Jesús González Pazos
Miembro de Mugarik Gabe
GAURKOA

Guatemala, la finca neocolonial

Totonicapán, Cahabón, Quiché, Sipakapa o San Juan Sacatepequez no son solo nombres de una sonoridad especial, no son solo lugares destacados de una de las mayores culturas del mundo, la maya. Estos son también nombres de comunidades en las que la violación sistemática de los derechos humanos individuales y colectivos se hace realidad cotidiana en toda su crudeza. Lugares donde, al igual que la riqueza en el mundo de hoy, esas violaciones se concentran más y más, no en cada vez menos manos, sino en un reducido territorio del continente americano. Hablamos de Guatemala y de tiempos y lugares en los que hoy las empresas transnacionales y oligarquías locales son los nuevos protagonistas de un proceso colonial que, con formas no tan diferentes, perdura por más de cinco siglos.

El sistema colonial desde antiguo se caracteriza básicamente por el dominio social y económico por un poder extranjero de un territorio y por la explotación de sus riquezas y recursos naturales en beneficio casi exclusivo de ese poder, ahora constituido en metrópoli. Cambiemos el nombre de los antiguos imperios coloniales por el de Iberdrola, ACS, BBVA, British Petroleum, Goldcorp, etc., y tendremos claramente delimitado nuevamente el escenario colonial; como siempre, como en toda época y lugar, acompañado y ayudado por unas escuálidas élites locales que generan las condiciones políticas idóneas para esa nueva implantación. Para el caso de Guatemala hoy, como en tiempos precedentes, esa oligarquía nacional se conforma por escasas ocho o diez familias, las cuales, con su control de las estructuras del Estado (ejecutivo, judicial, legislativo y cuerpos de seguridad) permiten la fácil penetración de esas empresas transnacionales que imponen condiciones de explotación, servidumbres necesarias y se llevan a un precio ínfimo las riquezas del país.

El marco, se completa con una población en situación mayoritaria de dominación y su control y sometimiento se realiza como si de jornaleros en la finca del patrón se tratara. O, de otra forma, cómo se puede definir una sociedad en la que los votos se compran en las comunidades empobrecidas por unos kilos de alimentos, por unas láminas a modo de techumbres o mediante las reiteradas e ilusorias promesas de una mejora en las condiciones de vida que nunca llegan. Los partidos tradicionales, esos dominados por las élites oligárquicas locales y extranjeras, desde el centro izquierda más moderado (socialdemocracia) hasta la extrema derecha usan la pobreza como fuente inagotable de votos para el sostenimiento cuatrienio a cuatrienio del sistema dominante. Garantizan así su supervivencia en el lujo y despilfarro mientras la mayoría de la población se hunde más y más en la miseria y no encuentra otra opción que encaminarse en caravanas de migrantes hacia el lejano y prometido paraíso del norte.

En esta sociedad neocolonial, al igual que lo fue en la anterior, la protección de las leyes, de la constitucionalidad, de los derechos humanos y de la democracia no se hicieron, sino nominativamente, para el pueblo; la realidad es que son solo una realidad para las élites enriquecidas. Se protegen en ellas y, a partir de las mismas, construyen sus redes de corrupción e impunidad. Son las élites que envían a sus hijos a los Estados Unidos, sin problemas para su entrada, a estudiar en inglés; esas que no se desplazan por las escasas y destrozadas carreteras del país para no contaminarse con la pobreza, sino que llegan a sus fincas en helicópteros para controlar el ritmo de producción o, aquellas que mantienen por igual estrechos lazos con la diplomacia internacional y con el narcotráfico y son parte, a su vez, del amplio entramado de la corrupción sistémica.

En paralelo, se irrespeta en todo tiempo y lugar el derecho a la consulta a las comunidades cuando se van a desarrollar en sus territorios megaproyectos que afectarán de forma determinante a las mismas y se compran autoridades y voluntades con el señuelo de unos pocos billetes o de la promesa de un trabajo temporal en esos proyectos extractivos que atentan contra los territorios. Se criminaliza, encarcela y asesina a líderes y lideresas que se mantienen firmes al lado de sus comunidades en la protesta social. Y esto no es denuncia fácil o vacía. Las diez comunidades de San Juan Sacatepequez llevan más de una década resistiendo contra la instalación fraudulenta de una cementera, propietaria de una de esas ocho familias (Nobelia) que dominan el país, y que hipoteca su vida y desarrollo como comunidades campesinas. Sobre el río Cahabón avanzan los proyectos hidroeléctricos (Renace y Oxec), en los que participa la transnacional española ACS (Florentino Pérez) y que privatiza tierras y aguas a más de treinta mil personas a las que nunca se consultó. En el Quiché los niveles de las aguas freáticas disminuyen día a día suponiendo una restricción brutal para la población y la sequía para cultivos y ganados, todo por la desenfrenada tala de los bosques; la población organizó su propia consulta y se posicionó por la defensa de la vida y el territorio, pero el Estado protege a los madereros. Sipakapa, junto con San Miguel Ixtahuacán son el reflejo de la esquilmación y contaminación dejadas tras doce años de explotación por la minera canadiense Goldcorp, que ha traído la desaparición de los cerros para extraer el oro que se ha llevado a cambio de unos impuestos del 1% a sus ingentes beneficios; a cambio, mercurio y metales pesados en los ríos y arroyos, enfermedades y empobrecimiento para la población de estas comunidades. Y así, el listado puede seguir creciendo hasta niveles increíbles para un país tan pequeño. En El Estor Izabal la transnacional suizo-rusa Solway explota una de las mayores minas de níquel del mundo a costa del ecocidio que supone contaminar el mayor lago del país, lo que afecta a más de cincuenta comunidades ribereñas. Y este caso, al igual que tantos otros, ha traído también muertes y heridos, criminalización de comunicadores populares y compra de voluntades locales y estatales para poder seguir manteniendo la explotación a cualquier costo social.

Lo dicho, el sistema colonial no murió hace doscientos años; al contrario, el sistema neoliberal supone la recuperación de la colonia, traducida en la explotación económica, social y política de las grandes mayorías a cargo hoy no de viejas élites coloniales sino de transnacionales y las pequeñas oligarquías locales.