Joseba Eceolaza
Miembro de Batzarre
KOLABORAZIOA

Dobles víctimas

Superar una época traumática resulta a veces agotador, porque las tareas colectivas e individuales son profundas, pero es necesario hacerlo si no queremos que se alargue en el tiempo indefinidamente. Ya que la violencia no sólo afecta directamente a las víctimas y a los victimarios sino que conlleva repercusiones negativas en la moralidad del conjunto de la sociedad.

Porque el culto a la violencia, necesario para justificarla, termina por moldear muchas conciencias y personalidades. Y esto dificulta el intercambio de ideas. Para matar hace falta deshumanizar, para agredir hace falta estar convencido de que el otro es objeto legítimo del odio. Y para vivir en ese engaño hace falta creer en una perversión; lo que hace el otro es peor.

La mayor vileza imaginable es el tiro en la nuca, así de forma fría, por eso no podemos soportar esa imagen de París sin conmovernos, cuando ejecutan en el suelo a un policía después del atentado de Charlie Hebdo.

Está claro que el enfrentamiento armado deja poco sitio para la libertad y la democracia, pero sobre todo deja poco sitio para la sensibilidad y la empatía. De ahí que por ejemplo, haya existido una asimetría del dolor tan palpable.

Desde muchos ámbitos, las guerras nos las venden como algo épico, lleno de héroes y gestas, gente entregada y causas fabulosas, pero las guerras y la violencia son sobre todo un trauma.

La izquierda ha centrado históricamente su debate sobre la violencia en dos conceptos: la justicia y la ética, pero le hemos dedicado poco tiempo al impacto social que la violencia tiene en la sociedad, que va más allá del dolor contemporáneo y presente, porque se extiende en el tiempo, por lo menos durante tres generaciones, como ha venido a demostrar la memoria histórica del 36. Le hemos dedicado cientos de horas al debate sobre lo justo o injusto, y conveniente, de la lucha armada en relación al sufrimiento causado y los bienes obtenidos, casi sin advertir del daño que la violencia causa durante un periodo largo de tiempo.

La curva de la intimidación, el impacto personal y social de la violencia, el dolor de la víctima y la carga del victimario, la profundidad de la empatía, la autojustificación, han sido conceptos a los que les hemos dedicado poca atención.

Por suerte ese momento prepolítico está mayoritariamente superado, y hay cierto consenso en una idea básica: en democracia no se puede asesinar a alguien por pensar diferente.

Una vez superada esa idea básica, sin la cual es difícil reflexionar, aparecen dos concepciones que distorsionan el futuro: la violencia es consecuencia de un conflicto político y aquí hubo dos violencias equiparables, y (se sobreentiende) la nuestra era una violencia justa porque era de respuesta.

Ante la primera, la respuesta es fácil; en multitud de lugares del mundo hay problemas de convivencia y encaje político pero la consecuencia inevitable y lógica no ha sido matar al otro. Eso ha sido consecuencia de una decisión colectiva e individual autónoma, y no inducida por el contexto político, ni por un pueblo mítico que lo demandaba.

Ante la segunda, nos encontramos con un debate que ha revivido. En primer lugar, la violencia del 36 no justifica la violencia de ETA, y esta nunca puede justificar la reacción ilegitima del estado a través de torturas y desapariciones.

A partir de ahí, algo más debe quedar claro: todas las víctimas, en tanto personas agredidas, deben contar con los mismos derechos a la reparación, la verdad y la justicia. Y para eso Navarra se encuentra en una posición privilegiada al contar con tres leyes (la del terrorismo de ETA, la de violencia policial y la de memoria histórica) que suponen una guía normativa a seguir.

Las víctimas de ETA, el 90% en democracia, han tenido apoyo institucional pero no han tenido el reconocimiento social necesario, y las víctimas de la violencia de grupos parapoliciales no han tenido el apoyo institucional y han tenido que moverse en un espacio de impunidad jurídica frente a los abusos del estado o de los grupos de extrema derecha

Pero aquí no han existido violencias cruzadas, ni dos ejércitos legítimos que se han enfrentado, ni mucho menos un enfrentamiento entre dos pueblos, ni tampoco una responsabilidad diluida en que «todos cometimos errores». Que haya sufrimiento y víctimas de la violencia policial, no supone que tengamos que hacer un relato igualador, porque las víctimas no se compensan, en todo caso se suman. Como dice Carlos Beristain «el reconocimiento de la pluralidad del sufrimiento de violaciones de derechos humanos cometidas y el asumir la responsabilidad del estado en ello no tiene porqué suponer igualar los mecanismos de victimización ni aceptar simetrías o decir que todo ha sido igual».

Para consolidar la paz positiva, que es más que la ausencia de violencia, hace falta deconstruir el andamiaje conceptual y emocional que justificó la muerte. Y eso viene a recordarnos que la violencia no sólo fue un error sino que sobre todo fue un horror, ante el que algunos optaron (optamos) por mirar hacia otro lado, ahora todavía con dolor de cuello toca enterrar las ideas fundamentales que justificaron el asesinato, no tanto como la derrota y la humillación frente unas ideas políticas, sino como la victoria de la ética sobre la barbarie.

En el caso del 36, por ejemplo, para no abordar el dolor se decía «los dos bandos hicieron barbaridades». No caigamos en el error de lo difuso otra vez, porque lo pagaremos durante generaciones.