EDITORIALA
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Si la pandemia era una prueba global, el fracaso es rotundo

La quinta ola de la pandemia está deparando momentos anímicamente oscilantes y a menudo extremos. Tan pronto nos venimos arriba por el buen ritmo de la campaña de vacunación y su evidente impacto a la hora de salvar vidas –los estragos que las actuales cifras de contagio hubieran causado hace tan solo unos meses empujan a ser positivos–, como nos hundimos ante la perspectiva de nuevas olas que nos condenen a nuevas restricciones.

El de las expectativas es un juego siempre peligroso; hacer malabarismos con ellas desde las instancias políticas responsables de la salud pública no aporta nada, más bien al contrario. Pese a ello, esta semana se ha vuelto a exponer la doblez con la que se ha gestionado en muchas ocasiones la pandemia. El Gobierno de Iñigo Urkullu anunció el jueves nuevas restricciones debido a la gravedad de la situación –unas medidas que, sobre todo en el caso de la mascarilla, tienen más de gesticulación y olfato táctico jeltzale que de base epidemiológica y capacidad competencial–. El mismo día, PNV y PSE exoneraron a la consejera Gotzone Sagardui de comparecer durante el mes de agosto porque, al parecer, la situación no es tan grave.

Ante esta realidad resulta saludable elevarse sobre las miserias diarias y ganar algo de perspectiva. No da para despejar grandes incertidumbres, pero sí para situar el momento en su contexto real y global.

A medio plazo y a pequeña escala, es decir, a escala vasca, hay motivos para un optimismo prudente, moderado y siempre condicionado a lo que ocurra a gran escala. La vacunación avanza a buen ritmo y los contagios entre quienes tienen la pauta completa, aunque existentes, son mucho menores y menos graves. En Nafarroa, solo el 10% de las personas contagiadas la semana pasada estaba vacunada. Puede parecer una cifra alta, pero si se proyecta a futuro, significa que conforme avance la vacunación los contagios se reducirán de forma exponencial. La vacuna, como se ha explicado hasta la saciedad, no solo protege a quien la recibe, sino que al reducir la población objetiva susceptible de contagiarse, pone cada vez más dificultades al virus para propagarse.

No somos una isla

Esta visión más o menos optimista, sin embargo, tiene un condicionante mayúsculo que no se puede pasar por alto: la posibilidad de que nuevas variantes disminuyan la capacidad protectora de las actuales vacunas. Han resistido bastante bien la llegada de la variante Delta, pero no hay garantía ninguna de que no vayan a surgir otras. Desde la microbiología se han cansado de señalar una de las condiciones que favorece las mutaciones: una rápida y masiva circulación del virus.

Es aquí donde cobra importancia el mapamundi que hoy publica GARA, en el que se reflejan las graves desigualdades en el ritmo de vacunación. En los países de altos ingresos, la vacunación alcanza ya a más del 50% de la población, mientras en los países de bajos ingresos apenas supera el 1%. El argumento humanitario debería bastar para empezar a poner freno al despropósito. Pero hay más. Se trata de un círculo vicioso: el esfuerzo que un país pobre debe hacer para acceder a las vacunas es proporcionalmente mucho mayor al que tiene que hacer cualquier país desarrollado, y aun y todo, no logran igualar el ritmo de vacunación, lo que los condena a una crisis socioeconómica más prolongada. El mundo va a ser un lugar aún más desigual tras la pandemia, tanto en lo que se refiere a las diferencias entre países, como dentro de cada sociedad. Que sea el multimillonario Jeff Bezos quien lo recuerde sin tapujos después de alcanzar el espacio en un cohete privado con forma fálica es un síntoma inquietante de los tiempos que corren.

Pero existe, como ya se ha esbozado, una razón puramente científica para extender la vacunación de forma homogénea a todo el mundo. De poco sirve que un país vacune al 100% de su población si en otro lugar, aunque sea en la otra punta del globo, el virus sigue circulando sin control. Es crucial entender esto y actuar en consecuencia. El debate abierto sobre la necesidad o no de recibir una tercera dosis, cuando buena parte de la población mundial no ha recibido la primera es desesperante, porque esa tercera inyección, de ser necesaria, seguiría siendo un parche mientras no se proteja a todos por igual. Se ha perdido una oportunidad de oro para empezar a pensar y actuar como especie, algo que no va a ser una opción a la hora de afrontar las consecuencias de la crisis climática.