Aritz INTXUSTA

¿DÓNDE GUARDAMOS LOS RECUERDOS DE NUESTRAS VACACIONES?

La tecnologia aboca a tomar las imágenes de nuestras vacaciones con un teléfono móvil, pues el mercado fotográfico clásico es ya residual. A su vez, la obsolescencia programada de los teléfonos empuja a conservar las instantáneas de nuestra intimidad en nubes no tan privadas como se cree.

L as vacaciones duran poco tiempo, pero luego quedan los recuerdos. O bueno, quizá no. La memoria es imperfecta y no puede acordarse de todo. Por eso se suele recurrir a algún soporte físico. Antaño estaban las postales, las diapositivas, las fotos con sus negativos y los horrendos souvenires. Hasta las conchas y las piedras recogidas en las playas tenían la capacidad de evocar experiencias pasadas. La llegada de las cámaras fotográficas digitales lo revolucionó todo, multiplicando las imágenes y volviéndolas de nuevo inmateriales y etéreas, pues la mayoría de ellas jamás llegaba al álbum, sino que se quedaba con su forma virtual de archivo comprimido en JPG.

El mercado de las cámaras de fotos digitales está hoy prácticamente muerto. Se las han comido los teléfonos móviles. Según las cifras de CIPA (asociación de la industria de sistema de imagen) de 2016, el 98,4% de las cámaras que se vendieron venían incorporadas en teléfonos móviles. Del 1,6% que queda, el 0,8% fueron cámaras compactas y el 0,5%, cámaras réflex profesionales (el resto fueron las cámaras de objetivos intercambiables no réflex). Y las cámaras de los móviles se usan y mucho. Estadísticas quizá ya obsoletas, de 2015, dicen que el 92% de los usuarios de móviles inteligentes hacen fotografías con ellos. Prácticamente todos.

La tendencia del mercado es tan clara que la inventiva de los fabricantes de cámaras fotográficas destinadas al gran público parece estancada. Sony, uno de los colosos del sector, en buena medida se limita a actualizar un aparato lanzado en 2011 y el modelo original de hace siete años se sigue produciendo y vendiendo. Su otra gran rival, Panasonic, trata de revertir la situación con modelos diminutos capaces de hacer vídeo en 4K (es decir, capaz de proyectarse en una pantalla de cine sin comprometer la calidad) y donde se puede elegir el fotograma que se quiera para obtener una foto de calidad más que razonable. Pero nada, el mercado no remonta ni aunque le pongan sistemas que permitan a la cámara conectarse directamente con el móvil. Nikon y Canon, que llegaron a dominar el mercado, a día de hoy se están especializando en la atención al cliente para profesionales y nostálgicos.

Tras el mostrador de la tienda de Camera, que lleva más de 40 años abierta en Iruñea, Francisco pega fotos en un álbum. «En el pasado reciente, 10-15 años, en toda familia estaba el tío Jacinto que hacía fotos para todos. Y en las bodas había seis o siete con cámaras colgando del cuello. Poco a poco, los móviles se han ido comiendo a las cámaras de fotos más sencillas», explica. Pero, para el dependiente, la fotografía digital multiplicó las fotos y generó problemas de almacenamiento. «La gente tiene miles de fotografías pero ni las ve, porque no sabe ni lo que tiene. Es acumular por acumular. Un despropósito en grado sumo. Si la foto es un recuerdo del evento, de la circunstancia feliz, y me sirve para rememorarla, lo lógico es que cuanto más tiempo pase, el recuerdo gane valor. Si con el tiempo entierro ese recuerdo entre miles y miles de nuevas fotografías, pues es un contrasentido».

¿Dónde están tus recuerdos?

A día de hoy, las intentonas de las marcas clásicas de fotografía digital son juegos de niños comparadas con los esfuerzos de los programadores de los teléfonos móviles, que están desarrollando estabilizadores y, sobre todo, cerebros electrónicos capaces de solventar con matemáticas las carencias de espacio de los dispositivos móviles. Esos miniordenadores reconocen a tiempo real si lo que aparece en la imagen que se apunta es una cara y corrigen los parámetros ajustando puntos de enfoque, eligen la sensibilidad automáticamente para que haya buena luz y corrigen también los colores en busca de una imagen más agradable.

Más allá de las disquisiciones sobre la calidad de la imagen sobre las que el tendero de Camera discrepa con argumentos de peso –sobre todo para los que aspiren a ser jacintos– es obvio que los móviles cuentan con una serie de ventajas claras a la hora de retratar nuestras vidas. Tienen muchos más usos que el de la cámara y eso hace que casi siempre estén a mano.

A todo ello, hay que sumar una de las características principales de los teléfonos móviles, como es su obsolescencia programda. O, dicho de otro modo, el poco tiempo que están pensados para durar. Según un estudio de Kantar, la media de vida de un móvil en el estado español es de 20,5 meses, inferior a dos años. La gama alta de estos aparatos, los que se venden diciendo que emulan a las cámaras hechas ex profeso para fotografía, va de los 700 euros hasta superar holgadamente los 1.000. Pero más allá de su coste, la obsolescencia programada convierte a los móviles en un mal lugar para guardar los recuerdos. Así que, o bien se descargan al ordenador, o se suben a ese etéreo concepto conocido como «la nube».

La aparición de estas nubes solventó buena medida ese gran problema de almacenamiento que alude al tendero de la tienda de fotografía iruindarra. «Cuando alguien venía y te decía que aquella foto la tenía en el ordenador, malo», sentencia Francisco, que tiene aún en mente a las familas que «tras un fin de semana de vacaciones, acudían siempre a reveler un carrete de 34». Según su experiencia, ahora los que se acercan a revelar sus instantáneas lo hacen en intervalos de tiempo muy largos y con fotos muy seleccionadas.

Los móviles actuales cuentan con aplicaciones preinstaladas y programas que se encargan de administrar y poner en orden los miles de imágenes –tanto fotografías como vídeos– para que no se tapen unas a otras. Google, el titán del procesamiento de la información, geolocaliza las imágenes del dispositivo y apunta qué día se hicieron y donde. Así, el día de mañana, cuando uno no se acuerde exactamente de cómo se llamaba exactamente ni dónde estaba aquella cala o el restaurante que tanto le gustó, basta con acudir a la fotografía concreta y ver en los metadatos de la imagen el nombre del pueblo e incluso la hora. Y todo ello, sin que cueste esfuerzo alguno.

Aunque Facebook, Whatsapp e Instragram explotan el exhibicionismo para quedarse con nuestros recuerdos, de nuevo Google es quien custodia las fotografías que se realizan con nuestro móvil haciendo varias copias de los mismos en sus servidores a través de la conexión a internet del teléfono. Los archivos se guardan en distintos puntos físicos dispersos por todo el planeta, llamados datacenters. Según la web Datacentermap.com, en Euskal Herria hay dos de estos lugares: uno en Bilbo y otro en Donostia. Pero esto no quiere decir que las fotos y vídeos de las vacaciones de este verano vayan a acabar en los datacenters más cercanos. En realidad, esos recuerdos se mueven constantemente copiándose de un sitio a otro por miedo a un fallo o un ataque informático.

La multinacional emplea para esta tarea su aplicación Google Fotos, que oferta gratuitamente a cambio de invadir la intimidad del usuario (también hay una versión de pago para aquellos que acumulan demasiadas imágenes). Concretamente, la aplicación exige acceder a toda la informacion almacenada en la tarjeta de memoria del teléfono y, además, acceder a «la información de tus contactos almacenados en el teléfono, incluida la frecuencia con que les has llamado, enviado un correo electrónico o te has puesto en contacto con ellos de otro modo». Y si el primero de los permisos tiene cierta lógica, en tanto que la aplicación indexa imágenes, el acceso a toda la red relacional del usuario a través del móvil no parece tener ninguna relación con la labor que ejecuta. Es decir, en algún momento y de algún modo, Google monetariza y saca un rendimiento a los datos sobre la red relacional de quienes optan por sacar las fotos de sus vacaciones con el teléfono.

El big data y las redes sociales

El término Big Data lo acuñaron en el año 2000 los astrónomos. Los avances en la informática hacían que cada vez tuvieran más datos sobre sus observaciones espaciales y, además, que la producción de datos fuera cada vez mayor. Fueron los primeros en tener que generar algoritmos matemáticos para peinar toda esa maraña de datos en busca de información aprovechable. El aprovechamiento económico de ese procesamiento de datos masivo siempre ha ido de la mano de la compañía Google, que en el año 2009 realizó un logro impresionante: predecir la expansión del virus de la gripe. La compañía tomó los datos de entre 2003 y 2008 de las búsquedas que se habían realizado en internet según zonas de EEUU y los contrastó con la expansión de la gripe en esos años. Probó con 450 millones de modelos matemáticos hasta dar con 45 términos clave que, introducidos en su buscador, permitían calcar los resultados de las campañas de la gripe anteriores. Así pues, Google era el primero en enterarse de dónde y cómo golpeaba el virus. Y en 2009, estalló la gripe aviar. La compañía desveló así al mundo su inmenso poder. Y, claro, el mercado capitalista se dio cuenta de que el Big Data era un filón.

El ejemplo de la gripe muestra simplemente el potencial del procesamiento masivo de datos. Si solo analizando los términos de búsqueda ha detectado cómo se expande un virus, ¿qué no se podrá hacer con los recuerdos de los millones de persona que les ceden sus evocaciones más queridas? No se trata, pues, de qué rentabilidad le están sacando hoy a su servicio de almacenamiento de fotografías. Las experiencias recientes de Big Data demuestran que, tal y como explica el tendero de Camera, «cuanto más tiempo pasa, el recuerdo cobra más valor». No solo porque el dueño de la información tiene cada vez hay más datos para exprimir, sino porque cada se afilan más las herramientas para aprovecharlos interpretándolos informáticamente para el fin que se requiera. Sea este puramente comercial o de otro tipo, como en el caso de la gripe.

Sin embargo, las principales multinacionales que custodian hoy los recuerdos más queridos reclaman aún un permiso más que se les ceda la capacidad de manipularlos. Periódicamente, el teléfono móvil notifica la creación automática de un vídeo, un montaje fotográfico endulzado con la canción que le interesa o invita artificialmente a recordar un determinado día o viaje. Así pues, al tomar una fotografía desde la tumbona a lo largo del verano también se abre una pequeña puerta a que terceros elijan qué recuerdos hay de guardar y cómo hay que recordarlos. Este es el precio de la actual dependencia tecnológica.