Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

Los debates del sentir

El movimiento feminista ha sido y es un espacio de defensa de la libertad sexual. De hecho, es un aliado natural de los colectivos LGTBI, ambos movimientos han crecido de la mano desde la transición hasta nuestros días. Otra cosa es que esa alianza sea una convergencia total de intereses y de agenda política. El feminismo nos aporta una teoría crítica para analizar y cuestionar el orden social, incidiendo en que no es un orden natural, sino un orden político-social-económico-cultural que subordina los cuerpos y las vidas de las mujeres a los intereses de los hombres. El cuerpo es, para la mayoría de nosotras, un espacio de resistencia y rebeldía, pero también su control es una expresión de la necesidad corporizada patriarcal, así que no es de extrañar el peso que el cuerpo tiene en los debates feministas.

Uno de los debates centrales, en estos tiempos, es el poder que se ha otorgado a los sentimientos de alguien para validar derechos sobre otras. Véase en los casos de los vientres de alquiler, donde el deseo de ser padres –y ahí tenemos entre otros a lobbies gays– se vuelve un derecho, aunque dicho deseo sea lesivo para los derechos de las mujeres, especialmente las mujeres empobrecidas que, como estrategia de supervivencia, pueden optar por alquilar su cuerpo. Podríamos pensar «qué más da, si es solo el cuerpo», que incluso es transgresor al romper con el esencialismo de la maternidad, pero negando el cuerpo nos convertimos más en cuerpo, pero despojado de cualquier conexión con lo que somos y con los derechos inherentes. Las mujeres asumimos muchas estrategias de supervivencia para no morir: en las violaciones colectivas, en las relaciones de malos tratos, en las rutas migratorias, en los vientres de alquiler, para sobrevivir... Y que reconozcamos que son estrategias de supervivencia no las valida como derechos de las mujeres porque estaríamos confundiendo estrategias de supervivencia en un medio desigual y violento con derechos para vivir una vida libre de violencia.

Me preocupa la centralidad de algunos de los debates relacionados con el cuerpo, las estrategias de supervivencia y también la centralidad de la «identidad sentida», pero sobre todo la falta de argumentación en la contienda dialéctica o que se utilice la definición descalificadora como único argumento. En esos casos el debate no solo no es posible, sino que la crispación se vuelve en el único signo con posiciones cada vez más polarizadas.

A ello ha contribuido la sobreutilización del término género. Durante años hemos utilizado el término y nos ha servido para identificar que la desigualdad no es natural sino un producto social. Por eso, yo soy disidente de género, pero el patriarcado interno y externo ejerce una enorme presión para reubicarme en el lugar que me corresponde. Cuando se habla de defender la identidad de género de las personas trans, lo confieso, a mí me surge la misma rebeldía que cuando me decían marichico y me di cuenta de dónde me quería ubicar el mundo por el hecho de ser mujer en una sociedad patriarcal. Dicho de otra manera, nos mantengamos sumisas a la normatividad de género o nos rebelemos frente a dicha normatividad siendo disidentes de los mandatos de género, en ambos casos podemos sufrir discriminación y violencia. En el primer caso, porque dicha normatividad es en sí misma violenta y, en el segundo, porque las que queremos ser disidentes nos enfrentamos a la violencia de la norma para «reubicarnos» en nuestro supuesto mandato «natural» de género, esa identidad de género que nos queremos sacudir desde una perspectiva feminista.

Las mujeres trans tendrán que hacer su camino de reivindicación, como se exige desde la interseccionalidad que nos atraviesa, y haremos alianzas donde converjan los intereses políticos, pero insistir en que el feminismo tiene que asumir los intereses de las mujeres trans porque son mujeres tiende al esencialismo de aceptar cualquier interés siempre que provenga de una mujer.

Quizás el debate esté en cómo utilizamos la categoría género, una categoría de análisis construida, sí, pero que tiene efectos directos e impositivos sobre cuerpos determinados. Dicha categoría, actualmente, se utiliza con términos que son opuestos como igualdad de género/violencia de género; identidad de género/disidencia de género. En el contexto de la identidad sentida, el propio sistema podría esgrimir que al poder autodeterminar nuestro género, la desigualdad estructural androcéntrica y sexista desaparece. Así que el escenario desaparece y cada persona decide a que género se quiere adscribir, por lo tanto, si te «sientes» discriminada es una cuestión personal. Ese difuminado del contexto, que recuerda a cuando en las charlas alguien, que por supuesto habla en masculino, dice que solo ve personas y no a hombres o a mujeres. En la práctica, eso significa que el modelo de referencia es el androcéntrico. Las feministas nos hemos pasado la historia haciendo visible lo invisible. La igualdad es un concepto político que va de la mano de la justicia social y eso implica ver las necesidades básicas humanas, pero también las diferencias precisamente para que ello no sea un hándicap, un obstáculo o directamente violencia estructural, porque la estructura tiene como referencia al sujeto tipo, que ya sabemos quién es y, por cierto, parece que no tiene necesidades corporales, ni materiales de cuidados.

El problema surge cuando hay que tomar medidas políticas en realidades concretas. Porque creo que, a veces, podemos confundir la realidad, que necesita de medidas urgentes de protección de las vidas reales, con el proyecto político de futuro. Estoy convencida de que ninguna feminista, seamos de la corriente que seamos, va a negar la realidad trans, ni a dejar de denunciar los transfeminicidios, ni tampoco la trata de mujeres, ni la explotación sexual de las mujeres. Se hace incomprensible que desde el feminismo se reivindique la ética del cuidado y eso no se traslade a los debates en los que participamos. La pregunta es: ¿a quién le interesa la crispación?