segundo análisis fue muy importante y ese libro se lo dediqué, entre muchas otras personas, a mi analista.

¿Qué lectura de infancia recuerda?

A Julio Verne, a Alejandro Dumas, la primera lectura de “La Metamorfosis” en una traducción de Borges; de una manera muy importante, Dostoievsky, que leí a los trece o catorce años. A los quince años, leí a Faulkner; evidentemente, a Hermann Hesse, a Thomas Man; empecé a leer a Proust a los diecisiete años, no lo entendí, lo volví a leer a los veintisiete años y se convirtió en mi libro de cabecera.

En su obra prevalece el tema del cuerpo: «los pies, los dientes, la nuca en Onetti, las manos de sor Juana, los pies en la literatura mexicana del siglo XIX, el pelo, una de las más curiosas relaciones que existen en la literatura entre la vida y la muerte, el erotismo y la enfermedad, por eso escribí ‘De la amorosa inclinación de enredarse en cabellos’», recuerda la autora de “Zona de derrumbe”.

Esa obsesión por el cuerpo está en “Yo también recuerdo” cuando habla de su padre como dentista.

Era una ocupación que no le gustaba en absoluto porque, como él decía, le daba horror la sangre. Él era sobre todo un artista y le costaba mucho ganarse la vida, pero no le quedaba más remedio porque tenía varias hijas y debía mantenernos. Tenía una consulta en el centro de la ciudad. Los dientes siempre han sido una especie de obsesión para mí, por lo que le cuento de mi padre, y porque siempre he tenido mala dentadura, así que mi relación con el dentista ha sido perpetua. Llevo quince años escribiendo un libro sobre los dientes, ejemplo de procrastinación espantosa.

¿Y el tema del pelo?

Siempre he tenido problemas con mi aspecto, me parece que tengo un perfil demasiado fuerte y me sigo encorvando. Tuve un cuerpo precioso, pero no me daba cuenta; no era fea, pero creía que era fea. Mi apariencia personal siempre me hizo fijarme en la de otros, sobre todo de las mujeres. También era muy importante mi relación con el cine. Por eso le dedico el libro a la «belleza levemente cinematográfica de mi madre», porque ella era una mujer muy bella, muy elegante, tenía muy buen gusto para vestirse, muy coqueta; además, era la época de las grandes artistas del cine de los años treinta y cuarenta: Greta Garbo, Loretta Young, Jone Crawford, Bette Davis, Lauren Bacall con Humphrey Bogart. Las mujeres se vestían extraordinariamente bien, todas tenían una especie de allure, un garbo que yo anhelaba tener. Advertí desde muy jovencita cómo el cuerpo femenino era un sujeto fundamental de la literatura, aunque la mujer era más objeto, se efectuaba siempre un proceso de cosificación. Además, muchísimos libros del siglo XIX llevan el nombre de una mujer: “Anna Karenina”, de Tolstói; “María”, de Jorge Isaacs; “Jane Eyre”, de Charlotte Brontë...

Usted también recuerda que es disléxica.

No me había dado tanta cuenta cuando escribía a máquina. Ahora escribo en el ordenador. Hago muchas versiones y es imposibles guardarlas todas. Cuando me parece que una versión empieza a tener cierta estructura, la imprimo y la corrijo a mano, la vuelvo a trabajar y la vuelvo a imprimir. A veces tengo hasta veinte versiones impresas. Escribía mucho a mano pero tengo muy mala caligrafía y a veces me es muy difícil entender mis propios escritos. El ordenador permite ordenar los archivos en el mismo ordenador. Me acuerdo cuando escribí mi tesis en París, en los cincuenta. Hice fichas, y cuando se trataba de redactar la tesis las tenía todas dispersas sobre el suelo, ¡era un trabajo tremendo! Por eso me parece muy interesante “Vanishing point” (Punto de fuga), un libro de David Markson (un escritor estadounidense) que es, en parte, el intento por organizar fichas que tenía en una caja de zapatos; novela sui generis, investiga las cosas más cotidianas y más absurdas que aparentemente a nadie le interesaban de la vida de los escritores y sus personajes favoritos, incluyéndose a sí mismo. Una de las cosas que plantea es la dificultad para encontrar cintas para su máquina, los correctores para máquina, o a alguien que compusiera su máquina de escribir: ya no había técnicos que lo hicieran, es algo impresionante. La vertiginosa caída en lo obsoleto. Me da la impresión de que cuando escribí mis primeros textos a máquina, desde 1945 aproximadamente, hasta 1990, era en una época paleolítica. ¡Cuarenta y cinco años escribí a máquina! Carlos Monsiváis escribía a mano, tenía un ejército de amanuenses que le pasaban sus escritos al ordenador. Sergio Pitol escribe a mano. En el escrito que hice para ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua, una de las cosas que más me interesaban era saber cómo escribían José Gorostiza y Juan Rulfo: los cuadernos de Rulfo se escribieron con qué colores de tinta, de qué tamaño eran los cuadernos. Todo eso es fundamental para un escritor, se apoya en una mecánica para poder sentarse a escribir. Yo tengo miles de libretitas, de diarios que voy dejando a la mitad. ¡Pero no puedo leer mis escritos porque no tengo buena caligrafía!

El corazón es crucial en su obra.

Siempre me producía una gran curiosidad analizar el problema del corazón relacionado con el sentimiento y el amor. Las canciones rancheras, los boleros, los tangos hacen siempre referencia al corazón. Lo trabajé mucho en varios sonetos de sor Juana porque allí empieza a esbozarse el que sería el dogma del Sagrado Corazón de Jesús y su importancia en los distintos autores contemporáneos a ella en el siglo XVIII. En la modernidad, en medicina y fisiología, el corazón se vuelve un órgano fundamental para la ciencia y la literatura. En “El rastro”, el corazón es el elemento fundamental, tanto en el sentido de su funcionamiento científico como en el del imaginario del corazón en general.

Recuerdo que a Margo Glantz le gustan los marrons glacés y el oporto y que es feminista, «avant la lettre, absolutamente –confiesa–, sin pertenecer absolutamente tampoco a ninguna corriente específica del feminismo». Aunque no es militante, lee libros sobre feminismo. Recuerda a Nicole Loraux, «historiadora francesa que estudió la historia, la literatura y la filosofía griegas y todo eso lo hizo a partir de una ausencia en la crítica y en la propia cultura griega: el problema de la mujer». Aunque, por otra parte, añade, «la mujer es excesivamente visible, por ejemplo, en las tragedias griegas. Casandra, Penélope, Antígona son personajes muy importantes y, sin embargo, la mujer no podía salir del gineceo, no la dejaban asistir a los velorios porque lloraba muy fuerte. Me gusta mucho ese tipo de escritura que investiga esos temas de la mujer en un mundo que intenta anularla».

Y recuerdo los colibríes en su patio. Imagen «de lo evanescente por su forma de volar, ese movimiento incesante y la rapidez con que desaparece, y esa relación tan hermosa con las flores, están libando de las flores», el colibrí, asegura Glantz, «plantea al mismo tiempo el presente de la escritura y la rapidez con que ese presente se evapora. Es una pausa en el recuerdo».