Raul BOGAJO

MONSTRUOPEDIA DE LA NOSTALGIA, SEGÚN ALBERTO GARCÍA-ALIX

La Sala de la Fundación Caja Vital de Gasteiz acoge más de un centenar de obras de Alberto García-Alix. Es una retrospectiva de más de tres décadas de obra y vida de este fotógrafo que encontró su mirada en el convulso Madrid de los años 70 y 80 y en una manera de retratar y autorretratarse que forma parte de la mitología visual de la época.

Cuando Alberto García-Alix (León, 1965) recibe el Premio Nacional español de Fotografía en 1999 su universo de monstruos emergidos del underground ya conforma un catálogo mítico de posados reconocibles en el establishment de la fotografía artística; capturas al borde de la locura creativa y autodestructiva de finales de los 70 y principios de los 80 en el abismo de la cultura digital del cambio de milenio y su producción y reproducción infinita de imágenes. La tecnología digital que, a la vez que democratiza la produción y el consumo de imágenes, supone la obsolescencia programada del mirar reposado, mucho más diligente si de lo que se trata es de posar los dos ojos en una fotografía como obra en singular.

En una entrevista para el progama de la Televisión Española “Atención Obras”, la presentadora del programa Cayetana Gillén Cuervo explica que han decidido suprimir las escenas de gente inyectándose heroína del video “De donde no se vuelve”, que forma parte de la exposición de García-Alix para PhotoEspaña. «Qué pudorosos sois», ironiza el fotógrafo, «Puede ser. Sí, puede ser. Porque pertenecen al video y a la exposión», responde la presentadora sin saber cómo justificar el recorte.

Las imágenes de Garcia-Alix no son aptas para un consumo indemne, no lo son por la crudeza ni lo explícito de las imágenes: desnudos hiperposados que burlan el pudor o explícitos chutes de heroína retratados con mucho oficio fotográfico (dice Alix que aprendió a componer y a iluminar en los museos y en las visitas junto a su madre, apasionada de la historia del arte); pero es, sobre todo, la impúdica y contagiosa melancolía de la inmensa totalidad de sus retratos y autorretratos, lo que duele y lo que impide una mirada fácil y amnésica. Algo similar a lo que ocurre con la obra de otro de los grandes retratistas del dolor propio como lo es Robert Matpeltorpe. Y el revuelo puritano genera repetidamente la exposición de sus desnudos. Es en los retratos de Mapelthorpe y no en esos “bodegones pornográficos” donde la demencia del dolor hace crujir la mirada. Cada una de la imágenes y sobre todo cada uno de los retratos de Alix, como las de Mapelthorpe y como las de otros grandes fotógrafos de aquella no tan lejana prehistoria analógica de la fotografía, llevan la impronta del tiempo en la producción y solicitan tiempo para ser miradas.

García-Alix sigue trabajando sus imágenes con el negativo en la oscuridad del laboratorio, en su caso sin huir pero sí, en cierta medida, apartándose a un lado para no ser arrollado por la tecnología, una cuestión de fe en el medio y en uno mismo. Dice Alix que su trabajo necesita del tiempo que regala la dilación entre la toma y el revelado de la fotografía analógica y que hurta la fotografía digital, el tiempo del suspense, necesario para soñar con el resultado y necesario para mantener en la fe en uno mismo.

Ese mismo tiempo en forma de melancolía es el tema de la fotografía de García-Alix, es el tema en los paisajes (los de Formentera, los cables fotografiados como redes de araña con los que comienza el video “De donde no se vuelve”, las ruinas, también las ruinas internas, etc.), pero sobre todo es el tema principal de ese brillo en la mirada con la que Alix retrata sus dulces monstruos y que los arrastra hacia la nostalgia más cruda de todas las nostalgias, la nostalgia de uno mismo.

La fotógrafa neoyorquina Diane Arbus abandona en los años 60 la fotografía de moda, que no le aporta casi nada creativamente, para recorrer durante diez años Estados Unidos buscando sus monstruos y para acabar con todos juntos en 1971. García-Alix comparte ecosistema con los monstruos, dulces monstruos, que posan para él. Dos movimientos de búsqueda diferentes que se encuentran en el camino.

Diane Arbus termina con su vida cuando lo que encuentra se le hace insoportable; Garcia-Alix vive con ello desde el principio, es su mundo. Podría ser uno de los personajes retratados por Diane Arbus; un fotógrafo que toma vida a partir de las instantáneas de Arbus y que con su cámara sigue la narración a partir del punto donde la abandona la estadounidense, como si de un spinoff se tratara.

La restrospectiva que se expone hasta el 23 de setiembre en la sala de la Fundación Caja Vital en Gasteiz recoge retratos y paisajes que abarcan casi cuatro décadas de producción artística de Alberto García-Alix. Una obra íntegra en blanco y negro a partir de negativos y compuesta, sobre todo, por retratos de personajes que han pululado de una u otra forma por el objetivo y la vida del artista, muchos anónimos y otros reconocibles en aquel universo ya mitológico de la movida madrileña; además de paisajes anclados poéticamente al título (“Lo que dura un beso”, “El lugar de mi confesión”); constantes autorretratos; y esa especie de autopaisajes ( “Mi habitación en Barcelona”, “Nuestra Habitación en Tánger”), que redundan una y otra vez en el goce narcicista e íntimo del autor más que en lo referencial y documental de la obra.

Composiciones sobrias que huyen del atrezzo, que buscan en la frontalidad y en la iluminación plana su verdad y que huyen de la teatralidad y de la pose impostada o que la buscan descaradamente para que no quepa la menor duda del juego, como es el caso de los desnudos. Instantáneas casi siempre tomadas fuera del estudio y siempre fuera de la sonrisa. Dulces monstruos de juventud, criaturas surgidas de la mirada singular de un fotógrafo de raza en los albores de una manera de hacer fotografía que ya son parte, los unos y el otro, del universo mítico fotográfico del pasado siglo.