Jaime IGLESIAS
MADRID
Elkarrizketa
ALIA TRABUCCO ZERÁN
ESCRITORA

«La incomodidad oculta recovecos que son ricos para la reflexión»

Nacida en Santiago de Chile en 1983, ha investigado en materia de derechos humanos, feminismo y diversidad sexual. Su novela «La resta» fue finalista del premio Man Booker International. Acaba de publicar «Las homicidas», donde discute los roles de género asociados a la actividad criminal.

En “Las homicidas”, Alia Trabucco Zerán toma cuatro casos de crímenes perpetrados por mujeres en distintos momentos del siglo XX que conmocionaron a la sociedad chilena e hicieron correr ríos de tinta. Sin embargo, la autora se aleja de los rigores de la crónica negra para conferir un nuevo enfoque a estos asesinatos y estudiarlos desde una perspectiva de género asumiendo que el impacto social que generaron tuvo mucho que ver con la transgresión de los modelos de conducta que impone el patriarcado reservando a la mujer un rol dócil y pasivo.   

 

A la hora de denunciar la cosificación de la mujer existe el riesgo de estigmatizar a las mujeres como víctimas. Da la sensación de que usted, con este libro, lo que ha intentado es revertir esa visión unidimensional de los roles de género. ¿Es así?

En “Las homicidas” decidí abordar un tema poco explorado, la violencia perpetrada por mujeres, para examinar qué pasa con la sociedad cuando se enfrenta a sujetos que interrogan la definición misma de ser mujer, esa que dice que somos (y debemos ser) sumisas, pasivas, inofensivas. Las protagonistas de mi libro rebaten esa idea y, ante esa amenaza, los tribunales, la prensa y también las producciones culturales buscaron desesperadamente devolverlas al lugar de lo “tradicionalmente femenino”, llamándolas locas, histéricas, diabólicas o negando su feminidad. Ese discurso disciplinador que nos dice a todas las mujeres lo que debemos o no debemos ser y hacer se manifiesta en espacios obvios como la crianza o la escuela, pero también en otros menos obvios, como el ámbito de la criminalidad. Por eso examinar estos actos de violencia me resultaba interesante.

 

En las primeras páginas de «Las homicidas» usted afirma que al hablar de este proyecto con varias personas la mayoría asumía que usted estaba escribiendo un libro sobre mujeres asesinadas, no sobre mujeres asesinas. ¿A qué atribuye esa confusión?

Ese tropiezo auditivo me sorprendió muchas veces y se repitió muchas más. Por un lado, creo que es explicable porque las mujeres que cometen homicidios son, estadísticamente, excepcionales. Pero la frecuencia con que las personas oían la palabra “asesinadas” cuando yo decía claramente “asesinas” revela también cuán común es en nuestra sociedad imaginar el cuerpo femenino violentado, violado, golpeado, muerto.

 

Según usted la legitimación del discurso feminista también se consigue recuperando la memoria de aquellas mujer que, lejos de ser heroínas de una causa colectiva, se rebelaron contra su destino individualmente, mediante el crimen y manchándose las manos de sangre. ¿No piensa que se trata de un supuesto que puede llegar a generar malentendidos?

No podría escribir nada si mi foco estuviera puesto en las personas que pueden entender mal mis textos. Por otro lado, creo que “Las homicidas” es un libro bastante claro, donde no se rescatan estos asesinatos como gestas heroicas ni como modelos de conducta, sino como hitos culturales relevantes y dignos de ser examinados críticamente. Cuando una mujer mata rompe con muchas normas, rompe, en cierta medida, consigo misma, con parte de su propia identidad y de la identidad colectiva de “las mujeres”, y entonces toda la sociedad reacciona para contenerla. Para contener la rabia, por ejemplo, que es un sentimiento que resulta inconcebible en las mujeres, y para reafirmar, por oposición, lo que sí serían sentimientos “verdaderamente femenino” como los celos, el amor o la docilidad. Al desenmascarar estas operaciones aparecen sobre la página viejas estrategias para despojar a las mujeres de poder y esas estrategias exceden al crimen femenino. Por eso son importantes para el feminismo. Como dice la filósofa Sara Ahmed, la historia del feminismo es una historia de transgresión. Y en esa historia hay figuras que no son modelos de conducta pero cuyas acciones sí permiten ver la reacción de la sociedad bajo una luz muy clara y que se aplica a otros contextos. Se trata de un asunto incómodo, pero la incomodidad siempre oculta recovecos que son especialmente ricos para la reflexión y el pensamiento crítico.

 

Pero, ¿no teme, por ejemplo, que hablar de estos casos proporcione un argumento a los negacionistas de la violencia de género?

Temer ese tipo de reacción equivaldría a validar argumentos no solo burdos sino violentos. Los asesinatos perpetrados por mujeres son excepcionales, conforman aproximadamente el 5% del total de los asesinatos. Si alguien pretendiera comparar o igualar esa cifra al fenómeno de los femicidios, no podría más que calificar esa comparación como violenta. Por otro lado, plantear que hay una cobertura o una protección legal excesiva en materia de violencia contra las mujeres, como hacen algunos partidos, es totalmente falso. Buena parte de los femicidios corresponden a mujeres que han denunciado a su perpetrador, que han ido a los tribunales y el aparato legal no las protegió. Y muchos de esos crímenes, además, quedan impunes, así que el derecho está lejos de proteger a las mujeres como debería.

 

Antes comentaba el carácter transgresor que atesoran las protagonistas de los cuatro casos que glosa en el libro, pero, ¿dónde localiza el componente específicamente transgresor de esas mujeres? ¿En el hecho de asumir patrones de conducta presuntamente masculinos o en la manera de rebelarse contra su destino?

Hay una doble transgresión en ellas. La primera es común a los hombres que cometen asesinatos y es una transgresión a la ley penal. La segunda, más interesante, es exclusiva de las mujeres: una transgresión a las invisibles leyes del género que dicen que las mujeres somos (y debemos ser) pasivas e inofensivas, entre otras cosas. En el caso de los hombres, un asesino no solo no transgrede las leyes de género sino que incluso las reafirma. La violencia forma parte de la construcción de la masculinidad, cuestión que es urgente cuestionar y desmontar. Esa diferencia, la doble transgresión en el caso de las mujeres, merece ser examinada porque cuando se las castiga se apunta sobre todo a esa segunda transgresión y ese mensaje punitivo, el que dice cómo debería ser una mujer, no va dirigido exclusivamente a la perpetradora de un crimen sino a las mujeres en general.

 

Los cuatro casos que usted evoca en el libro sucedieron en cuatro momentos distintos a lo largo del siglo XX. ¿Cada una de esas homicidas cuenta con un perfil específico ligado a las características de su época?

Efectivamente, estos cuatro casos de homicidas coinciden con momentos en que ciertos roles femeninos estaban siendo cuestionados en Chile. Y los periodistas, abogados, jueces y algunos artistas asociaron la violencia perpetrada por estas mujeres a esos avances políticos y sociales. De pronto, el derecho a voto, la revolución sexual, la incorporación al trabajo fueron leídos como amenazas a la feminidad tradicional y los asesinatos fueron interpretados como evidencia de lo que esa transgresión a la feminidad provocaría. Pero estos casos podrían haber ocurrido –y de hecho han ocurrido– en otras latitudes y la reacción es similar. La figura de la femme fatale, el mito de Medea, el arquetipo de la histérica o de la mujer celosa juegan roles idénticos en asesinatos perpetrados por mujeres en España, Inglaterra, Argentina o Estados Unidos. Corresponde a una mitología de carácter patriarcal que no varía significativamente de territorio en territorio.

 

¿Qué imperativo social ha limitado, según usted, más a la mujer? ¿El hecho de ser percibida como esposa modélica o como madre ejemplar? Se lo pregunto porque todos los casos de los que usted habla en el libro pueden ser asumidos como una reacción ante la presión insoportable que estas mujeres sintieron de cara a cumplir con estas exigencias.

Es interesante esa interpretación. Y tal vez por eso es tan productivo desmontar esos modelos y preguntarse, por ejemplo, qué emociones subyacen a cada uno. ¿Cómo es una esposa modélica? ¿Qué afectos le están permitidos y cuáles le están prohibidos? ¿Y qué ocurre con las emociones de una madre ejemplar? Cuando entran en acción otras emociones, por ejemplo, la rabia, esos modelos se tambalean. Y es muy importante que como seres humanos aceptemos nuestro espectro afectivo. Aceptar la rabia en el sujeto femenino y la tristeza o la vulnerabilidad en el sujeto masculino.

 

Hay otro elemento que subyace, directa o indirectamente, en todos estos crímenes y es el clasismo. ¿Hasta qué punto piensa que la violencia que generan las tensiones de clase puede ser asumida como la violencia primigenia de la que emanan todas las demás violencias?

Prefiero no asumir la violencia de clase como primigenia y la de género como secundaria porque, en realidad, creo que están relacionadas a tal punto que resulta difícil separarlas. Por eso a mí me preocupó mucho, al investigar sobre estos casos, no aislar la variable de género sino entrecruzarla con elementos de clase. Mal que mal, es muy distinta la reacción ante una mujer pobre que asesina a su marido que ante una mujer rica que comete el mismo crimen. Su defensa es distinta, el olvido es distinto, su condena es distinta.

 

Antes de publicar esta obra usted había alcanzado un notable éxito con su primera novela, «La resta», que llegó incluso a ser finalista del Man Booker International. Cuando se confrontó con la historia de estas homicidas, ¿no tuvo la tentación de construir una ficción a partir de ellas o el hecho de evocar estos sucesos desde la no ficción fue un deber que se impuso a sí misma como escritora?

Creo que el ensayo es un género que se ha vuelto peligroso. Tan peligroso que la academia ha intentado domesticarlo a través de los “papers”, que tanto daño le han hecho a las humanidades y al pensamiento crítico. Yo, al enfrentarme a los materiales que encontré (sentencias que estaban perdidas, recortes de diarios, entrevistas, expedientes...) opté por la no ficción porque esos materiales apuntaban en esa dirección y me interesaba un tipo de ejercicio intelectual que se habría perdido en una novela. No fue un deber, sino un feliz descubrimiento, porque disfruté mucho la escritura y también la investigación. Sin embargo, dentro de mi ensayo hay otros géneros: diarios donde narro en primera persona mis periplos como “detective” e incluso un relato que sí es ficcional, así que supongo que es un ensayo algo impuro y donde seguí más de un impulso como escritora.