Dabid LAZKANOITURBURU
Direc
OFENSIVA TIURCA CONTRA LOS KURDOS EN EL NORTE DE SIRIA

Rusia win or win (gana o gana)

Con la retirada prácticamente total de los EEUU de Trump del norte de Siria, Rusia se confirma como el principal, si no único, agente geopolítico con el que deben tratar todos los actores no ya del conflicto sirio sino, por delegación –como la propia guerra– de toda la región. 

La llegada de tropas de interposición rusas al norte de Siria para evitar un choque del Ejército turco y sus milicias sirias contra el Ejército sirio y las milicias kurdas es el colofón al éxito de la estrategia del Kremlin en el país árabe. Una estrategia que, combinando el palo y la zanahoria, consiste en esperar a que los acontecimientos, y los errores de sus rivales y/o aliados circunstanciales, maduren y se agoten a sí mismos, obligándoles a apelar, por desistimiento o por pura supervivencia, a Moscú.

Turquía, que se niega por principio (como España en Catalunya...) a buscar una solución política a la cuestión kurda –y menos la Turquía de Erdogan, tentada a contrarrestar con su aventurerismo militar neotomano su propia debilidad política (ha perdido sus plazas fuertes de Estambul y Ankara)–, no iba a permitir una experiencia democrática como la de Rojava al otro lado de su frontera. Una experiencia teorizada y formulada para más inri por su preso número uno y líder del PKK, Abdullah Oçalan.

Rusia lo sabía y era cuestión de tiempo que Ankara lanzara una ofensiva contra los kurdos. El único freno era la resistencia de EEUU, concretamente del Pentágono y del Departamento de Defensa, a aceptar una retirada de su pica en Flandes siria, repliegue ansiado por Trump desde que llegó a la Casa Blanca.

El magnate fue forzado por presiones internas a desdecirse y postergarla en diciembre de 2018, pero la inminencia de la campaña a las presidenciales y el cálculo geopolítico de que le bastaría con su reforzada alianza con Israel para mantener su posición en una región, Oriente Medio, que ya no es prioritaria para Washington frente al Pacífico, le llevaron a principios de octubre a oficializar su anuncio, dejando vía libre a Ankara. Las amenazas posteriores del inquilino de la Casa Blanca a Erdogan no son sino un mal, tardío e irrelevante recurso diplomático para intentar minimizar su traición a los kurdos. Iniciada la ofensiva turca, a Moscú y a su patrocinado gobierno de Damasco no les quedaba más que esperar a que los kurdos se cocieran bajo el fuego de las bombas y suplicaran ayuda. 

Así ha ocurrido. Rusia se dedicó durante los primeros días a contemporizar con los bombardeos turcos, que alcanzaron hasta a Qamishlo, en el noreste, aludiendo ora a la necesidad de Ankara de asegurar la frontera «frente al terrorismo», ora a la integridad territorial siria.

Tras perder el control de 120 kilómetros de frontera y ver cómo los rebeldes sirios a sueldo de Ankara ocupaban Tal Abyad y amenazaban con hacer lo propio en Serekaniye, avanzando además hasta Manbij, los kurdos «negociaban» con Damasco en la base militar rusa de Hmeim y abrían paso al Ejército sirio para frenar a Erdogan.

Para el Gobierno de Bashar al-Assad, volver sin pegar un solo tiro al norte desde el que fue expulsado en 2012 –o desde el que salió para dejárselos a los kurdos e impedir así que estos se vieran tentados a aliarse con la incipiente revuelta siria– es todo un regalo de Moscú. 

La jugada es maestra. Y es que sin el fuego sostenido de la artillería turca, las bien armadas (por EEUU) y mejor entrenadas en combate (por el ISIS) milicias kurdas de las YPG suponían un obstáculo al proyecto de Al-Assad de extender su dominio nominal del 60% a más del 80% del país. Todo ello sin olvidar que los kurdos tenían hasta ahora bazas para negociar políticamente y salvar en la medida de lo posible su proyecto de autonomía democrática en Rojava.

Todo ese equlibrio precario ha saltado por los aires y a los kurdos no les queda sino confiar en que Moscú obligue a algún tipo de concesión política a Damasco, que históricamente se ha dedicado a ningunearlos y a reprimirlos desde una visión panarabista dominante.

No obstante, esta jugada estratégica, como todas, no está exenta de riesgos. Al igual que hizo en 2016 y en 2018 al permitir a Turquía conquistar el área siria de Jarabulus y el cantón kurdo de Afrin, Rusia ha permitido a Erdogan iniciar una tercera ofensiva que podría obedecer a su propia lógica. 

No en vano Turquía ha establecido en la región de Jarabulus su propia administración, incluso universitaria, y ha llenado Afrin de refugiados sirios, utilizándolos en clave de limpieza étnica y de ingeniería demográfica, la misma que paradójicamente llevó a cabo Hafez al-Assad (padre) contra los mismos kurdos y que Erdogan querría repetir ahora en los territorios conquistados o por conquistar. 

Putin, que ha mantenido contacto en todo momento con Erdogan, le insta ahora a que no cruce más de 5 kilómetros la línea de frontera. 

Todo apunta, sin embargo, a que asistimos a una auténtica escenificación que oculta algún tipo de acuerdo, cerrado o por cerrar, que debería incluir además la cuestión del reducto rebelde –hoy dominado por los yihadistas– de Idleb.

Moscú tiene ya a todos los actores políticos a sus pies y le queda ahora lidiar con un Erdogan que, ante las amenazas de sanciones rusas como las que castigaron a Turquía en 2015 podría  frenar su ofensiva e incluso replegarse a cambio de garantías de que «se ha eliminado la amenaza terrorista en nuestra frontera meridional».

A Rusia no le quedaría sino administrar políticamente la postguerra en Siria, reconociendo a Ankara su control en una zona de seguridad en la que instalar a lo que queda de los rebeldes sirios  y a cientos de miles de refugiados, ofreciendo alguna migaja a los kurdos y otros grupos opositores y asegurando a Damasco el control de toda la Siria fértil, incluidos los campos de gas y petróleo que hasta ayer estaban en manos de Rojava.

El tiempo dirá si este escenario se confirma en el contexto de una situación absolutamente volátil. Pero lo que está claro es que la Rusia de Putin, que aprovechó en 2014 la renuncia de Obama a implicarse en Siria tras la línea roja del supuesto ataque químico en Ghuta Oriental, y que en 2015 se metió de lleno en la guerra para salvar a un régimen que estaba a punto de ser derrotado, ha liderado desde entonces una estrategia exitosa. Que debe tanto a su propia y dilatada pericia diplomática (heredera de los tiempos de la URSS) como a los errores e indecisiones estratégicas de sus rivales, sobre todo de EEUU, y que como hemos visto no son exclusivas de Trump.

Una estrategia que va más allá de Siria y sitúa al «acabado imperio» euroasiático en el centro mismo de Oriente Medio. Y es que, mientras los kurdos se rendían a la evidencia y Trump ordenaba la estampida, Putin era agasajado con alfombras en sus visitas a Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos. Que serán satrapías pero identifican perfectamente al que manda.