Beñat ZALDUA
PROCÉS SOBERANISTA

Los dilemas catalanes ante el otoño de las efemérides

Ha pasado ya un año desde que Catalunya viviera las semanas más apasionantes de su historia reciente y cuyo punto culminante resultó el referéndum del 1-O. Este otoño plagado de aniversarios también se presenta caliente, según augura el independentismo. ¿Sobre qué premisas?

Este fin de semana se cumple un año de las maratonianas sesiones del Parlament del 6, 7 y 8 de setiembre de 2017, cuando, tras broncas sesiones, los diputados independentistas aprobaron las leyes del referéndum y la de la transitoriedad jurídica. Fue el punto de partida a las semanas más intensas y apasionantes que se hayan vivido en décadas en Catalunya. Y es el primero de una serie de aniversarios que van a marcar, para bien y para mal, un otoño que el independentismo augura caliente. Habrá que ver, sin embargo, hasta dónde logra elevar el mercurio. De momento, lo que sabemos es que, durante el verano, en el Parlament han aprovechado para renovar el sistema de ventilación y el aire acondicionado.

Aquel otoño, cuyo punto culminante es el referéndum del 1 de octubre, demostró como falsas las dos premisas sobre las que cabalgaron Generalitat y Estado. Las autoridades catalanas estaban convencidas de que, forzando la máquina al máximo y consiguiendo sacar las urnas el 1-O (algo que muchos de los que estaban en puestos de mando ni siquiera pensaban poder hacer), se conseguiría arrancar al Gobierno español una negociación sobre un referéndum acordado en condiciones, culminando así el proceso que arrancó en el año 2012. Es evidente que no ocurrió.

A su vez, el Estado nunca llegó a creer que los catalanes fuesen capaces de desobedecer tan masiva y ordenadamente. Al contrario, pensó que, al darse de cabeza contra el muro, buena parte del soberanismo daría por imposible el objetivo e iría volviendo al redil autonómico de forma tan fácil y natural como con anterioridad dio el paso al independentismo, que quedaría así reducido a un manejable 20% o 30% de la población. Falso también.

Ni el Estado negocia ni el independentismo como principal corriente política catalana se desinfla. El desmantelamiento de tales premisas, sin embargo, no ha dado pie a nuevas hipótesis, enquistando un bloqueo que solo beneficia a quien descansa en una posición de fuerza –aunque dicho reposo se dé sobre pies de barro, como demostró contra su voluntad el propio Mariano Rajoy–.

El caótico año que ha transcurrido desde aquellas fechas ha venido marcado por unas batallas judiciales a las que muy pocos en Catalunya esperaban tener que enfrentarse en estas condiciones –con presos y exiliados–, así como por el bloqueo absoluto en el Parlament –debido tanto a los vetos del Estado a las candidaturas perfectamente legales de Puigdemont, Sánchez y Turull como a las profundas discrepancias en el seno del independentismo–. Todo ha desembocado en cierta confusión entre la base soberanista, permitiendo al unionismo más cerril, con la extrema derecha campando a sus anchas, tomar la calle con unos tics violentos cuyo impacto en el imaginario catalán conviene no menospreciar por mucho que no parezca gran cosa en comparación a lo vivido en Euskal Herria.

La guerra de los lazos es el ejemplo paradigmático de la apuesta del unionismo por disputar la calle al independentismo en nombre de una pretendida neutralidad del espacio público, que no hace sino reflejar la visión autoritaria del ejercicio del poder con la que opera Ciudadanos. Una estrategia de confrontación que amenaza con escalar el conflicto y de la cual el soberanismo solo puede esperar magras ganancias.

Recordar la existencia de presos políticos es fundamental, por justicia y porque, además, al unionismo le duele profundamente que le recuerden que hay gente encarcelada por poner unas urnas para que la gente votara; no hay que dejar de hacerlo ni un solo día de la forma que sea, pero pintar Catalunya entera de amarillo de poco servirá si con eso el unionismo logra azuzar la conflictividad social, siguiendo una estrategia suicida del partido naranja de la que también saca rédito de forma tremendamente irresponsable el Gobierno de Pedro Sánchez, que, lejos de hacer nada para frenar esa escalada, se aprovecha de ella para ilustrar el conflicto catalán como una pugna interna que poco tiene que ver con el Estado. No se trata, desde luego, de un marco ganador para Catalunya.

El ruido en torno al amarillo está tapando, además, los debates y las cuentas pendientes en el seno del independentismo. Recordemos, únicamente para situarnos, que el último pleno del Parlament acabó no celebrándose porque JxCat y ERC no coincidían en qué hacer con el acta de diputado de Carles Puigdemont, suspendido por el Tribunal Supremo –igual que todos los diputados encarcelados o en el exilio–. Esta semana todos han cerrado filas en torno al discurso de Quim Torra, cuya calculada inconcreción se prestaba a ello, pero en apenas un mes Esquerra pondrá encima de la mesa una estrategia propia en la que cabe esperar más guiños a los Comuns que a Puigdemont.

En este sentido, se presenta a menudo un debate viciado entre hacer efectiva la República por la vía unilateral y ensanchar la base soberanista, como si alguien supiera de qué forma llevar a cabo la una o la otra; como si fuese posible ahora mismo acometer la primera, y como si existiese una fórmula mágica para lo segundo.

En tiempos confusos y debates enquistados, suele ser bueno echar pie a tierra y palpar el principio de realidad. Mirar atrás y ver qué ocurrió. La noche del 26 de octubre, Carles Puigdemont estaba a punto de firmar el decreto de convocatoria de elecciones. Por lo que sabemos, sin embargo, dos factores hacen que cambie de opinión en el último momento: al otro lado del teléfono, Iñigo Urkullu no logra garantías de no aplicación del 155 por parte de Mariano Rajoy. Y al otro lado de la mesa, Oriol Junqueras se pone de perfil mientras Gabriel Rufián acusa de traidor al president. Ese día se rompen muchas cosas. Se rompe la opción de capitalizar a corto plazo la histórica jornada del 1-O y se rompe algo más: Puigdemont toma el camino del exilio y Junqueras el de la cárcel, pensando que en unas pocas semanas estará en la calle. Estas dos decisiones condicionan todo lo que ha venido ocurriendo después.

En los meses siguientes observamos un cambio de papeles, una dinámica inversa. Puigdemont, con la épica del exilio, gana las elecciones contra todo pronóstico y apuesta por una estrategia que permita mantener la tensión con el Estado mientras su entorno reconstruye el espacio del centro-derecha catalán, una vez liquidada Convergència y con un PDeCAT con serios problemas de fabricación. Desde la cárcel, cuya épica en el imaginario catalán es bastante menor, Junqueras también gira y apuesta por la distensión con el argumento de ensanchar la base soberanista antes de intentar saltar el muro de nuevo.

Uno de los dramas del momento catalán es que, sin tensión, Puigdemont está condenado al olvido; y con tensión, Junqueras a la cárcel –sin ella, es probable que también, pero no parece ser la idea que anida en el seno de Esquerra Republicana–. Así, las circunstancias personales de cada uno condicionan irremediablemente las estrategias diseñadas por cada espacio político, viciando desde el inicio el debate sobre la estrategia a seguir y haciendo olvidar que, en situaciones adversas como la actual –ya lo dice el dilema del prisionero más elemental–, es la cooperación la que ofrece mejor salida para todos. La Diada, el origen simbólico que sitúa la movilización ciudadana como punto de encuentro más allá de las lógicas partidistas, podría ser un buen momento para recordarlo.

Porque tan iluso resulta pensar que la distensión vaya a servir para rebajar las penas, como irresponsable parece defender que un nuevo envite al Estado puede tener un resultado diferente al que tuvo hace un año sin haber ampliado antes el grueso de personas dispuestas a saltar el muro.