Raimundo Fitero
DE REOJO

Barbijo

De todas las formas y maneras con las que se denomina en el uso común, sanitario, político, periodístico o popular a los protectores de boca y fosas nasales, me encanta escuchar la voz barbijo. Yo llevaría barbijo hasta en la merienda bajo el abedul. En cambio, tener que llevar mascarilla hasta para cruzar el semáforo a una pata y sus patitos, entra dentro de las molestias que cruzan lo físico, lo sicológico y lo protocolario. Hace un año se asumía como posible que el barbijo había llegado para quedarse. Ayer las mascarillas fueron sentenciadas en sede parlamentario de tal manera que su uso, a partir de este momento, va a entrar en zonas colindantes hasta semejarse a un perjurio, una indolencia o un pecado. 

La distancia social se convierte en una excusa, un retruécano, una entelequia que debe entenderse en profundidad apoyados en los bordes de una acequia con un libro santo o un catálogo de muebles de jardín como formato para la reducción de las erratas de todos los decretos. A la sombra, la distancia, se estrecha. A campo abierto, el sol ajusticia tu ironía y no te deja margen para ninguna rebeldía: tu sombra te delata; no hay otros forma para escapar que por elevación. O vuelas o te pones el barbijo para acercarte a la terraza en ebullición. Un uso discriminatorio de la protección colectiva es el salvoconducto para la deserción individual por una fuerza centrípeta que alimenta la idiotez y la ambigüedad normativa.

Demasiadas recomendaciones dejadas en el posavasos. El kalimotxo se debería tomar con pajita, aunque fuera de plástico, sin quitarse el barbijo ni las gafas de sol en los días de plenilunio. Cantar con afinación absoluta sin abrir la boca. Roncar siempre de lado, para amortiguar efectos cansinos en las siestas y acumular papel higiénico, por si las ciruelas con agua producen diarrea.