EDITORIALA
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De Catalunya a Venezuela, o voluntad popular o barbarie

Rebelión es una bella palabra con evocaciones libertarias, pero cuando se pasa por el tamiz de la hipocresía política queda absolutamente irreconocible. Reducida a calificación delictiva, rebelión ha devenido en una cosa terrible; es la acusación por la que en un par de semanas se va a sentar en el banquillo de los acusados a los líderes independentistas catalanes que decidieron dar la voz a su pueblo, con grave riesgo de sufrir condenas de hasta 25 años de cárcel. Elevada a épica política, sin embargo, rebelión cívica es el calificativo elogioso que ciertos sectores otorgan a lo ocurrido esta semana en Venezuela, donde un diputado sin ningún bagaje previo, un advenedizo de manual, se autoproclama presidente sin haber ganado las elecciones.

Si el contraste resulta llamativo, lo más revelador es comprobar que las mismas voces que condenan como rebelión el proceso democrático y legítimo de Catalunya saludan también como rebelión el golpe antidemocrático e ilegítimo de Venezuela. Los discursos frente a estos dos hechos políticos tan significativos en Europa y América dan aquí la vuelta como un calcetín. Quienes llaman golpe de Estado a lo emprendido por un Govern legítimo, validado en las urnas por una mayoría de votos y ejecutado por un Parlament igualmente legítimo no ven tal cosa en el intento de usurpación del poder por la fuerza de hechos consumados, pisoteando leyes y urnas. Y se trata exactamente de las mismas personas y los mismos grupos de poder, unidos por un mismo principio rector: el desprecio a la voluntad popular. Forman una cadena invisible que trasciende ideologías, culturas políticas, continentes, regímenes... un movimiento telúrico que lleva desde un Donald Trump a un Josep Borrell, por poner un caso cercano que refleja perfectamente esa hipocresía, esa doble inmoralidad.

Reglas del juego

Catalunya y Venezuela son dos símbolos de este tiempo. El predominio de gobiernos de izquierda en Latinoamérica en la primera parte de este siglo (enraizados a menudo en antiguas guerrillas de liberación) y los estándares garantistas aparecidos puntualmente en Europa (en procesos como el escocés) habían formado una impresión que ahora se confirma falsa. Entrado el siglo XXI sigue sin haber unas reglas del juego asentadas sobre la democracia y la soberanía.

Así, el criterio de que la solución en Venezuela pasa por unas «elecciones libres» no rige en naciones como Catalunya o Euskal Herria ni en estados como Grecia. El argumento de que los líderes opositores no pueden ser encarcelados es irrefutable como principio, pero bien cerca de Leopoldo López está entre rejas Lula da Silva, y a este lado del Océano Oriol Junqueras y sus compañeros, igual que antes Arnaldo Otegi y un sinfín de vascos. Si la crisis socioeconómica, el caos político y la tendencia al autoritarismo justificaran derrocar a un mandatario como Maduro, el propio Trump sería el primero que tendría que poner sus barbas a remojar tras más de un mes de cierre de gobierno. Y suma y sigue...

A falta de reglas de juego limpias, la relación de fuerzas es lo que vuelve a marcar la única pauta, en una tendencia que agudizará el auge de la ultraderecha. Venezuela es un ensayo de golpe de Estado moderno en Latinoamérica, pero también lo ha sido Brasil, ya consumado. Y Catalunya lo ha sido en Europa, con expresiones aún más innegables, como un president legítimo en el exilio y un vicepresident encarcelado.

¿Con Trump, Bolsonaro y Duque?

Reivindicar ese fair play es obligado para cualquier demócrata del mundo, pero constituye además una necesidad extra para cualquier nación cuya soberanía no esté reconocida, como ocurre con Euskal Herria. Por eso es muy preocupante que fuerzas que se reivindican demócratas y abertzales apoyen el asalto venezolano o contemporicen con el catalán.

A la indecencia se suman además dosis importantes de ceguera e irresponsabilidad, porque, por mucho lobby interno que presione en esa dirección, alinearse hoy con el alzamiento encarnado por Guaidó es encomendarse a espíritus belicistas con pocos escrúpulos y muchos intereses, como Trump o los vecinos regionales Jair Bolsonaro e Iván Duque. Y que las consecuencias de alentar ciertas campañas imposibles de controlar hay que medirlas con tiento es algo bien sabido desde la foto de las Azores.