Santiago ALBA RICO
Experto en el mundo árabe residente en Túnez
SEIS AÑOS DESPUÉS DE LAS PRIMAVERAS ÁRABES

Túnez, un país cada vez más «europeo»

Seis años después, Túnez constituye una curiosa excepción, pero en el sentido de que su situación es menos comparable a la de Libia o Egipto que a la de los países europeos. Túnez no vive un proceso de radicalización islámica sino de desdemocratización general, parecido al de Francia o España.

L a pasada semana, el primer ministro tunecino, Youssef Chahed, visitó Alemania y mantuvo una tensa reunión con su homóloga, Angela Merkel. ¿La fuente del litigio? La escasa diligencia de las autoridades tunecinas en repatriar a 1.500 inmigrantes clandestinos que el atentado de Berlín de diciembre de 2016 –cuyo autor, Anis Amri, procedía de Túnez– ha vuelto potencialmente amenazadores, al menos en términos electorales. Alemania, que pisa los talones a Italia por sus inversiones en el país norteafricano, quiere seguir también sus pasos a la hora de establecer un acuerdo migratorio bilateral y presiona además para que el gobierno de Cartago abra campos de refugiados en su territorio. El rechazo de Chahed tiene poco que ver con la defensa de la soberanía. Como es sabido, Túnez es el máximo exportador mundial de yihadistas (entre 3.000 y 5.000 según las fuentes) y los retrocesos militares de Daech en Siria e Irakhacen temer ahora su retorno.

Este «retorno» se ha convertido en una verdadera obsesión, alimentada por los medios de comunicación y por la propia izquierda «erradicadora» (cuya islamofobia, muy europea, nada tiene que envidiar a Le Pen). Hace un mes, por ejemplo, unos pocos millares de personas se manifestaron en la Avenida Bourguiba de la capital –algunos claramente partidarios del régimen de Assad– exigiendo al gobierno medidas de excepción, entre ellas la retirada de la nacionalidad a los yihadistas tunecinos, demanda que va ganando apoyo y que el propio presidente de la República, el reaccionario Caid Essebsi, ha tenido que recordar que es incompatible con la Constitución. Ahora bien, si a un amplio sector de la opinión pública le inquieta cada vez más «el retorno de los yihadistas», a Amnistía Internacional le preocupa más el uso que se está haciendo de la lucha antiterrorista y de la sicosis general para suspender o hacer recular las conquistas formales de la revolución de 2011: bajo el «Estado de urgencia», denuncia la organización internacional, se vuelve al «ancien régime» y se multiplican los arrestos arbitrarios, los allanamientos policiales y los casos de tortura. Este terror a los «retornados» no sólo justifica las violaciones del derecho sino que además alimenta –como bien advierte el periodista Seif Soudani– «una criminalización de la revolución», fuente original de todos los males a los ojos de esos sectores «laicos» –de derechas o de izquierdas– que no distinguen entre Daech y Ennahda o que, en todo caso, con una muy corta memoria, hacen responsable al gobierno de la Troika (diciembre 2011-enero 2014) del yihadismo terrorista.

El único plan que tiene el gobierno tunecino para los «retornados» es la cárcel. Hay en ellas ya unas 1.500 personas condenadas o pendientes de proceso por sus relaciones, probadas o no, con el yihadismo. Son muchas más, sin embargo, las que están allí por consumo de drogas, especialmente de zatla (cannabis): unas 6.700, según el ministerio de Justicia. Unos y otros, presuntos yihadistas y consumidores de hachich, son jóvenes entre 18 y 35 años que de algún modo, como sugiere el sociólogo Hamza Meddeb, mezclan sus destinos en prisión.

Según el artículo 52 del código penal basta fumar un porro para pasar entre uno y cinco años encarcelado. Ese artículo fue introducido por Ben Ali en 1992 con el objeto de perseguir a los opositores políticos y hoy se sigue usando con propósitos semejantes para criminalizar y controlar a los más jóvenes, potenciales rebeldes o «terroristas». «Ocho policías se abalanzaron dentro de casa en uniforme antidisturbios para una operación antiterrorista», cuenta Slim. “«Al no encontrar ninguna prueba nos obligaron a hacer el test de orina y nos arrestaron por consumo de droga».

La historia de Slim, dice Debora del Pistoia, que ha recogido éste y otros testimonios, es «la cotidianidad de la rutinaria represión juvenil». Las presiones del movimiento «Al-Sajin 52» y las críticas de organizaciones de derechos humanos lograron que el Parlamento se plantease en 2014 la revisión de la ley; pero, tras dilaciones y tropiezos, el nuevo proyecto presentado en enero de 2017 por el gobierno de Chahed no sólo mantiene la pena de cárcel para los consumidores sin antecedentes sino que aumenta a 5000 dinares la pena económica. Curiosamente una de las pocas voces que ha pedido la despenalización total del consumo ha sido Lotfi Zitoun, diputado del partido islamista Ennahda.

Seis años después de las revoluciones árabes, Túnez constituye, como vemos, una curiosa «excepción». Lo es, sin embargo, en el sentido de que su situación es menos comparable a la de otros países de la región –Libia o Egipto, pero también Argelia– que a la de Francia y los países europeos. Túnez no está experimentando un proceso de «radicalización islámica» sino de des-democratización general tras una revolución triunfante y en el marco de una transición democrática muy frágil y muy limitada. Este proceso de des-democratización, parecido al que experimentan Francia, Bélgica o España, alimenta sin duda la «radicalización islámica» de un sector juvenil, social y económicamente desamparado y privado de voz en las instituciones, pero es mucho más peligroso que la propia «radicalización», como lo es también en Europa, entre otras razones porque –al igual que en Europa– no va acompañado de ninguna alternativa por la izquierda.

Túnez parte de condiciones más frágiles y está mucho más expuesto a retrocesos rápidos e impunes. Su proceso de des-democratización, que ilumina su «excepción regional» al tiempo que su «vocación europea», tiene a su vez causas específicas. La primera es, sin duda, geopolítica: en medio de las expresiones más caóticas de la derrota de las revoluciones árabes, mal asentada entre Libia y Argelia, que la fragilizan y de las que depende económicamente, Túnez depende cada vez más también de la UE y de los EEUU en la lucha contra el terrorismo, una lucha cada vez más asociada, como veíamos al principio, a la guerra contra la inmigración. Sobre esa misma combinación (la confusión interesada entre el antiterrorismo y las políticas migratorias) se sostuvo la dictadura de Ben Ali durante 24 años.

 

La segunda causa es política e interna: el derrocamiento de Ben Ali no trajo aparejada una «ruptura» sino una recomposición del sistema. Esa recomposición, que ha ampliado el consenso de élites, como en la España de 1978, para incluir en este caso a las familias de Ennahda, impone límites muy claros a cualquier tentativa de profundización democrática que choque con el «Estado profundo», enquistado en el Ministerio del Interior, o con los intereses de la clase empresarial.

En un país en el que la corrupción, causa de la revuelta de 2011, no ha dejado de aumentar al mismo tiempo que el paro y la pobreza, las protestas sociales crecientes son respondidas con represión y criminalización. Digamos que la recomposición del régimen es buena porque amplía el número de socios, obliga a negociar y abre un margen democrático a la acción política, pero al mismo tiempo deslegitima todo forma de oposición. Fuera de juego la izquierda, el régimen tiene ahora tres patas: el «ancien régime», el sindicato UGTT y el partido Ennahda. La renuncia de los dos últimos a toda voluntad «rupturista» deja el descontento social expedito –como en Europa– a los nostálgicos de la dictadura y a los yihadistas, que se cortejan y solicitan recíprocamente. El descontento social criminalizado acelera los procesos de des-democratización y de yihadización alternativa.

 

En medio de estos retrocesos muy «europeos», la excepción tunecina tiene sin embargo un asidero local muy esperanzador. Me refiero a los trabajos de la Instancia Verdad y Dignidad, la única institución del Estado que prolonga el aliento «rupturista» de la revolución y que, por eso mismo, ha encontrado toda clase de obstáculos en su camino. Según Sihen Ben Sedrine, la instancia que ella dirige ha conseguido fotocopiar 13.000 cajas de documentos guardadas en los archivos del Palacio Presidencial, pero el conjunto de los archivos relativos a la «seguridad nacional» siguen en manos del Ministerio del Interior. Documentos destruidos tras la fuga del dictador, documentos purgados, documentos retenidos, la Instancia Verdad y Dignidad ha logrado, no obstante todo, contra viento y marea, contra la derecha y contra la izquierda, reunir miles de testimonios que revelan los crímenes de las dictaduras de Bourguiba y Ben Alí.

Aún más: ha conseguido hacer públicos los testimonios de muchas de las víctimas a través de sesiones abiertas, retransmitidas por televisión, que están sacudiendo las conciencias de los tunecinos y recordando las razones por las que tantos jóvenes, hoy de nuevo perseguidos o criminalizados, dieron su vida en 2011. La instancia Verdad y Dignidad y sus dolorosos testimonios constituyen la grieta luminosa –el único desgarrón de luz– en un marco democrático apenas abierto y que, como en el resto del mundo, está más cerca de cerrarse del todo que de ampliar su holgura.