El Parlamento de Gasteiz votará mañana el proyecto de ley de Administración Ambiental, también conocido como Ley Tapia, después de una tramitación cuando menos inusual. Entre otras muchas cuestiones, el Gobierno ha enmendado su propio proyecto para introducir un cambio sustancial que modifica nada menos que otras dos leyes: la Ley de Ordenación del Territorio y la Ley de Suelo y Urbanismo. La enmienda inventa una nueva figura, el Proyecto de Interés Público Superior (PIPS), que permitirá al departamento que dirige Arantxa Tapia imponer los proyectos que tengan esa calificación con independencia de lo que determinen los planes de ordenación territorial o el planeamiento urbanístico de los ayuntamientos.

Tanto el contenido como el modo en que se ha hecho el cambio muestra un claro intento de cambiar las reglas del juego por la puerta de atrás. La tantas veces mentada lealtad institucional, hecha trizas. En este contexto, los alcaldes de EH Bildu pidieron ayer que se abandone esa ley que consideran antidemocrática por dos razones. Por una parte, porque invade la autonomía municipal y resta competencias a los ayuntamientos. Algo especialmente sensible cuando se trata de proyectos definidos como sostenibles pero cuyo impacto medioambiental suele ser muy importante. Y por otra, porque en todo el procedimiento no se ha dado voz a los ayuntamientos en un cambio que les atañe directamente. Un proceder que sugiere que la modificación se produce a consecuencia de los reveses que han sufrido algunos de los últimos proyectos promocionados por Arantxa Tapia como la explotación de gas de Subilla o la planta de Bergara. Pero la solución autoritaria que plantea la consejera es, desde luego, la peor de todas.

El principio de subsidiariedad es fundamental para que la arquitectura institucional de un país sea racional y democrática. El PNV lo defiende con vehemencia en Europa para justificar la autonomía, pero no lo aplica con los ayuntamientos por propio interés. Política de miope.