Jonathan Martínez
Investigador especializado en comunicación
GAURKOA

Un día como hoy

Leo que esta semana pasada, distintas asociaciones de guardias civiles y policías nacionales se concentraban frente a la sede del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco para protestar contra la ley vasca de abusos policiales. El texto legal, dicen los aludidos, atenta contra «la independencia del poder judicial» y «el honor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado». De momento, la Asociación Unificada de Guardias Civiles ha presentado un recurso contencioso-administrativo con la voluntad de detener una iniciativa institucional «que pretende blanquear la historia sangrienta del terrorismo de ETA». Ahí es nada.

Sea como sea, el Tribunal Constitucional ya fulminó el pasado mes de julio la ley navarra de abusos policiales gracias a un recurso impulsado por el PP. Iñigo Urkullu y Pedro Sánchez, por otra parte, han asumido que el articulado necesita algún barniz y el propio PSOE se ha comprometido a terminar con la política de zancadillas del Gobierno de Rajoy. Y es que la ley acordada por PNV y PSE ha levantado sarpullidos desde el momento en que contempla indemnizaciones incluso para aquellos episodios en que no exista condena judicial. De hecho, no existe ni existirá condena para la mayoría de abusos policiales registrados hasta la fecha. Y ahí está la madre del cordero.

Mientras tanto, las asociaciones policiales persisten en la matraca de la equiparación salarial pero no quieren ni oír hablar de equiparar responsabilidades. Pasan los años y decenas de afectados por la violencia del Estado siguen sin tener acceso a los beneficios de la ley de víctimas del terrorismo. En 2014, por ejemplo, Interior denegó el reconocimiento a 46 víctimas del GAL y el Batallón Vasco Español. En 2015, la Audiencia Nacional avalaba que una víctima emblemática de la Guardia Civil como Joxean Lasa, torturado y enterrado en cal viva junto a Joxi Zabala, no tenía derecho a las indemnizaciones establecidas por el Gobierno español en 2011. Este pasado septiembre, sin ir más lejos, el Gobierno de Sánchez anunciaba que los tres muertos del caso Almería, torturados y calcinados por once guardias civiles en 1981, no podrían acogerse al reconocimiento que la administración dispensa a las víctimas del terrorismo.

Uno tiene la tentación de pensar que no es para tanto, que los cuerpos policiales han podido cometer abusos esporádicos pero que no hay lugar para generalizaciones ni para leyes compensatorias. Sin embargo, nos golpean con toda su rotundidad los 4.113 casos de tortura certificados por informe forense a través del Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca. Todo esto mientras el Ejecutivo de Rajoy impedía en los tribunales que la Comunidad Foral de Navarra ordenara su propia investigación sobre torturas y malos tratos. Entretanto, la fundación Euskal Memoria verificaba por su cuenta un inventario de 5.022 casos de torturas entre 1947 y 2014. También fue Euskal Memoria quien cifró en 474 las víctimas mortales de la represión entre 1960 y 2010, de las cuales 223 corresponden directamente a los diferentes cuerpos policiales, en la mayoría de los casos a la Guardia Civil.

Antes de que nos atribuyan una predilección por el lamento fácil o por la hipérbole, soplamos el polvo de las hemerotecas y rescatamos los sucesos que fueron noticia, por ejemplo, en un día como hoy de un tiempo no tan lejano. Ahí emergen en letra impresa los nombres y apellidos de esas víctimas que la historiografía oficial se ha encargado de borrar de nuestra memoria, cadáveres anónimos arrojados a la morgue de la amnesia institucional. Abrimos los periódicos del 26 de noviembre de 1975 y encontramos, por ejemplo, la prosa justificativa del “ABC”, que anuncia el fallecimiento de un individuo «al desobedecer la voz de alto». El suceso ocurrió en Legutio cinco días después de la muerte del Caudillo. El hombre se llamaba Ángel Esparza Basterra, era de Dima y tenía veintiocho años cuando la Guardia Civil le clavó un tiro en el costado. Dice el “ABC” que el finado había cumplido condena por robo y que le acompañaba un gitano llamado Diego Gabarri Moreno, madrileño de veintiún años y “quinqui” para más señas. Todo muy claro.

Vamos a un día como hoy de 1987. Estamos de madrugada en la discoteca Gwendolyne de Irun cuando el guardia civil Dimas Clemente Martínez se carga de un disparo en la nuca a un camionero belga de veinticuatro años llamado Henk Eric Anton Haelewyn. Una ambulancia de la DYA recoge al joven, intenta reanimarlo y lo entrega ya muerto en la Residencia Sanitaria de Donostia. El acontecimiento aparece recogido en un breve párrafo del informe del Gobierno Vasco sobre Víctimas de Vulneraciones de Derechos Humanos. En 1990, el fiscal jefe de la Audiencia de Donostia, Luis Navajas, reclama 27 años de prisión para el autor del disparo. Más tarde retira la acusación de asesinato y rebaja el cargo a homicidio. La condena será de quince años. La Audiencia Provincial castiga también con dos años al guardia civil Fernando Martínez Hermoso, procesado por amenazas en este mismo caso. En 1991, el Tribunal Supremo enmienda la plana a la Audiencia Provincial y atribuye al Estado la responsabilidad del crimen pese a que los guardias civiles se encontraban fuera de servicio. La sentencia es tajante: si la administración arma a sus empleados y no delimita con claridad sus horarios, debe hacerse cargo en todo momento de sus desmanes.

Dimas Clemente, que aquella noche no se encontraba de servicio, dice que la víctima le había propinado un cabezazo en la frente y que su intención nunca fue disparar sino golpearle con la pistola en el oído. Uno de los camareros, sin embargo, sostiene que fueron los agentes quienes se aproximaron a la mesa donde el joven belga se divertía con otros cinco amigos. Hubo una veintena de testigos. Los dos policías, destinados en el puesto navarro de la Benemérita en Urdazubi, recogieron sus cazadoras, amenazaron a los empleados del local a punta de pistola y se dieron a la fuga en un vehículo negro con matrícula de Cuenca. Fueron capturados poco tiempo después. Dimas Clemente compartirá módulo en el penal de Logroño con otros ínclitos miembros de las fuerzas policiales. Están el subcomisario José Amedo y el inspector Michel Domínguez, acusados de organizar los GAL. Está el policía nacional Jerónimo López, detenido en Algeciras con 25 kilos de hachís. “El País” añade a la nómina un inspector vinculado a la prostitución, un inspector acusado de matar a su mujer, un policía condenado por atracos y nueve policías acusados de torturas.

Pero no todo son viejas noticias. Hace menos de un mes, el Gobierno navarro anunciaba el traspaso de la competencia de tráfico y seguridad vial a la Policía Foral. La Asociación Profesional de la Guardia Civil, descontenta con la noticia, denunciaba que el ejecutivo de Uxue Barkos tiene el objetivo de expulsar a la Benemérita de Navarra, lo que viene a ser «un ataque a España y a su integridad territorial». Por si fuera poco, “El Español” filtra que Pedro Sánchez también pretende ceder al Gobierno foral las competencias en montaña.

Y es que no hemos aprendido nada de la experiencia catalana, se lamenta la Aprogc mientras reivindica el «carácter vertebrador» de los hombres del tricornio. No piensan lo mismo los redactores de “Hitzondo”, que hace unos días denunciaban la presencia de incontrolados en el bar Biltoki de Altsasu y de nuevo en el Koxka. Agentes de paisano en busca de gresca de madrugada mientras siete jóvenes de la localidad permanecen presos por un montaje policial. Adur, Jokin y Oihan acumulan ya 741 días de reclusión.

Precisamente esta semana, la editorial Txalaparta anunciaba la publicación del libro “Altsasu. El caso Alsasua”. Sus autores, Aritz Intxusta y Aitor Agirrezabal, son firmas de Naiz y GARA. Duele leer cómo una pelea de bar se transformó en pocas horas en un asunto de Estado igual que duele escuchar a las familias en busca de justicia. Duele pensar cómo nos hemos acostumbrado a vivir en un país donde los cuerpos armados no quieren leyes de abusos policiales ni competencias forales. Y duele desempolvar la hemeroteca un día cualquiera, un día como hoy, y descubrir muertos desconocidos, cuerpos sin rostro, cadáveres ambulantes que nos interpelan desde un viejo periódico perdido y desbaratan con su presencia la farsa venenosa del relato dominante. Un día como hoy, un día cualquiera.