Pablo L. OROSA
‏Rustenbur
VIOLENCIA SEXUAL EN SUDÁFRICA

EL «NI UNA MÁS» NO BASTA EN EL CORREDOR DE PLATINO

Una treintena de mujeres han muerto a manos de sus parejas en Sudáfrica en agosto. Una cifra nunca antes registrada y que ha sacudido la indignación de un país en el que cada día se producen oficialmente más de 135 agresiones sexuales.

Las mujeres de Freedom Park, que no es un parque sino una comunidad depauperada en la que se han quedado a vivir los trabajadores de las minas, aunque ya no tengan trabajo, y donde las verjas metálicas que delimitan las callejuelas son un símbolo de lo que queda de libertad, tienen una cosa clara: «Si retiramos la pobreza de la ecuación, el problema de la violencia sexual desaparecería».

Lo que ocurre es que, al menos de momento, no parece que vayan a desaparecer los ricos muy ricos ni los pobres muy pobres en una de las regiones más desiguales del ya de por sí ejemplo de la desigualdad mundial que es Sudáfrica. Así que difícilmente las mujeres de Freedom Park se olvidarán de la violencia que las está enterrando.

Fundada en 1850 junto a la que todavía es hoy una de las minas de platino más grandes del planeta, Rustenburg es actualmente la ciudad más importante de la provincia del North West. Cuenta con una reserva natural a sus puertas y un majestuoso parque acuático que atrae turistas desde la vecina Johannesburgo. Su economía supone el 21,1% de toda la provincia y el 1,28% de toda Sudáfrica. El 74,6% de este rendimiento económico depende de las minas.

Por ello, las fluctuaciones en el precio de las materias primas tienen un efecto devastador en la zona. Especialmente en un contexto de crisis económica como en el que está sumido Sudáfrica: en el primer trimestre del año el PIB cayó un 3,2%, el mayor descenso desde la hecatombe mundial 2008, y la leve recuperación de los últimos tres meses viene acompañada de nuevas predicciones de contracción para 2020.

Ajenos a la macroeconomía, la riada de migrantes sigue siendo constante en Rustenburg. En sólo una década la población de la ciudad ha aumentado más de un 400% y supera ya las 625.000 personas. Llegan de otras provincias, mayoritariamente del Eastern Cape, y también de países vecinos como Mozambique o Zimbabwe. Los que encuentran trabajo en las minas realquilan los alojamientos asignados, un paisaje de construcciones rectangulares y repetidas, para ganar algo más de dinero y se van vivir a otras construcciones más cuadradas y más humildes bautizadas como mkhukhus.

Freedom Park es, junto a Boitekong, el paradigma de estos horizontes de hojalata creados en esta sección del corredor de platino, en el noroeste de Sudáfrica. «Es una zona peligrosa, especialmente por las noches. Desde hace unos meses, más aún si cabe. Hay agresiones a diario e incluso violaciones a plena luz del día», relata Marie (nombre ficticio), una activista local de 49 años tan fuerte de espíritu como de cuerpo, que lidera un incipiente plan de vigilancia ciudadana.

Sudáfrica tiene una tasa de feminicidios seis veces mayor que la media mundial y se estima que al menos 137 agresiones sexuales son cometidas cada día en el país. El pasado agosto, 30 mujeres murieron a manos desus parejas, la mayor cifra –al menos oficial– registrada nunca en el país, lo que ha provocado una oleada de protestas que reclaman incluso la declaración del estado de emergencia. «Vamos a actuar. Ya es suficiente», avanzó el presidente, Cyril Ramaphosa.

En Rustenburg, los números son igualmente alarmantes. Si cabe, aún más. Según un estudio de Médicos Sin Fronteras (MSF), una de cada dos mujeres entre los 18 y los 49 años ha sufrido violencia sexual y una de cada cuatro ha sido violada a lo largo de su vida. Sólo en Rustenburg se producen cerca de 12.000 violaciones al año.

Pero no todas son ciertas, se apresuran a comentar un grupo de hombres de mediana edad, amantes de la cerveza que están terminando y que les hincha la barriga. Dicen que tras acostarse con ellos de forma voluntaria algunas mujeres les piden dinero –hasta 300 euros– bajo amenaza de denuncia por violación. Aunque puede ser cierto, conceden las trabajadoras comunitarias de MSF que trabajan en Rustenburg, también lo es que la mayoría de los casos ni siquiera llegan a denunciarse. «Primero porque muchas veces los casos ocurrieron hace tiempo y no hay pruebas. En otros, porque la Justicia es demasiado lenta. Y en muchos, porque los casos se intentan solucionar en el seno de la familia o de la comunidad con pagos compensatorios. A nadie le interesa que se hable mucho de lo que está ocurriendo», denuncia Lydia Ganda.

Angustiados por los titulares sensacionalistas, las clases medias se han bunkerizado, apropiándose de los espacios públicos. Aunque en las calles rectilíneas de adosados de dos o tres alturas y jardín no se han registrado agresiones en los últimos años, sus residentes se afanan en instalar puertas blindadas y cámaras de seguridad en sus viviendas, en no detenerse en los semáforos por la noche y en no caminar jamás al caer el sol. «Mi marido y yo nos queremos ir del país, estamos arreglando los papeles para ir a Canadá. Aquí hay mucha inseguridad», afirma una enfermera afrikáner mientras vigila a su perro, que corre dentro del condominio amurallado en el que reside desde hace seis años.

Pero es al otro lado del mapa ortogonal, en las barriadas que ha ido creando la ciudad en su explosión demográfica, donde la inseguridad se ha adueñado del paisaje. Aquí la Policía es parte del problema: como muchas mujeres no tienen permiso de residencia, los abusos perpetrados ni siquiera pueden ser denunciados. «La propia Policía nos hostiga, nos dice que lo que hacemos es ilegal e incluso amoral. Entonces nos piden un soborno o directamente nos roban o abusan de nosotras», alerta Marie, quien durante una década ejerció la prostitución en la zona y hoy guía al colectivo de trabajadoras sexuales de Freedom Park en la defensa de sus derechos.

Pobreza y patriarcado

Margaret, Nkadimimeng y Letupu aprovechan el descanso entre clase y clase para hablar sobre un caso que les preocupa. Un grupo de chicas de 13 años han venido a hacer preguntas sobre sexo y embarazos. «Y eso ya sabemos lo que significa», apunta Margaret, que tras una década como profesora de inglés en esta escuela de Rustenburg es consciente de que aunque las estadísticas oficiales digan que solo el 6% de las jóvenes se casan antes de los 18, la realidad es mucho más que los números. Solo en este colegio hay quince chicas estudiando que han sido madres antes de alcanzar la mayoría de edad y otra más que ha tenido que dejar la escuela para atender a su pequeño.

«Hay veces que ni el padre de mi hijo ni mi familia se pueden quedar con el bebé, así que me tengo que quedar yo y pierdo alguna clase», lamenta Lesedi, quien a sus 17 años está dos cursos por debajo de lo que le correspondería por edad.

Aunque Sudáfrica no mantiene la política excluyente con las menores embarazadas de otros países como Tanzania, las consecuencias de los matrimonios y embarazos infantiles perpetúan el círculo de la desigualdad: el rechazo social –«antes tenía tres amigas, pero al quedarme embarazada la madre de una de ellas me dijo que no era un buen ejemplo para su hija y que me alejase de ella», relata Lesedi– y la falta de escolarización se traduce en dependencia económica, pobreza y, por último, violencia.

La estructura estructurante de este sistema patriarcal se encuentra en las prácticas ancestrales de secuestros de menores para contraer matrimonio, las llamadas ukuthwala, hoy diluidas en pragmáticos intercambios de sexo por dinero: «Muchas chicas lo hacen por la presión del dinero, para poder seguir estudiando o para comprar cosas básicas para la casa», subraya Margaret. «Está todo muy vinculado a la pobreza. Chicas huérfanas o de familias disfuncionales de los asentamientos –como Freedom Park– que naturalizan lo que ven en sus casas: a sus padres borrachos y a su madre llevándose hombres a la cama», apostilla Letupu.

Una suma de cultura patriarcal, «hombres que piensan que tienen el derecho a abusar sexualmente de las mujeres cuando les apetece y mujeres que piensan que no se pueden rebelar contra ese abuso y lo han naturalizado», en palabras de la doctora Jeniffer, del centro de salud de Rustenburg, y pobreza, «migrantes que vienen aquí creyendo que van a encontrar un empleo, lo que no siempre resulta fácil, se frustran, beben y acaban cometiendo agresiones sexuales», que supone para el país pérdidas millonarias: entre 1.660 y 2.485 millones de euros (0,9%-1,3% del PIB), a causa de embarazos no deseados, trastornos sicológicos, VIH, enfermedades sexuales y traumas sicológicos.

Pese a que todavía llevan las de perder, entre las mujeres de Freedom Park ha empezado a correr la voz. «Vamos a enseñar a los hombres a respetarnos». Es eso o seguir muriendo.