Víctor Moreno
Profesor
GAURKOA

Ley de Memoria Democrática y Concordato

En Navarra, la primera ley foral relacionada con la memoria histórica data de 2003. Establecía «la retirada y sustitución de símbolos franquistas», sin especificar su alcance práctico. De hecho, el Monumento a los Caídos ni aparece citado. Diez años después, en 2013, otra ley foral, aprobada el 14 de diciembre, establecía «el reconocimiento y reparación moral de las ciudadanas y ciudadanos navarros asesinados a raíz del golpe militar de 1936», mencionándose nuevamente «la retirada de leyendas y símbolos franquistas, escudos e insignias» (artículo 11), pero el monumento carlo-franquista seguía sin aparecer.

La modificación de la Ley Foral de 2013 por la del 27 de junio de 2018 repitió lo ya dicho. En su punto 11.1 se refirió a «la retirada de escudos, insignias, placas, banderas y cualesquiera otros objetos o menciones conmemorativas o de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la Dictadura».

En cuanto al Estado, digamos que su primera Ley estatal de Memoria Histórica tiene fecha de diciembre de 2007 y su último proyecto de Ley de Memoria Democrática es de julio de 2021, en trámite de aprobación. Tanto en los debates en el Parlamento español como navarro, de donde salieron esas leyes, el «Monumento de Navarra a sus muertos en la Cruzada» en ningún momento fue calificado como monumento de exaltación y glorificación franquista y, por ello, motivo de derribo.

Establecido este contexto, convendría señalar que el ámbito de la simbología franquista no se reduce a monumentos, edificios y placas con nombres de golpistas, tanto de militares como civiles.

A estos habría que añadir la simbología franquista que encarnan muchos nombres de obispos y cardenales que aún persisten en el callejero español. Necesaria referencia porque nadie como esta jerarquía eclesiástica exaltó y justificó el golpe de Estado proporcionando al golpismo la base teológica de la guerra convirtiéndola en santa Cruzada. La mayoría de los nombres de estos jerarcas siguen intactos en calles, plazas, avenidas, institutos, colegios públicos e instituciones públicas, como si la Ley de Memoria Democrática no fuese con ellos: Olaechea, Pla y Deniel, Gomá, Eijo Garay, Modrego Casaús, Arce Ochotorena, Lauzurica, Domenech... Olaechea por doble partida. Avenida del Arzobispo en Valencia y calle en su Baracaldo natal. Y la calle de Domenech en Zaragoza, con cachondeo incluido, pues, a pesar de que el Ayuntamiento en 2019 acordara sustituir su placa por la del filósofo Emilio Gastón, sigue sin retirarse.

Entiendo que ninguno de los obispos que firmaron la “Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero” (1.7.1937) debería tener una calle dedicada a su nombre. No solo apoyaron el golpe, sino que se mantuvieron en el mismo discurso anticonstitucional alabando el régimen franquista sin desmayo. Un ejemplo de ello sería su defensa del referéndum de la Ley de Sucesión «impuesto» en España el 6 de julio de 1947.

Aunque, a decir verdad, si hay algo que debería ser objeto de depuración, desaparición o de retirada por parte de la Ley de Memoria Democrática, tendría que ser el Concordato firmado el 27 de agosto de 1953 entre la Santa Sede y el Estado golpista. Con ser humillante para las víctimas dedicar los nombres de calles y avenidas a estos jerarcas eclesiásticos, mucho más lo es la permanencia de este acuerdo, renovado en 1976 y 1979. Hablamos de un concordato cuyas consecuencias prácticas son mucho más lesivas que unas placas de hojalata. El Concordato es franquismo en estado puro. El Estado, al pagar a la Iglesia lo que esta adquirió como derecho, no siendo más que un botín de guerra, está reconociendo no solo la legalidad de dicho golpe, sino la fraudulenta legalidad de dicho acuerdo. Un Estado de Derecho que presume de no tener nada que ver con el Estado totalitario del franquismo no puede seguir pagando la deuda de guerra que contrajo un Estado golpista, antidemocrático y totalitario.

La Ley de Memoria Histórica –aprobada por el Congreso de los Diputados el 31 de octubre de 2007, establecía que «los escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura deben ser retiradas». Pues bien. Si hay una realidad que evoque de forma vergonzosa y humillante la exaltación del golpismo y la dictadura franquista, se llama Concordato, el de 1953, y el «resignificado» en 1979.

La mejor aplicación que se podría hacer de la Ley de la Memoria Democrática es mandar al mar Muerto tales acuerdos. Se terminaría así con el incomprensible compromiso golpista de «colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico y de asignarle un porcentaje del rendimiento de la imposición sobre la renta o el patrimonio neto u otra de carácter personal, por el procedimiento técnicamente más adecuado», además de otras concesiones «concordatarias».

La Ley de la Memoria Democrática en curso ni siquiera ha reparado en el Concordato, a pesar de ser el representante mayor de esa simbología de chatarra y hormigón franquista que conmina retirar de la vía pública. De hecho, a la Iglesia seguro que le dolerá que retiren del callejero de España los nombres de sus más señeros arzobispos y cardenales franquistas, pero no hará de eso un escándalo. Sí lo hará si le cortan el grifo económico que recibe del Estado de Derecho por causa de unos acuerdos que la Dictadura franquista le concedió como botín de guerra. ¿Hasta cuándo un Estado de Derecho tiene que seguir pagando los «antidemocráticos regalos» concedidos por una dictadura golpista a «una empresa criminal disfrazada de religión, llamada Iglesia»?

Lo ignoramos. Pero nadie podrá negar que, mientras exista el Concordato, seguimos como en el nacionalcatolicismo, camuflado en una aparente aconfesionalidad constitucional, tan inútil como hipócrita.