Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Juegos de mesa

En este artículo el veterano periodista expresa la frustración que le genera la idea de la muerte de las ideologías y, por extensión, de la política, ahora convertida en mera contabilidad. Es por ello que la clase política europea, a pesar de pertenecer a distintos países y militar en diferentes partidos políticos, también comparte una misma apariencia.

En torno a la mesita en que nos reunimos en mi casa ya no se habla de política con habitualidad. Se ha agotado la materia prima. La política es una manifestación de pensamiento denso que funciona con ideologías; pero las ideologías también han muerto. Incluso las ideologías fundamentales sobre la vida y la muerte, que antes reunían a los amigos en la casa en que se seguía en vivo la extinción de un moribundo. «Era un socialista magnífico» se podía escuchar a los que tomaban café con pastas junto a la habitación funeraria. Es decir, era un socialista con un diseño ejecutivo de la sociedad. En otros casos se alababa la riqueza del que se iba al más allá: «¡Las cantidades que soltó para misas por el alma de sus empleados demostraban la bondad de su creencia religiosa; Cristo abominaba de los rojos. Me lo aseguró mi cuñado Luis, que es canónigo en Covadonga!», decía una señora que sostenía que los ricos también tienen corazón y que solo el capitalismo podía sacar adelante al mundo. Unos hablaban desde la izquierda; los otros desde la derecha, pero siempre funcionaba, con más o menos inteligencia, un catecismo ideológico. Hasta en esa hora tremenda de la muerte se aludía al modelo político que había prevalecido en el que respiraba ya muy poco.

Todo eso ya no existe. Con el que muere no se va el protagonista de un pensamiento social sino un escaño, un negocio oscuro o una confabulación. Por eso ya no se muere en casa. Se envía al hospital al que agoniza, ya que en él es más fácil y discreto organizar una conversación sobre el sillón que queda libre en el parlamento o en la empresa. Una enfermera advertía que la tertulia era más fácil en Cardiología, que tenía más espacio. En cierta ocasión oí algo terminante en un pasillo hospitalario: «Este cabrón se nos va justamente cuando hay elecciones». Eso no se dice en familia, una institución asimismo quebrada o insegura.

Ahora se funciona de otra manera. A los moribundos se les envía al hospital, entre otras cosas para que el paciente sea sedado y no pueda ver la pantalla que registra sus últimas constantes vitales y se le ocurra cualquier cosa acerca de los papeles que guarda en su despacho sobre el dinero en B. Es una de las infinitas variables para neutralizar al que libera espacio en la Mesa del Congreso o en el consejo de administración de una hidroeléctrica. De vez en cuando suena un teléfono móvil en el hospital a través del que un familiar del intubado pregunta por el estado agónico de su pariente. «Cuando acabe el partido pasaré por ahí, a no ser que haya una urgencia», dice el que llama, que a continuación marca el número del secretario general del partido, al que pasa un mensaje desde la tribuna del Albacete FC: «Pepe, es seguro; mi primo Leoncio casca».

La política ha muerto. Es como si se hubiera detenido para siempre la Creación. Las ideologías contenían promesas de las que había que responder ante ciudadanías que aún creían en su soberanía. Promesas que de ser defraudadas daban lugar a conmociones sociales a las que ningún juez, por estimulado que estuviera, podía hacer frente con el delito de rebelión, como sucede ahora en España para sonrojo de la llamada modernidad. Lo que quedaba de esa rancia figura legal fue aplicado a alzamientos armados en el marco del último coloniaje como sucedió con los franceses en Argelia, que se levantó en armas para reconquistar su soberanía. Pero ese delito no cabe en la modernidad, que ha decido seguir otros cauces menos llamativos, aunque siempre más eficaces. España aún no ha comprendido los estilos de la época. Todavía vive en la radicalidad de la fuerza. La política española no se ha hecho nunca con ideas sino con la Guardia Civil.

La política, para ser una realidad del pensamiento constructor de sociedad con vida, necesita un estímulo trascendente que linda siempre con el pensamiento religioso o moral. Decía el viejo marxista Horkheimer que «la política que no contenga teología, aunque sea de una manera muy poco consciente, no dejará de ser, a final de cuentas, un negocio, por muy hábil que este sea».

Lo más delicado ahora en este marco donde se toman las decisiones que nutren el gobierno de la sociedad consiste en saber donde reside el verdadero poder: ¿en el Banco Mundial, en la ONU, en la OTAN, en Suiza, en Wall Street, en la Casa Blanca, en el despacho de un banquero que no tiene banco…? Por otra parte, no se sabe nunca la hora en que sucederán las cosas en el ámbito rector del Sistema, que no se dirige desde una política ideológica, sino desde la contabilidad instantánea en torno a la mesa de juego en que se ha convertido la política, que ahora tiene solamente cuatro dados.

En mi tristeza puse sobre la mesa las fotos de los dirigentes que empiezan a protagonizar Europa y debajo de las fotos, frases importantes suyas. Primera constatación: físicamente eran iguales (irrelevantes), intelectualmente eran de literatura corta (de solapa), sus preocupaciones eran las mismas (el de enfrente), su información política (de diario digital), su desdén (festivo), su presencia (frágil), su fascismo (residual), su futuro (bisiesto)…

Llamé a la secretaria de uno de ellos, con cuyos padres había hecho hace sesenta años la travesía ferroviaria en el Shangai express que unía La Coruña con Barcelona en treinta y seis horas. La pedí que me dijera algo sobre lo mío. Me pregunto qué era «lo mío». Le aclaré que era la pensión. «Dentro de cinco o seis años comprobará usted la mejora», me contestó la socialista que había dejado el PP. Le aclaré que tenía noventa años. «Lo pasaré a la comisión», me dijo muy solícita. «¿Y mientras tanto, qué?». «Quizá podría irse a vivir en Estonia, que es de la Unión Europea», me ayudó la atenta funcionaria. «¿Y si ustedes pierden las elecciones…?», apuré a la señorita. «Pues puede regresar con los emigrantes estonios que vengan a España. Pero no sea usted pesimista porque la política está ahí para resolverlo todo». Me emocionó y le prometí enviarle una bandejita de panellets ya que yo soy de Esquerra Republicana.