EDITORIALA
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Milagro en las elecciones del cambio climático

Australia es el continente habitado más árido del planeta. Otrora uno de los mayores exportadores de trigo, las severas sequías de sus estados del Este le han obligado a importar una gran parte del trigo que consume. El calentamiento del mar está matando la Gran Barrera de Coral, los granjeros no disponen de agua y el desplazamiento de sus trópicos hacia el Sur hace que sufra grandes tormentas y que enfermedades asociadas al mosquito, como la fiebre del dengue, azoten en lugares que no estaban preparados para esa eventualidad. Por todo ello, en las elecciones generales de Australia estaba en juego cómo confrontar sus propias vulnerabilidades, con qué políticas, ante los efectos de la emergencia climática.

El mundo había fijado su atención en las que se consideraban como primeras elecciones del cambio climático. Los laboristas, favoritos en todos los pronósticos, lo habían jugado todo a esa carta, habían prometido regulaciones más estrictas, una transición hacia las energías renovables, una moratoria en las minas de carbón a cielo abierto, una reducción de las emisiones de carbono de 2005 en un 45% para 2030. Prometían una elección sobre el futuro, una apuesta estratégica, un cambio estructural y generacional. Se las prometían felices hasta que lo que parecía imposible que ocurriera, ocurrió, como ya lo hizo en 2016 con el Brexit en Gran Bretaña y la elección de Trump en EEUU.

La victoria de Scott Morrison es calificada de milagro. El líder conservador, un cristiano devoto experto en marketing que hizo carrera como ministro implacable contra la inmigración, ha sabido rehacer su marca y proyectarse como un padre protector. Apostó por el cuerpo a cuerpo con el líder laborista, enfrentó la economía con el clima y prometió empleo, facilidades para comprar casa y ahorrar para la jubilación. La guerra por el cambio climático continúa, pero Morrison ha ganado la batalla. Y por encima del shock, del trauma, deja serios motivos para la reflexión.