Isidro Esnaola
EL FIN DEL ESTADO DE BIENESTAR EN EUROPA

La batalla de la equidad frente a una excelencia que ahonda las desigualdades

Por primera vez en mucho tiempo se vislumbra un futuro peor que el presente. El estado de bienestar se tambalea y son más necesarios que nunca nuevos enfoques que sirvan para preservar derechos.

Durante las movilizaciones de los pensionistas y jubilados se ha dado una de las claves del momento: más que el presente preocupa el futuro del estado de bienestar. Han manifestado una y otra vez que luchan por unas pensiones dignas para todas las personas pero, sobre todo, por el futuro del sistema público de pensiones. Han tenido que ser ellos, la generación del desarrollo del estado de bienestar, los que han salido a la calle para certificar que aquello por lo que lucharon va camino de desaparecer.

Un empleo estable, el acceso a la vivienda, una sanidad y educación públicas y una pensión de jubilación digna han sido los pilares de ese estado de bienestar. El Estado garantizaba esos bienes públicos que se financiaban con un sistema fiscal progresivo, es decir, con una contribución mayor de aquellos que más tenían. Desde hace bastante tiempo todos esos elementos se tambalean y tras la crisis del 2008, el declive se ha acelerado.

Las pensiones pueden ser un buen ejemplo de la estrategia de desmantelamiento. Las movilizaciones de pensionistas han enfadado, y mucho. Algunos medios repiten con insistencia que una parte importante de los jubilados tiene pensiones por encima del salario medio de las personas que están trabajando. Un dato cierto que da a entender que las pensiones son altas y no tiene sentido seguir con estas movilizaciones. Nadie da puntada sin hilo. Pero ese dato no explica el problema de fondo.

Hacienda de Gipuzkoa ofrece datos detallados sobre pensiones y pensionistas. Si en 2010 aproximadamente el 10% de los pensionistas (15.230 personas) tenía una pensión por encima del salario medio (por encima de 3,5 el SMI), en 2016 ya son el 14,5% (25.644 personas). Sin embargo, esas cifras indican simplemente que las personas que se jubilan ahora, las que han tenido un empleo estable, convenio colectivo y han cotizado muchos años, reciben pensiones más altas que las anteriores y en algunos casos superiores a lo que ganan muchos trabajadores. Son los beneficiarios del estado de bienestar que ha funcionado hasta ahora.

Ahora bien, si nos fijamos en el salario medio que ofrece la encuesta de estructura salarial que realiza el INE, en la CAV ha ido subiendo a partir de la crisis, de los 25.547€ anuales en 2008 hasta los 27.786€ que se alcanzaron en 2014. La subida se debe, sobre todo, a que se despidió a los trabajadores con peores salarios y condiciones de trabajo; en consecuencia, los que se quedaban tenían sueldos más altos y por esa razón creció la media. A partir de ese año, con la creación de empleo de la que tanto sacan pecho todos ahora, resulta que el salario medio paradójicamente cae. En 2017 era ya de 27.480€, es decir, 300€ menos que en 2014. Menores salarios y por tanto cotizaciones más pequeñas. Así, cuando llegue la hora de calcular la jubilación de los actuales trabajadores, las bajas cotizaciones empujarán la pensión hacia abajo, eso sin considerar las actualizaciones, las reformas pendientes y las que vendrán. Desde el primer día cobraran menos.

Los datos de Hacienda de Gipuzkoa sobre sueldos y salarios confirman la tendencia: hay cada vez más sueldos bajos, y sin embargo, los pocos altos que hay son cada vez mayores. El resultado es que los salarios más bajos pierden peso en el total (labur.eus/Sj3kd). Esta dinámica no es el resultado de la robotización, la economía de los algoritmos o la inteligencia artificial como apuntan algunos, sino de algunas decisiones políticas de gran calado.

Entre ellas está, por ejemplo, la reforma laboral aprobada en 2012 que terminó, entre otras cosas, con la negociación colectiva del estado de bienestar. Los logros alcanzados por la lucha de los trabajadores se fijaban en los convenios y se iban consolidando. Era la llamada ultraactividad de los convenios. Una decisión que se justificaba por la asimétrica relación de poder entre capital y trabajo y que apuntaba un objetivo de mejora constante de las condiciones de vida y trabajo. El fin de la ultraactividad obliga, en caso de que no haya acuerdo, a negociar todo desde cero, favoreciendo la posición de poder de la empresa y empujando salarios y condiciones laborales a la baja.

En otros ámbitos del estado de bienestar la desnaturalización es similar. La enseñanza pública continúa siendo gratuita en teoría, pero el gasto de las familias se ha disparado segregando a las niñas y niños con menos recursos (labur.eus/OQIk9). Los estudios universitarios se han reconvertido para que sea el master –la parte que hay que pagar bien– la que dé valor al título (labur.eus/LIF40).

Los salarios caen y los gastos de las familias se disparan. En estas condiciones, el ahorro que era posible hasta hace muy poco se ha terminado. Buena muestra son las aportaciones a las EPSV que han caído un 20% en los últimos años. Y la vivienda, la inversión tradicionalmente más importante del ahorro de una familia, es prácticamente el único activo que queda, de momento. Desde el pinchazo de la burbuja ha perdido entre un tercio y la mitad de su valor. (labur.eus/ynUla)

Como muestran los ejemplos anteriores, la estrategia de demolición del estado de bienestar no plantea un ataque frontal. Se basa en un plan mucho más sibilino: combina la inanición –política de recortes sociales– con reformas parciales que desnaturalicen las prestaciones. Con menos capacidad recaudatoria (sirva de ejemplo el Impuesto sobre Sociedades: labur.eus/1nLTH) y una política de austeridad en el gasto público, se devalúa lo existente. Y con la reforma de aspectos laterales se continúa la labor de zapa, como en el caso de las pensiones.

El estado de bienestar era un proyecto para convertir a la mayoría de la clase obrera en una clase media con salario estable, servicios públicos, vivienda en propiedad y pensión digna. Una sociedad en la que no hubiera grandes diferencias de riqueza con una amplia base acomodada. Todo indica que ese proyecto ya no es funcional y se apuesta por estratificar la sociedad, por estirar al máximos las diferencias sociales.

Olvidadas ya las ideas revolucionarias y en un mundo altamente inestable, posiblemente las soberbias élites europeas consideren manejables esas contradicciones. En este sentido, resulta ilustrativa la conversación con el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, relatada por Yanis Varoufakis, en la que aquel se creía capaz de manejar, nada más y nada menos, que una salida de Grecia del euro.

El discurso de la igualdad de derechos fue la justificación teórica del estado de bienestar. Todas las personas tenían derecho a participar de una parte de la riqueza social, de los bienes públicos y a tomar parte en la vida social y política a través de partidos y sindicatos. Este discurso acompañó el desarrollo del estado de bienestar hasta su primera crisis, en la que la socialdemocracia liberal acuñó el concepto de igualdad de oportunidades, desplazando la atención desde los derechos hacia la capacidad de las personas. Un nuevo discurso que obviaba la existencia de diferentes condiciones de partida que impiden hablar de verdadera igualdad de oportunidades.

Ahora ha llegado el desarrollo lógico de ese discurso de la mano del neoliberalismo. Ya no se habla ni de derechos ni de igualdad de oportunidades, sino solamente de excelencia. Se premia al que sobresale mientras se abandona al resto de la ciudadanía a su suerte. En este esquema elitista gastar en los torpes es simplemente un despilfarro.

El estado de bienestar ya no volverá a ser lo que era. La dirección de su transformación futura dependerá del modo en el que se enfoque el cambio. Tal vez haya llegado el momento de recuperar el discurso de la equidad, esto es, la búsqueda de la igualdad tiene que considerar las diferencias. A fin de cuentas, equidad significa que los recursos públicos se destinen a los más necesitados; que la política dirija su atención a los más desfavorecidos.

En una sociedad en la que la diferencia entre salarios es cada vez mayor, sería conveniente recuperar la reivindicación de las subidas lineales –subir a todos la misma cantidad– para reducir esa horquilla salarial en progresión. Menores diferencias salariales se traducirán en menos conflictos sociales y también, por ejemplo, en futuras pensiones más altas.

De la misma forma, la enseñanza no puede esconder con una igualdad formal la actual segregación socioeconómica. Hay que modificar la dirección en la que se invierten los recursos y dirigirlos hacia aquellos con más necesidades. En vivienda, las deducciones fiscales a la compra solo contribuyen a empujar a las familias a endeudarse, dejándolas desamparadas ante los bancos, que ya han empezado a alentar la compra a causa de una supuesta carestía de los alquileres, ofreciendo además tipos variables, cuando saben que los intereses solo pueden ir para arriba. La clave está en dedicar esos medios al alquiler público. Y aquel que tenga capacidad para ahorrar, que se compre una casa.

El estado de bienestar ha adolecido de falta de democracia. Las decisiones básicas se tomaban por las élites políticas, económicas y sindicales y la participación de la ciudadanía se limitaba a las elecciones. Pero el protagonismo de la gente corriente ha aumentado considerablemente. Las grandes movilizaciones de los últimos tiempos indican que la presión social es cada vez más un activo en este proceso de transformación hacia un Estado en el que la equidad sea norma rectora.