Mikel ZUBIMENDI
ANATOMÍA POLÍTICA DEL «TRUMPISMO»

La derrota electoral da vida a una larga posteridad de Donald Trump

Los partidarios de Donald Trump no creen en la posibilidad de su derrota, ni en el concepto de una transición de poder. Con esa mentalidad y los ánimos encendidos, todo puede pasar. ¿Pero quiénes son esos seguidores? ¿Qué es el trumpismo? ¿Un culto, una lealtad ciega al líder más que a una ideología específica? ¿Es una alternativa al conservadurismo tradicional? Desgranamos algunas claves para entender el fenómeno.

A pesar del alivio generalizado, las elecciones de EEUU han sido una decepción para los demócratas. Esperaban una victoria aplastante de Joe Biden y una derrota devastadora de Donald Trump. Soñaban con un resultado claro e inapelable que explicase la victoria de Trump en 2016 como una aberración accidental y limpiar esa deshonra de los libros de historia. Sin embargo, en términos absolutos, ha recibido más votos que hace cuatro años.

¿Cómo es posible que no haya sido castigado con dureza por todas sus transgresiones y sinvergonzonerías, por su racismo a veces sutil y otras explícito, o por su desastrosa gestión de la pandemia? Su presidencia ha sido delincuencia a plena luz del día; su quebrantamiento de valores democráticos, una exhibición espeluznante en toda su crueldad e incompetencia. Hay mucho que todavía no sabemos, pero lo que se sabe (y de lo que se alardea abiertamente) es más que suficiente: niños robados a sus padres en la frontera, aliento a los neonazis, admisión de que deliberadamente minimizó la gravedad del coronavirus…

No ha habido una repulsión a Trump de la base republicana. Es más, su control sobre el partido parece más fuerte que nunca. Seguirá siendo el líder, al menos hasta las elecciones de medio mandato, probablemente hasta que haya un claro favorito republicano para 2024. Es posible que se postule otra vez para presidente, mantendrá encendidas las brasas de un posible regreso político.

Los 71,5 millones de personas que votaron a Trump no son un bloque monolítico, un ejército homogéneo con gorras de beisbol rojas como uniforme. Son, más bien, una colección heterogénea unida solo por una poderosa convicción de que las cartas han sido repartidas en su contra, de que sus valores y su estatus social están en peligro. De hecho, la mayoría de sus votantes son, ante todo, republicanos y conservadores. Devotos cristianos evangélicos, escépticos de los impuestos, fundamentalistas de la Segunda Enmienda y, sí, supremacistas blancos también. Lo que ha estabilizado a Trump durante tanto tiempo ha sido la polarización extrema en el país, el desarrollo de facciones herméticas tanto en la política como en la sociedad, un fenómeno que comenzó mucho antes de su llegada a escena. Su marcha hacia la Casa Blanca siguió un camino de tierra quemada trazado durante las tres décadas de guerra cultural que la precedieron.

La base republicana se volvió «salvaje» moral e intelectualmente antes de la llegada de Trump. Ya era casi adicta a la indignación en masa producida por grupos mediáticos como Fox News. La polarización es también la razón por la que su apoyo a Trump nunca vaciló: los conservadores vieron sus innumerables transgresiones como nimiedades en relación con lo que estaba en juego en la batalla: el alma de EEUU.

Muchos republicanos tienen una relación mucho más transaccional con Trump de lo que se cree. Y no pocos saben que es un sinvergüenza, pero al menos es su sinvergüenza. Trump nunca fue el arquitecto ni el cerebro de un nuevo movimiento. Solo continuó una tendencia que había comenzado mucho antes, y luego radicalizó dos elementos: la política de identidad blanca y el populismo antiinstitucional.

También hay un segmento del partido que tiene un vínculo personal extremo con Trump, una veneración que no se puede explicar solo a través de la ideología tradicional. Es evidente que Trump confía en estas personas en este momento, ya que, dadas las pocas posibilidades de éxito de sus denuncias legales, busca trasladar el conflicto a la calle. Pero calificarlos como una secta no es del todo exacto. Y es que una cosa es un político populista y otra, un mesías.

Trump es retratado con frecuencia como uno de esos mesías totalitarios más oscuros de la historia de la humanidad. Esa es la narrativa del líder carismático, sus seguidores creen en sus «cualidades excepcionales», que fue enviado por la «Historia», por «Dios» o la «Providencia». Pero el vínculo de Trump con su base es más consistente con los principios de lealtad populista. En esta otra narrativa, no se trata tanto de lo excepcional, sino de lo ordinario.

Sus seguidores no lo aman ni adoran porque sea diferente a ellos, sino porque se ven reflejados en él. Creen que habla, piensa y siente como ellos. Es por eso que la popularidad de Trump aumenta cada vez más a medida que genera más odio y desdén precisamente entre aquellos sectores e instituciones cuyos seguidores incondicionales creen que han sido más activos para degradarlos y menospreciarlos: los medios de comunicación dominantes, la élite académica y el establishment político.

Trump ha logrado lo que sueñan todos los populistas: que sus seguidores perciban todos y cada uno de los ataques contra él como un ataque contra ellos mismos. Para ellos, Trump es el símbolo principal de su lucha por la autoafirmación. Pero, claro, los símbolos son reemplazables y, quizá, al final, dejen de comportarse como los perros de Pavlov ante cada uno de sus tuits. Como expresidente, probablemente perderá su encanto.

Ahora bien, Trump ha implementado en gran medida la agenda republicana mediante la reducción de impuestos, la desregulación y la nominación de jueces conservadores de la lista que le dio el partido. Se dice que ha tomado el control del Partido Republicano, pero es igual de fácil argumentar lo contrario. A saber: si los republicanos mantienen la mayoría en el Senado tras las dos elecciones de desempate en Georgia en enero, harán lo que ya demostraron magistralmente de 2010 a 2016: hacerle la vida extremadamente difícil a un presidente demócrata y bloquearlo todo, esta vez con la póliza de seguro de una mayoría conservadora en el Tribunal Supremo. Y en 2024, probablemente, apoyarán al próximo «populista» que llame a una revuelta y prometa «limpiar» Washington y «drenar el pantano». Y eso no molestará particularmente al líder republicano en el Senado, Mitch McConnell. Al fin y al cabo, nadie conoce el pantano mejor que él.

El poder de permanencia de la destructividad Trump radica en la forma en que la derrota disputada le conviene casi tanto como la victoria. Para él y sus seguidores no existen las cinco etapas del duelo que estableció la siquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) cuando la gente lidia con la tragedia. Lo más lejos que pueden llegar es a la segunda etapa, la ira. Trump ha fortalecido la creencia entre sus seguidores de que todo está amañado en su contra, que todo es un complot para robarles lo que les corresponde por ley natural como estadounidenses. Ha creado para ellos un gran espacio de paranoia que se extiende desde lo que ha sucedido hasta lo que realmente sucedió. Y lo que realmente sucedió es lo que siempre ocurre con Trump: gana a lo grande. Perder, para él, no es posible y el concepto de transición de poder no existe.

La autocracia se imagina a sí misma que es para siempre; la democracia es siempre temporal. Es imposible no pensar, en este momento intermedio, en Antonio Gramsci: «La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer». Algo está muriendo, pero aún no sabemos qué. Algo está intentando nacer, pero aún no podemos decir qué es. Lo viejo está en un estado como de animación suspendida y lo nuevo se encuentra al otro lado de un umbral que aún no puede cruzarse.

Las elecciones han roto, además, otras ilusiones, como la de los demócratas que creen que la demografía juega a su favor. El trumpismo puede atraer a muchos votantes (incluidos hispanos y afroamericanos) que se suponía que eran parte de un consenso emergente de la izquierda. Ese aparente callejón sin salida es un camino abierto.

Trump no solo tiene una vida tras las elecciones. Es más, como fuerza política, el trumpismo es la vida después de la muerte. Una de las razones por las que no puede haber una autopsia del trumpismo es que su atractivo principal es la nigromancia, la promesa de un futuro que invoca a los muertos. Trump prometió a sus seguidores hacer que un mundo enterrado se levantaría nuevamente: las minas de carbón cerradas se reabrirían, las plantas de automóviles deslocalizadas regresarían, volverían los puestos de trabajo seguros y se restablecería el incuestionable privilegio de ser blanco, varón y nativo.

Si Trump finalmente es desalojado del Despacho Oval, la venganza y el odio, una nueva inyección de resentimiento y de conspiración, y no la sobria autocrítica, será la respuesta del trumpismo. Esta es la política zombi, la vida después de la muerte de un antiguo partido conservador. Y, como nos cuentan las historias góticas, es muy difícil matar a los no vivos.

La idea de una transición implica tomar aliento, un período de calma después de la tempestad, EEUU como un hospital de campaña gigante dedicado a curar heridas. Toda la personalidad política de Biden se ha ido preparando para ese momento. Pero Trump no lo permitirá. Por ello, Biden debe seguir luchando contra Trump y debe desmantelar su estructura, pieza a pieza.

Esa es la ironía: Trump, el más puro de los oportunistas, impulsado por sus propios instintos e intereses, ha afianzado una cultura antidemocrática que, a menos que sea desarraigada, arrancada de raíz, prosperará a largo plazo. Está ahí en sus nombramientos judiciales, en la creación de una sólida minoría de al menos el 45% animada por el resentimiento, pero sobre todo en su demostración descarada de las posibilidades relativamente ilimitadas de una autocracia made in USA.

Trumpismoa biziberritu lezake hauteskunde-porrotak

Mesias berri baten pare azaldu arren, lidergo populista da Donald Trumpena, ez mesianikoa. Beren pareko norbait ikusten dute jarraitzaileek haren irudian, ez jainkoak bidalitako izaki zerutarra. Bide horretatik, Trumpek bere kontrako erasoak jarraitzaileek eraso pertsonal gisa hartzea lortu du; buruzagi populista ororen ametsa. Horrek bizitza luzea eman diezaieke Trumpi eta trumpismoari, hauteskundeetan izan berri duen porrotaz harago. Izan ere, galdu arren, ezin da ahaztu 2016an baino boto gehiago lortu dituela. Demokratek ez dute lortu espero zuten garaipen biribila. 2024rako hautagaitza aurkeztuko al du Trumpek?