gara, donostia
25 AÑOS DESPUÉS DE OSLO

Trump sella la lápida de un proceso de paz que nació ya casi muerto

Este mes de setiembre está abonado a varios aniversarios de iniciativas diplomáticas y procesos de diálogo en los que el pueblo palestino ha sido siempre el gran perdedor, desde Camp David a Oslo.

Setiembre es un mes de efemérides en los vanos intentos de poner en vías de solución el conflicto palestino-israelí o, si se quiere y en general, israelo-árabe. Efemérides además redondas este año.

Tal día como ayer hace 40 años, Egipto e Israel firmaron un acuerdo de paz bajo la égida del entonces presidente de EEUU, Jimmy Carter.

El pasado 13 de setiembre se cumplieron 25 años de la firma en Washington de los Acuerdos de Oslo, arrancados con la mediación noruega y patrocinados por el inquilino de la Casa Blanca, Bill Clinton. Aquel día el líder de la OLP, Yasser Arafat, y el primer ministro israelí, Isaac Rabin, firmaron una declaración de principios en la que se comprometían al reconocimiento mutuo, a poner fin a décadas de conflicto y a buscar un acuerdo de paz. En el plano práctico, los acuerdos, negociados secretamente durante meses en Oslo, instauraron una autonomía palestina sobre Gaza y Jericó, que el 28 también de setiembre de 1995, y de la mano de Oslo II o Acuerdo de Taba, se amplió a Cisjordania. Eso sí, el acuerdo no incluía a Jerusalén.

La creación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) es presentada como el germen de un autogobierno que debería desembocar, en negociaciones concretas en los cinco años siguientes, en la creación de un estado palestino viable.

Los defensores de la idea de los dos estados (israelí y palestino) se reivindican frente a quienes defienden la creación de un solo estado que acoga desde criterios no sectarios ni comunitaristas a palestinos e israelíes. Ese debate lleva décadas presente entre los palestinos y en el ámbito de la solidaridad internacional con su causa y, en mucha menor medida, en ámbitos israelíes.

Los Acuerdos de Oslo nacen con la fuerte oposición interna por parte de la resistencia islámica palestina de Hamas, que en su carta fundacional en 1988 aboga por la destrucción del Estado sionista y la creación de un estado palestino islámico regido por la sharia.

Pero, más allá de la posición de principio de Hamas, que respondía a unos planteamientos maximalistas más relacionados con la pugna con Al Fatah que a fundamentos realistas, desde un primer momento la oposición de los colonos judíos y de los sectores religiosos se presenta como uno de los principales escollos a Oslo.

La matanza de una treintena de palestinos en el tiroteo perpetrado por un colono judío en febrero de 1994 es el primer aviso de que hay sectores en el seno de la sociedad israelí dispuestos a sabotear a toda costa cualquier proceso de diálogo con los palestinos, por tímido y cicatero que sea.

El magnicidio contra Rabin el 4 de noviembre de 1995, semanas después de Oslo II, certifica que estos sectores van en serio.

Mucho se ha escrito y especulado sobre el grado de condicionamiento a aquel proceso de diálogo que tuvo el atentado mortal contra el primer ministro laborista, galardonado junto con Arafat con el premio Nobel de la Paz en 1994.

Henrique Cymerman Benarroch, corresponsal de “La vanguardia” en Jerusalén, recoge las revelaciones de Yosi Beilin, negociador con los palestinos, quien asegura que cinco días antes del magnicidio habría llegado a un acuerdo con Mahmud Abbas, segundo de Arafat y sucesor tras su no del todo esclarecida muerte en 2004, en el que se resolvían «todos los problemas del conflicto».

Siempre según Beilin, ambas partes aceptaron un intercambio de territorios por el que Israel se anexionaría otro 4,5% de Palestina (sobre todo tres colonias judías en Cisjordania) a cambio de ceder territorio (la zona de Jalutsa) a Gaza.

Una comisión ad hoc debatiría sobre el estatus definitivo de Jerusalén pero Israel prometía entonces aceptar que la parte oriental (Al Quds) sería la capital del Estado palestino. En cuanto a la espinosa cuestión del retorno de los refugiados palestinos (más de 5 millones desperdigados por todo el mundo) Israel, sin duda temeroso de un vuelco demográfico en el país, se comprometía a un retorno tasado «en base a un acuerdo de reunificación de familias».

Muerto Rabin, Beilin revela en el artículo de Cymerman que fue con ese borrador y se lo presentó a Shimon Peres, sucesor del primer ministro muerto, pero que aquel no se atrevió a presentarlo ante la opinión pública y decidió ir a elecciones, que perdió por 30.000 votos frente a Benjamin Netanyahu, el líder sionista de derechas que lleva más de dos decenios marcando la deriva de Israel.

Sin negar el impacto innegable que tienen en el devenir de la historia los sucesos y los imponderables, la misma génesis y las dinámicas de esos procesos negociadores apuntaban ya a un fracaso, como desde entonces venían advirtiendo muchas voces, sobre todo palestinas, que entonces fueron rechazadas como agoreras.

Los mismos Acuerdos de Camp David de 1978, por los que el Egipto de Anwar el-Sadat aceptaba reconocer el Estado de Israel a cambio de que este último se retirara del Sinaí ocupado en la Guerra de los Seis Días de 1967 revelaron desde un principio el límite que el sionismo no estaba dispuesto a ceder.

Así, el objetivo de aquellos acuerdos potenciados por EEUU era ir más allá de la cuestión bilateral entre Egipto e Israel, e incluían como desideratum la creación de un «Marco para la Paz en Oriente Medio», para implicar a Jordania, Siria y Líbano en un esfuerzo «para el establecimiento de un régimen autónomo en Cisjordania y Gaza».

Pese a ello, o precisamente para evitarlo, el entonces primer ministro israelí Menajem Beguin –se apresuró a acceder a la retirada y a desmantelar la colonia de Yamit en El Sinaí, proceso que culminó en 1982. El fundador de la organización armada (¿terrorista?) Irgun en la lucha contra el protectorado británico en Palestina– se retiraba de un territorio «no bíblico» para Israel y se sacudía la presión de EEUU dilatando in illo tempore cualquier referencia a los otros territorios ocupados en 1967, desde los Altos del Golán sirios a Gaza, pero sobre todo a Cisjordania (las Judea y Samaria de su imaginario religioso), incluida, cómo no, Jerusalén

La cuestión del control de los tiempos por parte de Israel marcó asimismo desde un principio el proceso de Oslo. Este estuvo precedido por una Conferencia en Madrid patrocinada conjuntamente por EEUU y Rusia en plena resaca de la II Guerra del Golfo y con la I Intifada (de las piedras) en su apogeo.

Huelga insistir, en pleno desmoronamiento de la URSS, en que Estadis Unidos era el principal valedor de estas iniciativas. Ello no desmerece la labor mediadora y facilitadora de la diplomacia noruega, a la que tanto deben tantos procesos de paz en el mundo.

Pero poco podía presionar Oslo a Israel en una situación tan asimétrica, con una dirigencia palestina en el exilio y agotada tras la trágica guerra civil libanesa. Y forzado a reconocer el verdadero papel de mediación a EEUU, para el que Israel se había convertido en su gendarme en Oriente Medio.

Pero hay dos elementos que sin duda anticipaban el fracaso anunciado, y quizás buscado, de Oslo. El primero fue la indefinición con la que Israel se negó a concretar las expectativas de un estado palestino. Así, y mientras los palestinos accedían a la idea de crear un estado en el 22% de su territorio histórico reconociendo el 78% restante a Israel, el Estado sionista jugaba con los tiempos, exigiendo que los colonos judíos permanecieran en una futura Cisjordania independiente y justificándolo con el 20% de población palestina que resiste en Israel tras negarse a ser expulsada de su tierra.

El segundo gran «error» de Oslo fue precisamente la negativa de Israel no ya a desmantelar sino ni siquiera a congelar las colonias judías en Cisjordania.

Ello generó una carrera del movimiento de colonias por asentarse en tierra palestina antes de que fuera «demasiado tarde». Una carrera que sigue sin tener fin porque sigue sin ser tarde. Al punto de que si con la firma de los Acuerdos de Oslo había 110.000 colonos, a día de hoy son 650.000. Y van a más.

En esa coyuntura, resulta de todo menos extraño que Camp David II descarrilara en julio de 2000 y que Clinton, otra vez, no lograra arrancar un compromiso final por parte de Arafat y de Ehud Barack, primer ministro laborista israelí.

Dos meses después, en setiembre, otra vez setiembre, el líder derechista israelí Ariel Sharon provocaba con su visita a la Explanada de las Mezquitas el comienzo de la II Intifada. No pocos aseguran que aquel levantamiento fue el certificado de defunción de Oslo.

Lo cierto es que Israel nunca creyó honestamente en la idea de los dos estados, cuando menos viables. Y su idea de un único Estado ha quedado definida por Netanyahu y su entorno, con la definición de Israel como Estado-nación judío.

Como mucho está dispuesto a asumir la idea de «un Estado y medio o un cuarto». Y cuenta para ello con el apoyo explícito de los EEUU de Trump.

Desde su llegada al poder, y en menos de dos años, el magnate ha reconocido Jerusalén como capital, ha cancelado la financiación de la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, ha cerrado la legación de la OLP en Washington y ha retirado ayudas por 200 millones de dólares a ONG que operan en la Palestina ocupada.

El objetivo de Trump, en pura lógica empresarial, pasa por ahogar hasta la extenuación a los palestinos y forzarles a firmar cualquier acuerdo, como una confederación con Jordania, lo que supondría cerrar el círculo que Israel abrió en 1948 con la fundación del Estado sionista y en el que Camp David y Oslo no fueron más que pequeños baldones.

Con Jordania convertida aún más en una inmensa reserva palestina, y con Gaza convertido en un gran campo de concentración de espaldas al mar y vigilado por el régimen egipcio aliado, Israel podría seguir horadando suelo palestino en Cisjordania. Hasta el final de los tiempos bíblicos.