Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

Entre el miedo y el cuidado

La situación que ha generado esta pandemia nos ha hecho darnos cuenta de la importancia del cuidado, de los cuidados. Sin ellos ningún ser humano puede, no ya vivir, sino tan siquiera imaginar la posibilidad de sobrevivir. En el feminismo hemos hablado largo y tendido sobre ellos y ha sido un eje de trabajo, así como de demanda política. Últimamente se pone sobre la mesa frente a los modelos de odio, el modelo de amor, viejos modelos dicotómicos. Así que ¿podríamos poner el amor en el centro de la cultura del cuidado? Yo creo que no, es más, es una trampa peligrosa, especialmente para las mujeres. De hecho, no solo es la precariedad en torno a los trabajos de cuidados, sino que muchas veces los límites entre cuidar y trabajar no son claros. Las propias mujeres, socializadas para cumplir con esa expectativa amorosa, muchas veces mezclamos trabajo con afecto, no poniendo en valor nuestro trabajo y tiempo porque lo que se hace por amor es impagable. Además de ello, asumimos como propios los procesos que son de otras u otros, queriendo cambiarlos o salvarlos, sin antes preguntar: ¿Tú qué quieres? Infantilizando a las personas, especialmente a los hombres, negando la ineludible responsabilidad sobre la propia vida. Invirtiendo energía, tiempo y expectativas que muchas veces no obtienen reciprocidad o no sabiendo poner límites o, cuando los pones, obteniendo la etiqueta de dura, desalmada, egoísta…

Si nos fijamos en los datos, quienes trabajamos en los sectores de cuidados como educación, sanidad, residencias, protección social, somos mayoritariamente las mujeres. A las mujeres se nos ha exigido, como cuidadoras naturales, abnegación, sacrificio y afecto, tanto en lo personal como en nuestros puestos de trabajo, características vinculadas con el género femenino. Por eso, el trabajo relacionado con los cuidados está tan poco valorizado y a la vez tan precarizado, porque forma parte de los mandatos de género de las mujeres. Y lo que una hace desde el mandato es cumplir con su «destino biológico», como diría Simone de Beauvoir, por tanto no tiene valor al ser algo que hacemos por naturaleza. La exigencia a muchas cuidadoras de que realicen su trabajo con abnegación y amor que, a veces, rozan la esclavitud, como han denunciado los colectivos de las trabajadoras de hogar o las trabajadoras de residencia. Pero esto no es nuevo, ni es excepcional a la emergencia. Mi propia madre vino con 11 años a «servir» a Bilbo desde la España empobrecida del sur.

Ahora bien, ¿qué significa políticamente incorporar la tarea de cuidados como eje para el sostenimiento de la vida? La apuesta por una cultura del cuidado lo es también por la soberanía alimentaria, una mayor conciencia y responsabilidad en el consumo y prácticas de vida, un fortalecimiento de los pilares sociales del bienestar, una renta básica universal, de condiciones laborales que permitan una vida que merezca la alegría de ser vivida. Tras los aplausos tienen que llegar las manos solidarias que presionen colectivamente para mantener esos pilares públicos de cuidados comunitarios: la sanidad, la educación, todos los sistemas de protección social, así como de organización social. Un imprescindible cambio en el modelo de residencias para que dejen de ser un negocio y sean un espacio de vida y cuidados.

Lo que quiero decir con esto es seguramente una obviedad: que no es necesario que alguien te quiera para que te cuide. Es más, a veces, es deseable que quien te cuide no te quiera y que quien te quiera se dedique a darte el soporte afectivo. Ambos, el afecto y el cuidado son imprescindibles para vivir pero a veces no necesariamente vinculados. Aunque quizás habría que reseñar que, mientras el amor sí debe de tener parte de atención y de cuidados con las personas a las que quieres, el trabajo de cuidados no tiene por qué hacerse desde el amor, aunque sí desde el respeto y la empatía.

Quisiera reivindicar un tema relacionado con los cuidados, las emociones y su poder político. No corramos, quedémonos un ratito sintiendo miedo, angustia y/o tristeza, pero no para patologizar las emociones sino para gestionar esto que es parte de la fortuna de estar viva, saberse frágil y mortal. Asumamos como parte del cuidado la responsabilidad de gestionar también lo que sentimos y dotarle de valor colectivo para la supervivencia. Para generar un modelo de vínculo emocional, de fragilidad compartida, de solidaridad.

Solidaridad implica la capacidad de empatizar con aquella niña explotada que fue mi madre y que ahora ocupan otros rostros, otros cuerpos, pero la misma realidad de injusticia. Y como todo es frágil, lo digo por convencimiento no por angustia, quiero tener la capacidad de seguir siendo resiliente tras esta excepcionalidad de confinamiento, porque vivir es aprender en conflicto constante con una misma y su entorno. Y ser protagonista de ese aprendizaje también requiere esfuerzo. Pero cuidado con el mensaje de las heroicidades que dota a la heroína de cualidades sobrehumanas, innatas, nuevamente sin necesidades materiales ni humanas. O el de la individualidad que incide en dar recompensas económicas por el esfuerzo de trabajo de estas semanas, en lugar de acabar con la precariedad estructural de miles de puestos de trabajo, entre ellos, el 40% de Osakidetza.

Una radical solidaridad quizás pueda ser una de las propuestas para favorecer el sentido de interdependencia tan necesario para sostenernos en la vida. Impulsar unas relaciones de acompañamiento y apoyo mutuo, favoreciendo un protagonismo mayor de cada persona en lo relacionado con su vida.

Yayo Herrero, desde la ecología social, propone el principio de suficiencia para una buena vida para el conjunto; de una existencia con austeridad en nuestro consumo pero siendo conscientes de nuestras interdependencias.

Como dice Nancy. Fraser en feminismo para el 99%, «somos parte de ese 99% de parias» con diversas intersecciones, por supuesto, pero parias dispuestas a resistir y en compañía porque no hay otra manera.