Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación
GAURKOA

Los otros y la comunidad abierta

En un día muy frío, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten a la vez una gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad, buscan la proximidad corporal de los otros, pero cuanto más se acercan, más dolor les causan las púas del cuerpo de sus vecinos. Sin embargo, debido a que el alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación óptima (la más soportable).

Esta fábula, que corresponde a la obra “Parerga y Paralipómena” de A. Schopenhauer, nos lleva a pensar en la relación humana, sobre nuestra necesidad del otro y el modo como vivenciamos su proximidad o su lejanía. Sobre hasta dónde y cómo nos relacionamos basculando entre la compañía y la soledad. Un juego humano, a veces, difícil de regularlo. La cercanía nos lleva a crear lazos, la lejanía nos encamina a la soledad o incluso al aislamiento. Y es precisamente la carencia del otro, la ausencia de intimidad o la falta de cercanía no deseadas, lo que nos lleva a sentir la soledad, no querida que puede arrastrarnos incluso al aislamiento. Y si bien mujeres y hombres han vivido y viven voluntariamente una soledad elegida, frecuentemente temporal, como es la del antiguo farero o la del astronauta en el silencioso espacio, son, en cambio, mucho más frecuentes los casos de la soledad impuesta como la del prisionero en situación de aislamiento o la del náufrago sea en el mar o en un bloque de viviendas.

Pero, qué sería vivir sin el otro, sentir su ausencia, o no poder vislumbrar siquiera su presencia, ni percibir el tacto, ni la mirada de esa otredad. Qué sería vivir el mundo vacío de ella. De esa ausencia deviene una persona perdida, inmersa, replegada en sí misma y desarraigada del mundo.

Los humanos fluctuamos en ese espacio relacional, sintiéndonos autónomos, dependientes o solos, formando grupos mediante vínculos íntimos o antagónicos expresados como afecto u odio hacia el otro. Toda una gama de comportamientos que pasan por la ayuda, el cuidado, la manipulación y la violencia. Con el otro conocemos y nos reconocemos, accediendo a él a través de códigos e imágenes. A veces lo ignoramos, pero lo habitual es que lo percibamos desde los roles, también desde el estatus de poder y autoridad o desde la ideología como correligionario o adversario. Aunque una de las funciones más extendidas que se adjudican al otro es la del competidor, una estrategia cultural dominante que hace difíciles las relaciones de reciprocidad. En definitiva, coexistimos y somos con los otros, construyendo conexiones que se expresan en toda una multiplicidad de valores, juicios morales, estereotipos, prejuicios y creencias suministradas desde lo social y la cultura.

Por experiencia sabemos que hay circunstancias especialmente duras en las que la ayuda y el apoyo afloran espontáneamente. Es lo que ha ocurrido en esta época del confinamiento en la que se han dado numerosas expresiones de solidaridad. Sin embargo, la pérdida del sentido colectivo es un hecho obvio. Así, en las comunidades tradicionales de vecindario, barrio… ha disminuido, en buena medida, su sentido de relación solidaria y cercana. Y esa pérdida de sentido ha afectado a nuestro comportamiento y a una percepción cada vez más individualista que tenemos los unos sobre los otros. Dos ejemplos contrapuestos en los que se reflejan distintas finalidades e intereses son las cada vez más minoritarias y cooperadoras comunidades nómadas frente a los colectivos de los turistas, y que tal como comenta el filósofo citado anteriormente, la primera fue originada por la necesidad, la segunda por el aburrimiento. Hay, asimismo, otro tipo de comunidad recurrente a lo largo de la historia, son las comunidades utópicas, como las contraculturales las más de las veces replegadas en sí mismas.

Pero, qué es lo que empuja al individuo a sentirse y ser partícipe de un colectivo. Hoy los grupos o colectivos son muy diversos, se vinculan mediante algún propósito común social, por intereses o necesidades que unen a sus miembros. Así nos encontramos por un lado con los agrupamientos de tipo religioso, político-ideológico, deportivo, profesional. Y, por otro, con las comunidades virtuales, relacionadas por la comunicación online. La viveza y tipo de conocimiento que da la presencialidad y el sentido del tacto en un caso y la inmediatez, comodidad y pluralidad en el otro.

Pertenencia y vínculo son los dos aliados en la conformación de una comunidad, que se expresan en un contexto a través de de un proceso relacional y dinámico. El vínculo saludable se establece desde el intercambio constructivo, en un continuo dar y recibir. Algo que sucedía en la antigua Grecia como acertadamente lo resume Anne Carson: Existe un modo de intercambio de dones que los antiguos griegos llamaban xenia. Generalmente traducido como «hospitalidad» «amistad para con los invitados» o «amistad ritual… un vínculo de solidaridad que se manifiesta en un intercambio de bienes y servicios entre individuos procedentes de unidades sociales distintas». Las características de la xenia, a saber, su base de reciprocidad y su perpetuidad supuesta, parecen haber tejido una textura de alianzas personales.

Por otra parte, aunque es menos frecuente e incluso extraño encontrar una comunidad abierta y acogedora entre los diferentes, es precisamente la diferencia lo que une a unos y otros en una relación de equidad. En efecto, las diferencias al convertirse en nexo de intersubjetividades generan paradójicamente entre sus miembros la sinergia de dos necesidades humanas universales como son el deseo del conocimiento hacia el otro y el sentimiento de aprecio y ayuda. Justo los mecanismos que están en la base del bienestar social y la supervivencia de nuestra especie.