Pablo L. OROSA
Johannesburgo
ELECCIONES GENERALES EN SUDÁFRICA (II)

El dinero es la raza en la Sudáfrica posapartheid

Derrotado legalmente, el legado físico del apartheid conforma una geografía de ciudades segregadas en las que las barriadas concentran la violencia en la que se excusa la minoría blanca para impulsar la privatización de la vida en comunidad.

Ciudad del Cabo es, durante las vacaciones de Navidad, una ciudad sin atascos. En Pinelands, el barrio de clase media, mayoritariamente blancos pero también empresarios afrodescendientes con la tarjeta cargada de compras en Woolworths, no hay partidos de tenis. Los jubilados que se juntan habitualmente para sudar y maldecir lo que ha empeorado el país desde que se fue Nelson Mandela han ido a pasar las fiestas con la familia a algunos de los resorts hoteleros o pequeñas ciudades costeras que jalonan los más de 2.500 kilómetros de fachada marítima del país.

Es durante esos días cuando la mayoría negra que habita los suburbios de la ciudad, esos como Khayelitsha donde más de 12.000 viviendas carecen de baño por lo que sus inquilinos tienen que hacer sus necesidades en bolsas de plástico ya que acudir a los retretes comunitarios por la noche resulta demasiado peligroso, especialmente para las mujeres, se desplaza a Clifton, quizás la más fotografiada de las playas de Ciudad del Cabo. Una sucesión de calas de arena blanca convertida en uno de los desarrollos urbanísticos más lujosos del continente: chalés de terrazas infinitas y paredes de cristal copan la parte baja de la ladera hasta quedar literalmente colgadas sobre el arenal. Como el agua del Atlántico es aquí tan fría, son varias las viviendas que cuentan con piscinas propias con vistas al mar.

Desde hace unos meses, está en marcha un servicio especial de vigilancia privada, contratada por propietarios y hosteleros de la zona después de que dos jóvenes fueran presuntamente agredidas sexualmente ante la inoperancia policial. Miembros de ese servicio privado ordenaron desalojar la playa el pasado 26 de diciembre cuando todavía estaba llena de bañistas: casi todos residentes de los suburbios. Aunque las autoridades negaron que se tratase de un incidente racial, la polémica volvió a ocupar el debate nacional. Apenas unos días después, la misma compañía, Professional Protection Alternatives (PPA), cerró varias calles Fresnay, otro de los barrios lujosos de la ciudad, para garantizar la seguridad durante la celebración de Año Nuevo.

«Identidad criminal negra»

Sudáfrica, desde su origen colonial, con la imposición de las primeras leyes raciales a cargo de los británicos en 1809, ha crecido con el imaginario de la inseguridad asociado a la mayoría negra. Lo que la codirectora de la African Feminist Initiative en Penn State University, Gabeba Baderoon, llama la «construcción de la identidad criminal negra». Una idea que sirvió para justificar la esclavitud durante el periodo colonial y el uso de presos como mano de obra durante el apartheid: el trabajo de los convictos fue parte integral de la boyante industria minera sudafricana hasta su abolición legal 1960 y aún después, hasta que los migrantes sin protección laboral los sustituyeron como mano de obra barata en minas, explotaciones agrícolas o construcción de carreteras.

Hoy, con unas cifras de población afrodescendiente encarcelada similares a las del régimen segregacionista, la «identidad criminal negra» sigue siendo el eje sobre el que se construye la hegemonía en el país: durante el juicio que acabó con la condena del atleta paralímpico Oscar Pistorius por la muerte de su novia, la defensa del velocista utilizó el miedo ante la creciente criminalidad y el efecto de esta en su personalidad, después de que su padre fuese secuestrado en dos ocasiones y él mismo fuera testigo de otro asalto violento, para atenuar la pena. «Teníamos armas en casa para protegernos. Le digo al Gobierno de la ANC que mire los índices de delincuencia de la comunidad blanca, por qué la protección es tan pobre en este país», declaró entonces el padre del atleta.

La mirada epidérmica de los números ampara el relato de un país que se desangra: aunque la tasa de homicidios se ha reducido casi a la mitad desde el fin del apartheid, sigue siendo una de las más altas del mundo, con 35,8 por cada 100.000 habitantes en 2018. Un punto más que el año anterior. Para las mujeres, con una media de 110 violaciones denunciadas cada día, Sudáfrica es un lugar del que querer huir. «Mi marido y yo nos queremos ir del país, estamos arreglando los papeles para ir a Canadá. Aquí las cosas no están bien, hay mucha inseguridad», afirma Chelsea, una enfermera afrikáner que supera la treintena y que vive en un barrio residencial en Rustenburg, a una hora de Pretoria. En los seis años que lleva ahí nada le ha ocurrido. Ni a ella ni a sus vecinos.

La realidad dérmica dibuja un país de contrastes desmesurados en los que la inseguridad es vendida como el común denominador con el que avalar la creación de barrios fortificados y justificar la apropiación de espacios públicos, con calles y playas de uso, de facto, restringido. Desde principios de los 2000, la década prodigiosa para la economía sudafricana, estos desarrollos urbanísticos se han multiplicado y pese a los intentos para limitarlos suponen actualmente hasta el 15% del mercado inmobiliario del país.

Acceder hoy a Ponte City, el edificio residencial más alto del hemisferio sur e icono arquitectónico de Johannesburgo, requiere recitar tus datos personales: nombre, carné de identidad, matrícula, número de teléfono y hora exacta de entrada y salida. «Un infierno para las infidelidades», bromea Dada, uno de los jóvenes que creció mientras Ponte City era secuestrado por bandas mafiosas que lo convirtieron en un escenario de narcotráfico y prostitución. El rascacielos es hoy un lugar seguro en medio de un barrio conflictivo. En sus bajos han puesto en marcha un centro cultural. A sus vecinos, todos en régimen de alquiler, la cesión de información personal no les parece nada a cambio de sentirse seguros.

Vivir tras las verjas de estos Gated communities, urbanizaciones de calles enrejadas, patrullas comunales y alarmas, se ha convertido, irónicamente, en el sueño de los hijos de la Sudáfrica liberada: ganar el suficiente dinero para hacer invisible lo que está al otro lado, aunque esto suponga estar de nuevo confinados.

La violencia de la geografía

«Aunque des más vuelta, lo mejor es que vayas caminando hasta Alexandra Road y cruces el río en dirección a Observatory. Esta ruta –dice Tom, un carpintero jubilado resi- dente en Pinelands– es más segura que la que sigue las vías del tren». De hecho, prácticamente nadie en la comunidad blanca de Ciudad del Cabo recomienda usar el tren. Por supuesto, ellos tampoco lo utilizan.

La propia infraestructura ferroviaria que atraviesa el embudo geográfico que conduce al centro, y de ahí al paseo de Sea Point y las playas de Clifton, se ha convertido en una frontera física que conforma la geografía social de la ciudad. La ciudad violenta y ciudad violentada. «Este es un entorno muy peligroso. Los turistas no se dan cuenta porque no vienen por aquí, pero los robos y los asaltos son constantes», asegura una joven licenciada en Económicas que trabaja en una agencia de viajes. No todos en el barrio pueden decir algo así: el paro supera aquí el 50%. «Yo, si pudiera permitírmelo, no caminaría por estas calles. No viviría aquí». En apenas 100 metros de trayecto, la joven saluda a un sinfín de personas: una madre con su hijo pequeño, al camarero de una taberna que prepara desayunos y a todos los vendedores ambulantes con los que se cruza. Al llegar a la esquina de Main Road, al otro lado de las vías del tren, se despide: «A partir de aquí ya es seguro».

Ciudad del Cabo tiene la cifra de homicidios más elevada de las grandes urbes del país, 69 por cada 100.000 habitantes, un 60% más que en 2009 y un 13% más que el pasado año. Todavía hoy, el índice de segregación residencial es de 0,67 sobre 1: «No hay apartheid, pero la segregación sigue siendo real. La vemos a diario. En esa mayoría de negros que viven en barrios en las afueras y tardan horas en llegar a sus trabajos o en un sistema educativo en el que la población negra tiene menos oportunidades», traduce la activista Koketso Moeti. Al igual que ocurrió en Estados Unidos tras la Gran Depresión, la Sudáfrica posapartheid también ha sido diseñada bajo el redlining: desarrollos urbanísticos homogéneos donde el requisito de entrada ya no era la raza sino la riqueza. La identidad de hoy en Sudáfrica.

La misma que define el otro gran problema que sacude el país: la xenofobia contra los migrantes que llegan de Mozambique, Congo y, sobre todo, Zimbabwe. «Aquí se gana más dinero, pero hay un problema de xenofobia: Hay negros que atacan a los negros. Tienes que saber muy bien dónde te metes, porque hay townships en las que no nos quieren y nos atacan. Un negro no debería hacerle eso a otro negro», señala Lloyd, quien hace 12 años cruzó la frontera desde Harare para trabajar como electricista.

Tras esta violencia fratricida se esconde la herida sicológica que 400 años de colonialismo dejó en la sociedad del sur de África: «La población negra se sintió humillada y esta humillación se tradujo en rabia. Frustrados, han vuelto los ataques contra su propia gente. Contra otros como ellos u otros blancos fáciles como los migrantes. Es lo que en sicología se llama ‘desplazamiento’ de la rabia», explica el profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo, Wahbie Long.

Aunque es la minoría blanca la que denuncia la inseguridad latente, es que es la población negra, especialmente jóvenes y migrantes que residen en las barriadas más pobres, la que más sufre esta violencia. Un estudio sobre las muertes en asaltos violentos demostraba que el 81% de las víctimas eran sudafricanos de piel negra, el 14% coloureds (mestizos) y solo el 4% blancos. En las portadas sólo salen las de estos últimos.