EDITORIALA
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Un fenómeno más amplio de lo que nos gusta pensar

Ayer, 19 de noviembre, se celebró el Día para la prevención de los abusos sexuales a menores, un fenómeno que los pocos estudios en profundidad sobre la materia coinciden en señalar que está mucho más extendido de lo que a menudo nos atrevemos a imaginar. La primera idea que conviene desechar al respecto, en consonancia, es que casos como los denunciados en las últimas semanas en Basauri, Bilbo y Durango o sentencias como la del profesor del colegio Gaztelueta son hechos aislados. No lo son.

Tampoco conviene circunscribir los abusos infantiles a los mediáticos casos que afectan a la Iglesia católica. Desde luego, la institución religiosa tiene un problema muy grave; lo tiene con los curas pederastas, pero sobre todo lo tiene con el sistema negacionista que durante décadas –como mínimo– la jerarquía católica ha construido para que todos estos delitos quedasen impunes. Lo ha reconocido, sin ir más lejos, un tribunal interno de la diócesis de Mallorca, que en una sentencia conocida ayer admitió la responsabilidad eclesiástica en el encubrimiento de diversos casos de pederastia. De hecho, que los sacerdotes sean habitualmente juzgados por una justicia paralela, sostenida por el derecho canónico, es en sí mismo un anacronismo al que toca poner fin.

Pero resulta demasiado cómodo limitar los abusos a un colectivo en la que la represión sexual es norma. El fenómeno es mucho más amplio y entronca de lleno con la naturaleza de un sistema patriarcal en el que el abuso sexual es también un mecanismo para establecer el reparto de poder. No hay fórmula mágica para acabar con él, pero sí muchos elementos en los que incidir, desde una mayor capacitación de profesionales en el sistema educativo, a un mejor acompañamiento por parte de las instituciones, pasando por un esfuerzo de concienciación social que ayude a crear el clima en el que un menor identifique un abuso como lo que realmente es y pueda además denunciarlo.