Elena Martínez
GAURKOA

Primeras dudas sobre la ciencia

Cuando yo tenía siete años, al médico de cabecera se le ocurrió pedir que me hicieran unos análisis y, al ver los resultados, nos comunicó que tenía una hepatitis muy avanzada y debía guardar cama con absoluto reposo durante tres semanas. A pesar del disgusto que se llevó mi madre –que al momento pasó a tratarme como a una enferma de gravedad–, yo me encontraba estupendamente. Como no dejaban que me levantara, me entretenía haciendo el pino encima de la cama y dando volteretas y saltos diversos; o bien hacía deberes tumbada boca abajo y dibujaba sentada. La dieta muy estricta que me impusieron no me importaba mucho: lo peor era el aburrimiento.

Algunos familiares vinieron a visitarme. Sin duda, les daba pena que estuviera tan enferma. Solo se asombraban de que no estuviera amarilla y tuviera tan buen color. A mí me tenían sin cuidado sus comentarios y aprensiones. Después de una larga semana, por fin llamaron para que viniera a casa al doctor Brouard, a quien asesinarían dos décadas después. Y él, sin preguntar siquiera por los análisis, dijo nada más verme: «esta niña no tiene nada».

Recuerdo que le di la razón encantada, y que contesté, mirando a mi madre: «¡Ya te lo decía yo!». Mi padre, aunque tampoco se había tomado muy a pecho lo de mi enfermedad, respiró aliviado, más por ella que por mí.

La expresión de mi madre perdió parte de su angustia, pues tenía fe ciega en Brouard. Entonces fue corriendo a por los análisis que estaban en un cajón y se los enseñó.

Resultó que el médico de cabecera había interpretado lo de «negativo» como dañino –o sea, como «mu mal, mu mal»...–, y no como ausencia de aquello que se busca. Por lo que había deducido que yo tenía una hepatitis bestial. A ello se añadía que, por allí, en los análisis, aparecían unos signos semejantes a crucecitas que mis padres no habían logrado descifrar, y que el médico de cabecera había considerado agravantes; a saber, de mal agüero, igual que si fueran cruces colocadas sobre mi tumba y anticiparan mi entierro.

Yo por mi parte salté de la cama inmediatamente y me fui en pijama a la cocina en busca de la merienda, muy agradecida a Brouard, por supuesto, aunque me imagino que sin darle las gracias. Los niños son así.

No era la primera vez que él –con su sentido común, sus aciertos y la calma que sabía transmitirnos a nosotros, sus pacientes infantiles– me liberaba de las preocupaciones de mi madre y del resto de los males estúpidos de este mundo.

A los niños nos ocurría a menudo que íbamos con fiebre a su consulta y que, cuando llegábamos de vuelta a casa, se nos había quitado. A mí me daba la impresión de que era el simple hecho de estar con él lo que me curaba. Por la seguridad que me daba y la confianza que me inspiraba. Brouard nos respetaba a los niños: consideraría seguramente que teníamos una sabiduría propia, muy a tener en cuenta. Siempre se ponía de parte de nosotros protegiéndonos de las manías, los nervios o la insensatez de los padres. Sabía también darnos un trato serio –porque nos tomaba en serio– , y a la vez cercano, sin los fingimientos, los cambios de voz y demás tonterías que utilizan muchas veces los adultos con los niños. Y también nos daba la razón a nosotros si, recién levantados y antes de salir con prisa para la escuela, no nos entraban las galletas y la leche con cacao del desayuno, o si las madres le decían que comíamos demasiado poco, o si no queríamos tomar medicamentos, porque nos parecían asquerosos. Y es que él no era partidario de antibióticos innecesarios, ni de poner vacunas irreflexivamente, ni de pretender bajarnos la fiebre a toda velocidad, ni de utilizar plantillas en los niños con pies planos etc., sino que siempre decía que a nosotros, los niños de ciudad, había que sacarnos más a tomar el aire al campo y a la playa, para que anduviéramos sobre la arena mojada. En mi caso, únicamente aconsejó la vacuna contra la poliomelitis que estaba haciendo estragos y dejando terribles secuelas. Por otro lado insistió mucho, y sin vacilar, en que no se me quitaran las amígdalas, y ello contra el empeño del médico de cabecera –defensor de la tendencia dominante porque sí–, quien durante meses nos estuvo dando la tabarra con el tema de la operación. Tal y como había predicho Brouard, a los siete años finalizaría un ciclo natural: efectivamente, a esa edad dejé de tener anginas con frecuencia y, sin haberme operado, la garganta nunca más me dio problemas. Está claro que fue la mejor decisión, aunque, de acuerdo con la «ciencia» del momento, a los niños se les operaba a la menor de cambio.

En este sentido Brouard era, como médico, diferente a los de su época, extraordinario. Si bien la corriente que él seguía con libertad y de acuerdo con sus propios criterios, venía muy de antes, ésta era minoritaria, en absoluto lo habitual: muy por el contrario, en aquellos años estaban en auge los modernos «adelantos» médicos, cuanto más químicos, industriales y en mayor cantidad, mejor. Era precisamente, entre otras cosas, el tiempo de la talidomida recetada a embarazadas, con efectos devastadores en el feto, como pudo comprobarse luego. Las posturas críticas tendían entonces a ser consideradas puro oscurantismo y retraso. Por desgracia, esto sigue sucediendo igualmente ahora.

Y, sobre todo, Brouard no era un tecnócrata que desvía la mirada del paciente con ganas de acabar y quitárselo de encima, pues su salud le es indiferente o tiene mucho trabajo. Él incluso estaba dispuesto a seguir recibiéndonos para darnos consejos a nosotros, sus antiguos pacientes niños, mientras tanto ya adultos. Y jamás transmitía sensación de prisa, aun cuando tuviera la consulta llena, como solía tenerla: deseaba curar, se esforzaba en hacerlo, se preocupaba de corazón de sus pacientes. Si nosotros no hubiéramos conocido ese ejemplo suyo en nuestra infancia, con las experiencias hechas después, no seríamos capaces ni de imaginar que puedan existir médicos de vocación como él.