Ramón SOLA

Más que fallar, faltó

Empujado por el factor sorpresa (nadie lo vio venir), el Acuerdo de Lizarra-Garazi tuvo un despegue tan poderoso que hubo quien auguró la independencia vasca en un año. Evidentemente no era tan fácil, y probablemente ni siquiera resultaba viable en ese momento histórico concreto, por las dificultades objetivas y las subjetivas. Más que fallar, faltó.

La primera traba evidente era la oposición estatal. Pillados con el pie cambiado inicialmente, los estados no tardaron en levantar un muro. Madrid lo hizo atrincherándose tras los presos (525 entonces, casi el doble que hoy día) bajo el mantra del ministro de Interior, Jaime Mayor Oreja, de que aquella era una «tregua-trampa». Y París reaccionó poniendo pie en pared contra la institución demandada de modo creciente en Ipar Euskal Herria («eso sería dar un santuario a ETA», sentenció el homólogo de Mayor Oreja, Jean-Pierre Chevènement).

Cierto es que tres enviados de José María Aznar se reunieron con ETA en Zurich y con HB en Burgos, pero no menos cierto que antes irrumpieron en la sede de la izquierda abertzale en Donostia y que luego detuvieron a la interlocutora de la organización armada Belén González Peñalva. Nada sorprendente ni imprevisto, hasta el punto de que el portavoz gubernamental español, Josep Piqué, lo reivindicó con estas palabras tras un Consejo de Ministros: «El Gobierno no solo reconoce que ha obstaculizado este proceso, sino que es parte de sus obligaciones».

Los «michelines» del PNV. Certificado que los estados no facilitarían nada, Lizarra-Garazi marcaba una vía eminentemente unilateral, pero para ello hacía falta actuar con determinación y el PNV no tardaría en atascarse. Xabier Arzalluz descalificó a la oposición interna afirmando que «son los michelines, la grasa que nos sobra», pero su peso era tan considerable como para desequilibrar la balanza hacia su lado o al menos dejarla bloqueada. El alcalde de la metrópoli del país, Iñaki Azkuna, llegó a preguntar hasta cuánto había que mantener «eso de Udalbiltza». Los resultados de las municipales de 1999 mostraron que el proceso era rentabilizado más por la izquierda abertzale (EH) que por el PNV, lo que terminó de encender luces rojas en Sabin Etxea. Y la pasividad se impuso en un proceso que solo podía llegar a su estación-término a toda máquina.

La tutela (o no) de ETA. Otro problema endógeno muy difícil de gestionar era la existencia de ETA. El alto el fuego era gasolina necesaria para ese viaje, pero a su vez creaba la imagen –real o falsa– de que una organización armada marcaba la dirección y hasta el ritmo. Al debate inicial sobre si el Acuerdo no era más que una «pista de aterrizaje» para ETA le sucedió otro sobre la «tutela» del proceso. La organización clandestina lo negó: «Es insultante asignar a ETA el papel de guardián. ETA solo es defensora de los derechos de Euskal Herria». Pero el PNV filtró que por ejemplo en la reunión fundacional de Lizarra se leyó un mensaje de la organización, en contra del criterio jeltzale.

En la fase final terminó revelándose que ETA había requerido en julio de 1999 a PNV y EA un compromiso definitivo con el proceso a cambio de abandonar la lucha armada, sin obtener respuesta clara. Y lógicamente en todo momento sobrevoló la espada de Damocles del retorno de los atentados si Lizarra-Garazi encallaba definitivamente. En resumen, aquel proceso no se podía llevar hasta el final sin ETA, pero a todas luces tampoco con ETA.

Ni transversalidad política ni de país. En las lecturas sobre el frustrado desenlace se dio mucha relevancia al lastre del «frentismo» que Lizarra-Garazi no había conseguido superar (fueron significativos los vaivenes de IU en sus diferentes versiones: estatal, navarra y vascongada). Pero esa falta de transversalidad política era también bastante previsible. Más lastre supuso la falta de transversalidad territorial, el desequilibrio del país, que hacía inverosímiles unas elecciones en el conjunto de Euskal Herria o el despliegue de una Udalbiltza realmente nacional.

Por ejemplo, los partidos de Lizarra-Garazi no tenían más que el 14% de la representación en el Parlamento navarro al firmarse el Acuerdo y apenas llegaron al 22% en junio de 1999. En Ipar Euskal Herria, las encuestas del momento daban un apoyo del 57%, poco rotundo, a la aspiración del Departamento Vasco. En el Parlamento de Gasteiz Lizarra-Garazi tenía mayoría, pero tampoco para echar cohetes: la minoría unionista (PP, PSE, UA) sumaba 32 escaños, casi el doble de los 18 actuales.