Karlos ZURUTUZA
Misrata
GUERRA EN LIBIA (III)

MISRATA, LOS SECRETOS DE LA CIUDAD-ESTADO LIBIA

Una gran capacidad militar unida a altos niveles de seguridad y un tejido social compacto convierten a la ciudad de Misrata en lo más parecido a un Estado hoy en Libia.

Aterrizaje en el aeropuerto de Misrata. La hilera de vetustos cazas rusos roñándose bajo el sol nos puede llevar a subestimar a la administración local. Sería un error porque el severo interrogatorio nada más cruzar el control de pasaportes anuncia que aquí nada se deja al azar. Tras las preguntas sobre la naturaleza de la visita vienen las instrucciones sobre el restrictivo protocolo impuesto a los informadores.

«Cumpla las normas y no tendrá problemas», apuntilla la conversación el funcionario. Situada a 187 kilómetros al este de Trípoli, Misrata es la tercera ciudad en Libia, tras la capital y Bengasi. Su medio millón de habitantes debe su gentilicio a los misuratii, una tribu amazigh cuya existencia en la zona documentaron los romanos. Luego llegarían los árabes, y más tarde los otomanos, que convirtieron esta plaza en salida al mar del comercio trans-sahariano: desde oro hasta esclavos.

Hoy Misrata carece de todo vestigio del esplendor de pasados imperios. A falta de un elemento urbanístico destacable, el centro de la ciudad está marcado por un mástil desde el que ondea una enorme bandera libia. Se ve desde cada rincón de la ciudad. En Misrata, los únicos edificios singulares son los que siguen mostrando las cicatrices de aquel asedio de tres meses a manos del Ejército de Gadafi, durante la guerra de 2011.

En la avenida Trípoli, la arteria principal, es fácil dar con las desconchadas torres en las que se apostaban sus francotiradores. Aún quedan casas sin tabiques, y tabiques sin casa; escaleras que ascienden hacia la nada; balcones que cuelgan en ángulos imposibles… Hay incluso un curioso cafetín donde se fuma narguilé entre los escombros del que, dicen, era un restaurante español.

«Solo la voluntad de Dios nos permitió sobrevivir a aquellos tres meses de asedio», subraya Abu Bakar Miraz desde su tienda de comestibles. El comerciante, que cojeará hasta el final de sus días por una bala perdida en esta misma avenida, dice que perdió a dos hermanos durante la ofensiva. En Misrata lo difícil es encontrar a alguien que no cuente bajas en su familia tras aquello.

Miraz despacha justo en frente del Museo de la Guerra. Dice ignorar las razones por las que éste permanece cerrado, pero su exterior ofrece una colección de reliquias y trofeos de guerra. Destaca el puño dorado agarrando a un avión americano que los misratíes se llevaron del bunker de Gadafi en Trípoli. «Si ha viajado por el resto de Libia habrá comprobado que no hay lugar tan seguro como Misrata. Aprendimos aquella lección con sangre, y nuestras milicias son hoy las más fuertes del país» sentencia el tendero, orgulloso. No le falta razón.

De los 26 millones de armas (cuatro por habitante) que se estima circulan por el país, un gran porcentaje se encuentra en manos de los misratíes. No en vano, las más de 60 milicias locales se han convertido en la fuerza de choque principal en la ofensiva sobre Sirte, el bastión del Estado Islámico en Libia. Se trata de una operación militar coordinada con el llamado Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA en sus siglas en inglés), el tercero en Libia tras los de Trípoli y Tobruk, y que cuenta con el respaldo de la ONU.

Fathi Ali Beshaga es uno de los artífices de dicho vínculo. Este misratí de 60 años es el coordinador entre el GNA y el llamado Centro de Operaciones Especiales, el mando militar local. Hombre de negocios de éxito, Bashaga fue también uno de los parlamentarios insumisos cuando la cámara se trasladó a Tobruk en 2014. Quiere dejar algo claro desde el principio: «En el caso de Misrata no podemos hablar de milicias porque no son grupos armados con un corte religioso sectario sino una auténtica fuerza militar», subraya Bashaga, desde su despacho en una de sus tiendas de neumáticos de coche. Según dice, las lealtades en esta región del Magreb son de otra naturaleza.

«Piense que existen unas 20 tribus en Libia con las que todos, italianos (1911-1947), el rey Idris (1951-1969) o Gadafi (1969-2011), tuvieron que lidiar. En el caso de Misrata la ecuación de Gadafi siempre jugaba a nuestra contra enfrentándonos con nuestros vecinos por lo que nuestra oposición era inevitable en 2011», acota el controvertido prohombre misratí. Fue ese mismo juego de lealtades el que llevó a la vecina Tawargha a 40 kilómetros al este, a convertirse en el lugar desde el que Gadafi lanzó el asedio sobre Misrata. Hoy es una ciudad fantasma a la que sus 30.000 habitantes, la mayoría descendientes de aquellos esclavos con los que comerciaban los otomanos, siguen soñando con volver desde los precarios campamentos de refugiados que ocupan desde 2011.

Las brigadas de Misrata atraviesan Tawargha a diario camino del frente de Sirte, pero el secretismo en torno a uno de los episodios más oscuros de la guerra hace que una simple parada en el lugar no sea una opción. «Alguien podría veros y denunciaros a la Inteligencia», advierte Ali Kauafi, veterano de 2011 y hoy policía local.

«Estamos paranoicos porque hemos combatido en casi todos los frentes del país y tenemos muchas cuentas pendientes. Si Trípoli y Tobruk firman la paz algún día nos atacarán juntos a continuación», añade, suscribiendo un pensamiento muy extendido entre los misratíes.

El café que los libios preparan con maestría es uno de los escasos recuerdos aún vivos de la ocupación italiana. Todos coinciden en que el mejor en Misrata es el de la cafetería Spectra, un pequeño local frente al escombro aún sin recoger de lo que un día fue un monumento al «libro verde» de Gadafi. Su café (Lavazza), su conexión wifi y una enorme pantalla de plasma que únicamente parece sintonizar la MTV americana aseguran al Spectra una parroquia joven y fiel. Aquí es fácil dar con Walid Mohamed Abu Sela a partir de las doce de la mañana, o justo después de comer. A la noche también está localizable en cualquiera de las calles de la ciudad ya que Abu Sela es el capitán de la Patrulla Nocturna. Es un cuerpo de 50 hombres que velan para que, también de noche, Misrata siga siendo una de las ciudades más seguras de Libia.

Tras un briefing a sus hombres que comienza a las 12 de la noche, el equipo salta a las furgonetas pick up en dirección a la plaza de la bandera. Allí desplegarán un primer control de seguridad junto a las fuerzas del Ministerio del Interior.

«Nuestro mayor temor es que terroristas del ISIS aprovechen la noche para entrar en la ciudad», explica el capitán. Dos dientes perdidos y tres puntos de sutura en su oreja derecha dan fe de una reyerta reciente. «No eran del ISIS sino ladrones vulgares intentando robar en una tienda de ropa», le resta importancia Abu Sela. Además, añade, «a los yihadistas no hay que encerrarlos sino matarlos». El capitán asegura que las noches transcurren tranquilas. Como la de hoy.

Aparentemente, los casos más comunes son los de los conductores borrachos. «Yo siempre les digo a los jóvenes que beban en la playa, en el desierto, en casa, pero nunca en la calle», explica Abu Sela entre el sonido del walkie talkie, mientras conduce por calles desiertas y en paz.

Ni siquiera la repentina aparición de un coche solitario circulando a una velocidad llamativamente baja levanta sospechas. «Conozco ese coche; sé quien es su dueño y dónde vive. Esto no es Trípoli o Bengasi; aquí nos conocemos todos», continúa. «Aquí todos somos de Misrata».