Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «Otra ronda»

El club de los poetas ebrios

El cine puede llegar a ser tan adictivo como la bebida, y Thomas Vinterberg ha hecho una película capaz de enganchar más que cualquier droga, apoyándose en la pegadiza canción del grupo danés Scarlet Pleasure “What a Life”, que describe tanto en su música como en su letra un estado de euforia, un subidón anímico, un chute de vitalidad al borde del abismo, justo en el momento preciso en que toca pasar de todo, dar la espalda a los problemas y a la ingrata realidad, porque tarde o temprano volveremos a caer en el mismo círculo vicioso de compromisos y responsabilidades que nos asfixian y consumen a diario.

Si el discurso de “Otra ronda” (2020) habría girado por entero en torno al quitapenas espirituoso estaríamos ante una película muy facilona, pero ya se sabe que Vinterberg es un nórdico complejo, que no le hace ascos a citar a Kierkegaard y Hemingway de seguido, y le ha dado por buscar el Santo Grial de las tabernas y las bodegas, con tal de descubrir el estado intermedio entre el sueño y la vigilia, entre el delirium tremens nocturno y la terrible resaca del día siguiente. Claro que existe el autocontrol, claro que se puede dosificar la ingesta alcohólica, pero a costa de convertirte en un completo abstemio, a sabiendas de que no hay medida entre la abstinencia y la embriaguez permanente. O te caes, o te levantas.

“Otra ronda” (2020) es la película que por fin da en la clave del problema, después de tantas otras que han tratado esta dependencia, al partir del concepto del alcohol como droga social, la más social de todas. Tomando otras sustancias prohibidas se entra directamente en la marginalidad, mientras que el trago, por estar más tolerado, deja que te mantengas dentro del sistema. Pero hay que jugar con las reglas establecidas, ya que en cuanto alguien se pasa de la raya corre el peligro del rechazo en el ámbito familiar y en el laboral. Entonces se habla de responsabilidad (al volante).