Iñaki SOTO
Director de GARA

Resulta que, aun sin violencia, todo parece posible en el Estado español

Durante años el mantra del autonomismo vasco ha sido que «sin violencia todo es posible». Era una fórmula de deslegitimar a ETA y a los miles de vascos y vascas que la apoyaban. «Si lo que defienden es viable por vías pacíficas y democráticas, ¿por qué defender la violación de derechos humanos en nombre de esos objetivos?».

Las razones por las que la izquierda abertzale y en particular ETA cambian de estrategia son complejas y difíciles de resumir. El debate de la legitimidad social, junto con el del sentido revolucionario de las prácticas políticas –ahí se sitúa el debate ético interno–, son centrales en el conjunto de decisiones que abren esta nueva fase histórica en Euskal Herria. Lo que no está sobre la mesa es una súbita epifanía sobre la cultura democrática del Estado español. Nadie en ese movimiento cree que el Estado español ha cambiado, que sigue una senda de democratización, sino que hay que cambiar para poder vencerle. Ahora, por vías exclusivamente democráticas y pacíficas. A la gente esto le puede parecer bien o mal, pero sin ánimo exhaustivo y abierto al debate, es básicamente así. Por ejemplo, aunque se le sumen unas pinceladas de épica policiaca, el marco sigue vigente.

El proceso catalán está demostrando que el Estado español no tiene ninguna voluntad de abrir cauces para los proyectos democráticos y pacíficos que existen en las naciones sin Estado. No es solo que sin violencia todo lo democráticamente justo no sea viable, sino que el Estado español plantea las mismas medidas o parecidas a las que se aplicaron al caso vasco durante los tiempos de conflicto armado.

Hagamos un sumario: ilegalización de partidos; excepcionalidad jurídica y «Derecho del enemigo»; detención de electos; macrosumarios contra organizaciones políticas y sociales; inhabilitaciones masivas; censura y ataques a la libertad de prensa; red de medios y periodistas adscritos a ministerios difundiendo argumentarios y versiones oficiales; Policía política dedicada a generar descrédito e inestabilidad; despliegue de las FSE para reprimir movilizaciones; amenaza de intervención militar; agresiones callejeras por parte de grupos parapoliciales; rechazo a la negociación política y a la mediación… Es decir, aun sin violencia por parte de los catalanes, los mandatarios españoles quieren hacer lo mismo que decían que hacían porque algunos vascos practicaban la violencia.

[Excurso: El único punto en el que difiere las políticas a aplicar a vascos y catalanes es el de la tortura. Esta ha sido la violación de derechos humanos más sistemática por parte del Estado en Euskal Herria, practicada de modo clínico y con un sesgo étnico evidente. Era un sistema aplicado específicamente a vascos y vascas basado en una legislación «antiterrorista» diseñada para este caso. Aunque no fue nombrado en el último pleno de política general entre las prioridades del Gobierno de Urkullu, el forense Paco Etxeberria y su equipo concluirán pronto un informe que mostrará la dimensión de esta lacra. No hace falta salir de nuestra tierra para ver líneas rojas, solo hace falta establecerlas como tales].

De esta realidad creo que se pueden inferir al menos dos lecciones. La primera puede resultar contradictoria con ciertas lógicas, pero creo que es importante formularla. Tener la razón sobre unos hechos no implica que de ahí devengan consecuencias políticas directas. La política no es un tribunal de méritos histórico-analíticos. Es decir, que todo no fuese posible sin violencia política no quiere decir que con violencia lo fuese.

Por otro lado, hay que recordar que la denominada «lucha contra ETA» supuso abrir la puerta a un sinfín de violaciones de derechos humanos, políticos y civiles. Cambios legislativos y acuerdos políticos que abonan la excepcionalidad y que se han mantenido vigentes, por si refresca.

Evidentemente, no todas las personas que estaban contra ETA aceptaban este marco intelectual y de actuación, pero el efecto perverso fue que muchas de ellas decidieron bajar la vista o mirar para otro lado. No apoyaban la tortura o las ilegalizaciones, pero nunca hicieron ninguno de los gestos que hicieron para denunciar a ETA. Si lo que estaba pasando ante sus ojos era cierto –y nadie en Euskal Herria, lo justifique o no, niega que fuese así–, se estaban cometiendo esas injusticias y crímenes en su nombre. La gente que apoyaba a ETA asumió el coste ético e intelectual de la parte que les tocaba. Esta es otra parte del debate ético que ha dado y deberá seguir dando la izquierda abertzale, en mi opinión. Sin embargo, mucha de la gente que estaba contra ETA amortizó este coste, se desentendíó de esas violaciones de derechos. Con contadas excepciones, no fueron equidistantes y la hemeroteca así lo atestigua. Se les concedió además una bula ética basada en una superioridad moral que inmunizó a muchos, empobreciendo su discurso y su práctica política.

En todo caso, esto no pretende ser un ranking moral, en ningún sentido. Pero este efecto perverso ha tenido consecuencias nefastas para el debate político vasco y la salud emocional de nuestra vida pública. Conviene recordarlo. Ahora, además, con el caso catalán, se está desnudando un cinismo ventajista por parte de algunos de los que abanderaron aquella lucha en nombre de los derechos humanos. En realidad esa era una bandera de conveniencia. La verdadera bandera era la que quieren hacer ondear cueste lo que cueste de nuevo en Catalunya: la española. Y si hace falta, con violencia.

Parafraseando a Pérez Rubalcaba, «ni bombas, ni votos».