Daniel GALVALIZI
FÚTBOL

La parábola de Diego

Se cumple un año de la muerte de Maradona y, al igual que su vida, su recuerdo no dejó de «gambetear» con cielo e infierno: familia partida, herencia disputada, equipo médico bajo lupa judicial y denuncias de violencia sexual. El argentino más famoso no dejó de dar que hablar, ni que enseñar.

Eran las 13:11 del 25 de noviembre de 2020 cuando el periódico ‘Clarín’ publicaba en su web la muerte de Diego Armando Maradona. Tenían la exclusiva mundial de uno de los acontecimientos que muchos argentinos, en conversaciones informales, imaginaban. «¿Pensás lo que va a ser esto cuando muera Maradona?», fue una pregunta retórica que todos los criados en aquel país hemos dicho alguna vez. Esa fantasía, ondeando en el inconsciente colectivo hace mucho tiempo por los varios zig-zags con la muerte que tuvo el astro (dos veces ya había estado prácticamente en muerte clínica), se volvía concreta. Tangible. El reloj del país, y del mundo, se paralizaba.

Desde la media mañana de aquel miércoles comenzaron a trascender rumores por movimientos extraños en la casa del barrio privado en la periferia de Buenos Aires donde Maradona residía desde que dejó el hospital tras una cirugía por hematoma subdural. Tenía 60 años pero su aspecto físico había desmejorado mucho y aparentaba más edad, especialmente en su última aparición pública, un partido en el que lo homenajearon por sus seis décadas y en el que debió caminar asistido y retirarse anticipadamente.

Aquel día de la noticia imborrable, las cadenas comenzaban a informar sobre una situación grave de salud, con la presencia de tres ambulancias frente al chalet. A las 13.00 se comunicó un paro cardíaco y minutos después ‘Clarín’ confirmaría una noticia que sería imposible de dar sin la absoluta certeza, por la trascendencia social que tendría.

Al pasar los minutos, la conmoción social cruzó las fronteras de Argentina y se expandió por todo el globo. El hombre que había inmortalizado la frase «la mano de Dios» era más que un trending topic de Twitter. Era una noticia de esas que hace recordar dónde se estaba y qué se hacía cuando se conoce. Al día siguiente, todos, todos los periódicos del planeta tenían en su portada, con mayor o menor tamaño, una referencia al argentino más venerado de la historia.

Un año sin paz

En plena pandemia, Maradona tuvo el funeral más masivo de la historia de su país, sólo superado por los de Evita y Juan Perón. Se calcula que un millón y medio de personas lo fueron a despedir, pero habría habido el doble si el cuerpo siguiera unos días más en la Casa Rosada, donde fue velado.

Inmediatamente comenzó un juicio en los medios contra el equipo médico encabezado por Leopoldo Luque. Tanto él como la psiquiatra están imputados por el delito de homicidio con dolo eventual por las irregularidades en la custodia de la salud del Diez. En los últimos doce meses fueron varios los audios filtrados y testimonios que dieron cuenta del mal cuidado que tuvo Maradona y también el aislamiento con respecto a su familia.

El ex «cebollita» sólo era visitado regularmente por una de sus hijas, la última en ser reconocida legalmente (tuvo cinco con cuatro mujeres). Pero las denuncias de impedimento de contacto de las hijas a las que crió, Dalma y Giannina, fueron contundentes. Maradona era un paciente difícil que había superado la adicción a la cocaína suplantándola por el alcoholismo y un cuadro de depresión aguda que lo llevaba al consumo (a veces descontrolado, según la causa judicial) de psicofármacos.

Su situación de salud fue contada en forma mas cruda en los últimos doce meses, ya sin el respeto que se le tenía cuando estaba vivo. Testimonios de personas con las que convivió al final, como su cocinera, hablan de una persona huraña y fóbica, tendiente al aislamiento. Es parte de la parábola de Maradona y la enseñanza que deja: la importancia de la salud mental de los ídolos y cómo lo que hace una sociedad y un entorno puede cargársela.

Unos pocos meses antes de su fallecimiento, firmó la autorización a Amazon Prime para producir (con visto bueno al guion, cabe aclarar) la serie sobre su vida, “Sueño bendito”, estrenada con mucha controversia el mes pasado. Su historia personal, trágica e intensa, está retratada allí y reaviva el recuerdo de su siempre polémico entorno.

Pero el hecho más crudo es la denuncia de la cubana Mavys Alvarez, que cuando tenía 16 años tuvo en La Habana una relación prolongada con Maradona, en los tiempos en que el Diez vivió en un resort tras casi morir en Uruguay por una sobredosis. Con pruebas fotográficas y testigos que han admitido la veracidad de esa historia, ocultada por la prensa, Alvarez rompió el silencio («lo hago ahora porque ya no están ni Diego ni Fidel», señaló) y volvió a poner sobre la mesa los excesos de una personalidad incontrolable. La semana pasada declaró en la causa judicial por abuso y violencia machista que iniciaron colectivos feministas.

El testimonio de abuso sexual, golpes e introducción a la cocaína de Alvarez son una mancha más sobre un Maradona que hasta después de fallecido deja una enseñanza sobre el mundo que ya no debe ser: el de la impunidad de los ídolos y la complicidad de los medios y las élites.

Un año sin paz

Fuera de Argentina es difícil comprender el fenómeno social que ha representado Maradona. Esto no significa que el pasaporte albiceleste implique una veneración automática al astro, pero sí que se pueda, incluso desde el odio hacia su figura, entender por qué no solo fue un jugador extraordinario y universal, sino un hito cultural. «Es muy fácil criticarme pero yo estuve solo en la cima, cuando yo toqué el cielo, solo yo estaba ahí, nadie más, solo yo sé lo que fue eso», dijo una vez Maradona, sobre lo que representó alcanzar su máximo sueño y su máxima gloria: tener la Copa del Mundo de México ‘86.

La frase no es casual. El subtexto es un pedido de piedad ante las críticas, muchas veces certeras pero impiadosas, hasta deshumanizantes. Era un pedido de recuerdo de sus orígenes y de lo complejo que fue sobrellevar el ser considerado una deidad. Su origen es parte inherente, lleva a entender por qué fue lo que fue para sus fanáticos: nació siendo nadie y llegó a serlo todo.

Siempre a todo o nada

Nacido en la barriada humilde de Villa Fiorito, al suroeste de Buenos Aires, la historia de Maradona es la epopeya del resiliente. Fue descubierto por los medios cuando era adolescente jugando en una cantera y en 1976 debutó en primera división en el equipo Argentinos Juniors. Luego vendría Boca, Barcelona, Nápoles, Sevilla y de vuelta en su tierra con Newell’s y Boca. En el medio fue capitán de la selección, campeón y subcampeón mundial, y hasta se daría el gusto de ser su entrenador en un Mundial.

Maradona era el que insultaba a gritos a los italianos del norte -lo odiaban por haber llevado a los «terroni» del sur a la gloria otra vez- cuando silbaban el himno argentino en el Mundial 90, el que criticaba el oro de las paredes del Vaticano, el que fustigaba al capitalismo y se enfrentaba a la FIFA. También representaba al argentino promedio y confundido, pasando de ser amigo de los líderes del neoliberalismo que arrasó su país en los 90 a militar el castrismo ortodoxo y cultivar una amistad con Fidel. Siempre a todo o nada, siempre real, incluso desde el error y acorazado en violencia retórica, muy presente en sus últimas dos décadas de su vida.

No habrá otro Maradona no porque no haya otros astros del fútbol, sino porque no habrá otro que le gane a Inglaterra cuatro años después de la derrota en Malvinas, más aún, con una mano invisible que ayudó a liquidar un partido en el que se jugaba mucho más que un deporte. No habrá otro igual porque el carisma se lleva, no se compra. Y porque la vida épica con dolor y gloria es un designio para unos pocos.