Carlos GIL
Analista cultural

Lo genuino que nos deslumbra

La obsesión por diferenciarse es una magnífica manera de ser un plagiador. Es la búsqueda de la supuesta inspiración en lo contrario. Así se han vendido leyendas y biografías rozando el exabrupto de lo distinto que es lo mismo e igual, pero al revés. O trastocado con leves variaciones. Nada puede ser en el campo del arte salido de un supuesto agujero negro que logre el big bang fundacional coyuntural. Todo viene de algún sitio, todo se transforma, uno construye su imaginario transferible a base de las heridas en los quirófanos, las mordidas en el alma de los desafueros emocionales y la exaltación de una belleza comprimida en un suspiro que abarca cien días de amor perdido.

Quizás existan otros valores no de mercado que pueden ayudar a fijar una obra y un artista en el rango colectivo de importante: la coherencia, la honestidad en sus lenguajes y una cierta humildad que le haga reconocerse en sus antecedentes para convertir todo en algo genuino. Reconocible. Personalizado. Deslumbrante. Perteneciente a su mano, su cuerpo, su mente, su idea del cosmos. Y seguro que se parece a tantas otras cosas anteriores que se reconoce su excelencia porque incluso siendo así, es identificado como propio sin lugar a dudas a la primera.

Estamos en ese punto de la apreciación donde se roza la artesanía y el arte. Cuando las mayúsculas y las minúsculas no tienen mayor importancia que la estética. No es necesario señalar estilos, sino escuelas. Precisar el trazo, la sintonía, el espacio y el tiempo ordenados y con un halo de trascendencia. Lo demás es mercadotecnia al servicio de la pachanga.